Oscar Wilde escribió alguna vez la historia de un imán en cuyo vecindario vivían unas limas de acero. Todo empezó el día en que dos limas se pusieron de acuerdo en visitar al imán, idea que entusiasmó a otras que pasaban por ahí. La noticia viajó rápido y en poco tiempo todas las limas del pueblo quisieron participar de la visita, haciendo planes para acudir el día siguiente. Las conversaciones alrededor de la anhelada visita fueron multiplicándose, convirtiendo el deseo en un impulso colectivo y a tal punto, que habían empezado a acercarse a la casa del imán cada vez más sin darse cuenta. El imán estaba tranquilo y parecía no darse por enterado. De pronto, a una lima le pareció que esperar al día siguiente era demasiado y propuso ir de una vez, impaciencia que contagió a la multitud y la impulsó a acudir donde el imán en el acto. Así lo hicieron y al llegar a su destino, en un instante, todas quedaron pegadas a él. Dice Wilde que entonces el imán sonrió, porque las limas de acero estaban candorosamente convencidas de que su visita era voluntaria.
Es una lástima, pero nuestro actual currículo escolar carece de semejante poder de atracción para los maestros. Con el paso del tiempo y al revés del imán, lo que ha provocado son distanciamientos cada vez mayores que hoy por hoy, para cualquier observador neutral y desapasionado, resultan inocultables. El problema más visible del currículo oficial es que no se usa, se usa poco o se usa mal. El menos visible al ojo del ciudadano común, es que arrastra problemas en su confección que lo convierten en un objeto confuso y exuberante para el docente promedio, induciéndolo en el mejor de los casos a saltearse todas las partes que no logra descifrar o que intuye inaplicables para los alumnos que tiene.
Es verdad que hay maestros que utilizan el currículo y programan sus clases con todas las de la ley, es decir, basándose escrupulosamente en sus contenidos y siguiendo al pie de la letra lo que las normas le indican. Más allá de ellos, sin embargo, hay una legión que no programa clases, pues utiliza como guión predefinido la secuencia de actividades e indicaciones de un texto escolar cualquiera o, simplemente, el mismo plan que aplicó en años anteriores. Este fenómeno es muy antiguo, es ampliamente conocido y ha sido sistemáticamente ignorado por la política educativa para ahorrarse complicaciones, cerrando los ojos a la creciente distancia entre el currículo normado y el currículo realmente aplicado por el docente en las aulas.
El imán que no fue: buscando explicaciones
Hace quince años, cuando tenía vigencia el currículo organizado en asignaturas y orientado a la transmisión de hechos, datos, procedimientos y conceptos, los profesores no tenía dificultades con la enseñanza, pues era obvio para todos que educar consistía en transmitir oralmente conocimientos diversos y en hacer transcribir en el cuaderno textos informativos producidos por otros. Cuando el currículo cambia radicalmente su naturaleza, reorganizándose en base a áreas que integran disciplinas diversas y se reorienta al desarrollo de capacidades en los estudiantes –un viraje necesario en el que se embarcan todos los sistemas educativos del mundo a fines del siglo XX- los profesores empiezan a tener problemas con la enseñanza. Hay un sentido común que se rompe y una larga tradición que se interrumpe. El desconcierto y las resistencias eran previsibles aunque, claro está, no se previeron.
Que no se desarrollan habilidades copiando la pizarra ni escuchando disertaciones, era indudable en principio para los promotores de la reforma. Lo que había que hacer con la información ya no era sólo registrarla y reproducirla, sino analizarla y discutirla e incluso producirla y utilizarla. Entonces, la política educativa decide entregar a los docentes materiales educativos de última generación y capacitarlos en el uso de metodologías activas, en la confianza de que ambos recursos le serían suficientes para modificar por sí mismos sus sistemas de enseñanza. Como todos sabemos a estas alturas de la historia, eso no ocurrió o sucedió en muy escasa medida. Aún ahora, tres lustros después, los maestros en su mayoría siguen enseñando a la antigua, arraigados en la transmisión y reproducción de información como esquema pedagógico básico, matizado a veces con el uso de algunas técnicas activas.
¿Por qué los maestros no lograron dar el giro esperado? ¿En qué parte del camino sus dificultades para engancharse al currículo reformado –que les hicieron ir mudando del desconcierto al desaliento y desde ahí a la regresión- emitieron señales de alarma para la política educativa? ¿Qué respuesta hubo a estas alertas y cuáles fueron las consecuencias? Discutir el problema del currículo escolar peruano fuera del contexto de la trayectoria que ha seguido a lo largo de estos años intentando salirse del papel y convertirse en prácticas, es inútil e improductivo y nos distrae en una querella doctrinaria hueca y sin solución. Si no aprendemos de la experiencia, el debate conceptual será estéril.
Ahora bien, discutirlo fuera de la evolución que han sufrido las grandes transformaciones del escenario nacional y mundial que se desencadenaron o aceleraron desde fines del siglo XX, y que justificaron la reforma curricular aquí y en otras latitudes del mundo, sería igualmente erróneo. Nos haría creer que la educación es un asunto doméstico que debe resolverse dentro de los muros del sistema educativo, no un asunto público, un derecho de todos y una pieza clave en la respuesta a los desafíos del país y de las nuevas generaciones.
En ese sentido, podemos afirmar que el drama del currículo escolar es doble: primero, no logró convertirse en un genuino objeto de atracción para los docentes, quienes demostraron en buena medida que podían vivir sin él; segundo, no pudo rencaminar la educación escolar en la dirección que el país necesitaba, enfatizando a duras penas, de entre todas sus exuberantes demandas, sólo dos aprendizajes.
Currículo escolar: ser o no ser
¿Cómo salir de esta encrucijada? Una manera simple de hacerlo es negando el problema. Basta decir que el currículo está muy bien, que el problema son los maestros, pero que eso está cambiando poco a poco y que mejor miremos para otra parte. La respuesta contraria, bastante más complicada en sus implicancias pero no por eso menos tentadora para muchos, es la de atribuir todo el problema al currículo y cambiarlo todo. Es decir, empezar de cero pero hacerlo mejor esta vez. Entre ambas posturas extremas, sin embargo, caben opciones más razonables.
En primer lugar, si hemos de aprender de la historia, necesitamos transitar de una política que se ha limitado a hacer del currículo un simple objeto de producción y distribución, a otra que asuma la responsabilidad de gestionar su implementación. Esto supone ir más allá de la entrega del documento y la exigencia normativa de su aplicación, empezando a recoger información de manera continua sobre su uso real en las aulas. Supone asimismo mecanismos de respuesta efectiva y oportuna a las dudas, dilemas y necesidades de los docentes, identificadas en base a los datos recogidos.
Estos mecanismos de recojo y respuesta tendrían que tener carácter nacional, pero diseñarse, operarse y gestionarse técnicamente de manera descentralizada, de común acuerdo con los Gobiernos Regionales. Sus resultados van a contribuir a una política curricular que no siga de espaldas a los dilemas cotidianos del maestro en su labor pedagógica, pues lo que se busca es que el currículo tenga viabilidad y que la enseñanza en las aulas se parezca bastante más que ahora a lo que el currículo espera y demanda.
En segundo lugar, necesitamos priorizar aprendizajes. El actual Diseño Curricular Nacional, aprobado oficialmente el 2005, muy celebrado en su momento por representar un hito de superación de numerosas incoherencias precedentes, ha cumplido ya siete años y ha llegado a sumar 500 páginas. Hoy podemos decir que su gordura ha obedecido a la necesidad de contener todo lo que se supone es políticamente correcto aprender. Valgan verdades, que los currículos latinoamericanos en general padecen de obesidad por el afán de contentar las insaciables exigencias de tirios y troyanos, no es novedad y el nuestro no ha resultado una excepción. No obstante, como es harto conocido, el problema de creer que todo es importante es que al final nada es importante. Excepción hecha de la lectura y las matemáticas, los únicos dos aprendizajes por los que la política educativa ha emitido señales claras de interés desde toda la vida y en particular en las dos últimas décadas. En los hechos, todo lo demás ha terminado siendo relativo.
En este contexto, más de uno se habrá hecho la pregunta: si tenemos dificultades para el aprendizaje efectivo de los dos únicos tipos de capacidades que la política prioriza y controla ¿Cuántas y cuáles serán las dificultades para aprender lo que no se prioriza ni se controla a través de evaluaciones periódicas?
Muchos países que están descentralizados en su forma de gobierno, han optado por identificar aprendizajes que representen prioridades comunes y que trasciendan a la vez las denominadas adquisiciones básicas o instrumentales. Sin perjuicio, además, de que los otros aprendizajes contenidos en el currículo se puedan seguir enseñando en las escuelas. Sin ir muy lejos, nuestro Proyecto Educativo Nacional ha planteado la necesidad de un Marco Curricular que contenga un conjunto delimitado de aprendizajes comunes para todo el país y que permita a cada región diseñar su propio currículo, en respuesta a los desafíos de sus propias realidades.
La ventaja de hacer esto es la inmensa simplificación de la tarea del docente, que ahora tendría más claro cuáles son los siete u ocho aprendizajes fundamentales que la política educativa considera prioritario enseñar desde el principio hasta el fin de la vida escolar. Más aún, si sacamos en claro otra de las lecciones de la historia, estos aprendizajes tendrían que ser formulados esta vez de una manera muy diáfana, especificados con gran precisión a través de una escala que distinga distintos niveles de desarrollo. De este modo, el margen de error en la interpretación de las demandas curriculares por parte del docente se reduciría sensiblemente.
En tercer lugar, habría que trazar en el ámbito pedagógico una ruta bastante clara hacia el logro de estos aprendizajes. Si priorizamos, por ejemplo, que los estudiantes aprendan a afrontar desafíos en contextos reales haciendo uso efectivo de saberes científicos y matemáticos y desde su propia perspectiva cultural, los sistemas tradicionales de enseñanza saltarían en pedazos. Crear oportunidades de investigación, experimentación y solución de problemas en las aulas en base a casos tomados de la vida real, rompe el esquema de clase frontal y discursiva, entrega protagonismo a los alumnos y exige del profesor capacidades de observación y acompañamiento que antes no necesitaba para enseñar.
Si vamos a proponerle al docente que propicie aprendizajes como éstos, más complejos y exigentes, hay que proponerle un conjunto amplio de enfoques, estrategias y metodologías para lograrlos y evaluarlos; ciertamente, aquel o aquellos que resulten más pertinentes para ese tipo de resultados. Tradicionalmente se les ha ofrecido unas cuantas páginas de «orientaciones metodológicas» dentro del propio currículo, asumiendo que bastaba leerlas para operar una transformación profunda tanto en los enfoques pedagógicos y didácticos con los que ha enseñado siempre, como en sus prácticas profesionales. Ahora sabemos que las orientaciones generales no bastan, si sus lectores no disponen de los elementos de juicio, los instrumentos pedagógicos ni los repertorios metodológicos necesarios para entenderlas a cabalidad, ponerlas en práctica en el espacio del aula y verificar su logro.
El currículo no puede bailar solo
Estas tres medidas –priorización y especificación de aprendizajes comunes, gestión de los procesos de implementación y repertorios de recursos pedagógicos- necesitan puntos de apoyo complementarios en la política educativa. Por ejemplo, equipos muy profesionales de asistencia técnica en las regiones, que lleguen a las escuelas con mayor necesidad de apoyo, una por una, y acompañen a los maestros en sus esfuerzos de cambio y mejora profesional. Por ejemplo, instrumentos de autoevaluación del desempeño de maestros y directores, acompañados de planes de mejora continua basados en los desafíos identificados en cada caso.
Ocurre que ningún currículo por sí solo produce resultados, así sea perfecto. Los aprendizajes dependen fundamentalmente de las interacciones entre maestros y estudiantes, pero la calidad de este intercambio –para que ocurra a gran escala- se necesita sostener en algunas condiciones, como las dos mencionadas, que sólo la política educativa puede activar. Sólo en ese contexto de conjunciones y convergencias que orienten, retroalimenten y sostengan las prácticas docentes e incluso las de gestión escolar, es que el currículo puede cumplir su función.
Una tercera de esas condiciones, justamente, tiene que ver con las características de las instituciones educativas. Necesitamos sincerar las cosas y admitir de una buena vez que en el tipo de escuelas que tenemos no van a florecer los aprendizajes que queremos. Un currículo que apuesta por estudiantes curiosos y creativos, capaces de pensar con autonomía, de investigar su realidad, de argumentar sus ideas y discutirlas con otros con convicción y a la vez con apertura, no aplica en una escuela rígida, estereotipada, dogmática, uniforme y controladora. Pero –salvo honorables excepciones, que las hay- la mayoría de escuelas no mudarán de manera de ser si la política educativa no crea las condiciones, promueve los cambios, difunde información, articula esfuerzos de cambio y pone en vitrina los mejores esfuerzos de las escuelas más innovadoras.
Estas lecciones aprendidas de tres lustros de avances, esperanzas, tropiezos y frustraciones en materia de política curricular deberían servir de espejo a los esfuerzos, legítimos y necesarios, que ya se despliegan en el país para construir currículos regionales. Lo que no debiera ocurrir es que el producto de estos esfuerzos reitere los mismos errores y deficiencias que hicieron del currículo escolar un objeto de culto, muy difícil de arrancar de su pedestal para hacerlo entrar al espacio profano del aula. Lo que sí debiera ocurrir es que representen un hito de superación del enorme enredo en que fuimos caer cuando quisimos transitar de una enseñanza centrada en la transmisión de contenidos, a otra centrada en el desarrollo de capacidades. El país ya no resiste más de lo mismo.
No se trata, en suma, de derogar ni sustituir el currículo nacional, sino de priorizar un conjunto de aprendizajes que representen la voluntad de un país por resolver sus problemas y encarar sus desafíos. Si esa es una tarea generacional, la educación necesita asumir su responsabilidad con firmeza y consecuencia. Es allí donde el currículo debe convertirse en un factor atractivo y útil, jugando un papel orientador y facilitador, en vez de minimizar, confundir o dispersar la enseñanza, como ha venido ocurriendo hasta ahora.
Llegados a esta altura podremos dimensionar la magnitud del trabajo que necesitamos desplegar para que las demandas del currículo sean una fuente de atracción para los maestros. Una atracción tan irresistible como lo era el imán para las limas de acero en la historia de Wilde. Tan esclarecedora, convincente y práctica, que casi sin darse cuenta –aunque mejor dándose- todos los docentes del país terminen aproximándose más y más a los aprendizajes que prioriza así como a las rutas y a las herramientas que propone. Y que se peguen a él con satisfacción y entusiasmo, no empujados por sus supervisores ni por una obligación normativa, sino por una necesidad genuina que brote del raciocinio y extraiga más motivos de la piel y el corazón.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Fotografía (c) sPam.cl/ www.flickr.com
Lima, 04 de junio de 2012
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One Comment
Edwin Rolando
Maestro Luis Guerrero, la verdad que lo felicito por este acertado analisis sobre la realidad de la educación peruana, en el tema Curricular.
Me pregunto, ¿Cuanto tenemos que esperar para enrumbar a nuestro pais en el verdadero camino del logro educativo?