Cuentos

Distraído amor

Era una mañana fría. Había empezado a llover de manera persistente desde muy temprano. Estábamos mojados y entumecidos. No se veía a nadie en los alrededores. Prométame que se lo dirá, me dijo. Cuente con eso, le respondí, tratando de serenarlo hasta donde me era posible, no se preocupe por eso ahora. Hubiera preferido distraerlo con otra conversación porque su relato lo agitaba, pero no había forma. Si hablar de eso era lo que lo mantenía despierto, había que dejarlo.

Hacía media hora que esperábamos allí, pero no llegaba la ambulancia y los autos que pasaban por la carretera seguían su camino a gran velocidad, indiferentes a la desgracia de este infeliz que se desangraba en mis brazos.

El nuestro fue, como le explico, un amor distraído, me dijo, tomándome del brazo. Déjeme contarle, lo necesito. Nosotros nos amamos en secreto durante un año. Nos veíamos poco, estábamos siempre distraídos con nuestras familias. Ella con su esposo y sus problemas, yo con mi mujer y mis hijos, que ya eran adolescentes cuando nos conocimos.

Su marido es un comerciante de telas. La había llenado de comodidades a cambio de tenerla confinada en su casa. Cuando ella quiso retomar su profesión, vinieron las tensiones. El marido se oponía porque quería tener hijos y que ella se haga cargo, pero ella se cuidaba en secreto para evitarlo, no quería tener hijos con él. Nunca le pegó, pero la acosaba moralmente, se esforzaba por convencerla de la inutilidad de su vida sin él.

El cielo se fue congestionando más y la lluvia se volvió inclemente. Estábamos empapados y la sangre se deslizaba lentamente hacia la carretera tiñendo de rojo los charcos circundantes. Sabía que no debía moverlo, pero me desesperaba verlo morir sin hacer nada. Llevarlo en la moto era imposible, tampoco podía abandonarlo para ir por ayuda. Sentía que debía permanecer a su lado y esperar. El pueblo más cercano estaba a 80 kilómetros, la ambulancia tenía que llegar.

Sígame contando, le suplico. Explíqueme por qué ella no dejó al esposo.

Él tenía mucho dinero. Temía su venganza. Ya le había advertido que si quería marcharse se iría sólo con la ropa que tenía puesta. Además, también le daba gusto en todo, se sentía atrapada.

Y usted, ¿tampoco era feliz?

Al principio sí, vivimos con mucha ilusión el nacimiento de nuestros hijos. Pero después se fue haciendo evidente que el único objetivo de su relación conmigo fueron sus hijos. Desde que nacieron muchas cosas empezaron a cambiar. Todo su tiempo era para ellos. Construyó a su alrededor un mundo cerrado, cada vez que buscaba ingresar era bajo su supervisión, siempre alerta para juzgar y aprobar o desaprobar cada uno de mis movimientos. Era obvio que estorbaba, había obtenido lo que quería y no me necesitaba más que para pagar las cuentas.

El hombre hablaba con voz cada vez más débil. El torniquete que le apliqué en la pierna derecha logró contener la hemorragia de ese lado, pero tenía heridas abiertas en todo el cuerpo, la sangre manaba despacio por varios lados. Su DNI decía Ernesto Bríos, 45 años. Era ingeniero de sistemas. La ambulancia no llegaba.

Don Ernesto, dígame a qué familiar desea que llame. La señal entra con dificultad en medio de los cerros, pero podemos intentarlo. Hace una hora pude hablar con la ambulancia.

La vas a llamar a ella, pero no ahora. Hazlo después. Dile que nunca dejé de quererla. El hombre lloraba en silencio. Estaba rendido ante la muerte

Cálmese, todo se va a poner bien. Sígame contando, siga hablando por favor.

Ella fue mi profesora de marketing. Tomé ese curso porque me interesaba poner mi propia empresa. Cuando la creé, la contraté como asesora. Ella se sorprendió, me lo agradeció muchísimo. Era una mujer inteligente y alegre, muy creativa, cuando nos fuimos acercando más me contó su drama. Nos sentíamos a gusto estando juntos. Se sentía protegida conmigo.

¿Por qué no se fueron entonces, don Ernesto? ¿No era mejor eso que seguir sufriendo?

Es que ninguno de los dos quiso dar el primer paso, ella por temor, el haber buscado un trabajo había agravado los conflictos con su marido. En mi caso, porque quería esperar a que mis hijos ingresen a la universidad. Teniendo mayoría de edad, podía ser menos complicado seguir viéndolos. Además, no tenía mucho tiempo para vernos. Mis obligaciones siempre eran primero y a ella no la dejaban salir de noche.

Mi celular sonó. Era la ambulancia, estaba cerca ya, les imploré que aceleren. Ya llegan don Ernesto, mejor dejemos la historia aquí, la continuamos en el hospital.

El hombre estaba pálido, sus labios eran azules y temblaba. No dejaba de mirarme.

Muchacho, déjame terminar. Hace poco más de un año habíamos quedado en encontrarnos donde siempre, necesitaba definir las cosas, estaba decidido a dejarlo todo por ella, pero no llegó, después se justificó con mil pretextos. Me resentí, le reclamé, dejé de hablarle. La veía a diario en la oficina, pero no le hablaba. Después la llamé para hacer las paces, la extrañaba mucho. Pero fue cortante, me dijo que mejor llegábamos hasta aquí. Dejó de ir a la empresa. Nunca más respondió mis llamadas, nunca volvimos a vernos. Estaba desconcertado.

¿Cómo?, ¿así no más terminó?, ¿y usted no insistió en buscarla?

Al principio no, confiaba en que recapacitaría, que el amor sería más fuerte que el orgullo. ¿Por qué llevar todo tan lejos? Pero ¿sabe? Hace un mes me enteré por un amigo común que ella se separó finalmente del marido y que se fue con otro hombre a vivir a Baltimore. No entiendo hijo, no entiendo, ¿de dónde salió ese sujeto?, ¿cuándo se conocieron? Ella me amaba a mí. Yo estaba seguro de eso.

Fue entonces que el sonido de las sirenas empezó a rebotar por las paredes de las montañas. La ambulancia estaba cerca, al fin. Pero la angustia del relato de este hombre era ahora la mía.

Ya vienen por usted, se va a poner bien, ya lo verá…

La ambulancia se lo llevó, yo los seguí en la moto hasta la ciudad, hasta el hospital general. La ayuda, sin embargo, llegó tarde. Ernesto Bríos murió en el camino.

Luego la policía pidió mi testimonio. Una cosa me intrigaba. ¿Qué hacía este señor deambulando solo en la carretera a Antabamba a esa hora de la mañana, a 2 mil quinientos metros sobre el nivel del mar? Los policías me contaron que hallaron su auto despistado en una quebrada. La primera impresión fue la de un accidente, pero encontraron después entre los fierros retorcidos del carro una carta de despedida dirigida a su esposa y otra a sus hijos. El hombre quería matarse. El detalle es que él no estaba allí. Yo lo encontré arriba, tirado en la carretera.

Semanas después, leí en un diario el testimonio inesperado de unos campesinos, testigos del accidente. Dicen que el hombre estacionó su vehículo en el borde del camino y permaneció al volante llorando por largo rato. Luego bajó, empujó el auto al precipicio y se puso en cuclillas con las manos en la cabeza. Era de noche. El camión no lo vio.

Lima, julio de 2023

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

One Comment

  • Rocio

    El misterio de la muerte… La deseperación que se puede sentir por no comprender algo que te ha pasado en la vida y sentir que la muerte llega a paso lento… Una buena historia Lucho. Espero la siguiente!!!

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