Descubrí que este conocido adagio es el nombre de un cuento de Jacques Sternberg publicado en 1957, aunque la frase pertenecería al poeta francés Edmond Haracourt, nacido a mediados del siglo XIX. No importa. No he encontrado mejor frase para expresar cómo la ausencia prolongada o definitiva de alguien entrañable representa una experiencia de muerte para los que se quedan. Mario Benedetti ha partido hace pocos días y algo ha muerto en mí mismo. Me encontré con sus versos a mediados de los años 70, en el inicio de mi vida universitaria. Más tarde leería La Tregua, sus otras novelas y después sus cuentos. Con todos ellos fui construyendo respuestas a la larga lista de preguntas que brotaban de cada intensidad que me tocó vivir en esos años, tiempo difícil plagado de controversias políticas, sociales y otras muy mías.
Su sencilla, profunda, sabia y auténtica literatura alimentó mi sensibilidad social y mi sentido común frente a la vida, y me ayudó a caminar con menos inseguridad sobre esa tenue línea de frontera entre el desencanto y la esperanza, el amor y el desamor, la alegría y la tristeza, el temor y la confianza, pero siempre en dirección a la solidaridad y a la utopía, a la irrenunciable utopía de una sociedad más justa. Como diría Kavafis, siempre en camino a Ítaca, aún sin certezas absolutas y más allá de toda tentación de retorno. Se retrocede con seguridad pero se avanza a tientas, decía Mario. Pero se avanza siempre.
«Hermano cuerpo estás cansado/ desde el cerebro a la misericordia» escribió hace poco. Y tenía razón. Mario ya no está, su cuerpo no resistió más el inmenso trajín de una vida vivida, como el diría, «a ras de sueño». Pero saberlo allí, firmando autógrafos en cualquier librería madrileña o escribiendo su penúltimo libro, le daba a uno esa misma confianza que me otorgaba el saber que su «Inventario» estaba en el estante, siempre a mano, aunque no necesitáramos abrirlo a diario para repasar los poemas que ya teníamos grabados en el corazón.
Hay que amar con horror para salvarse, decías Mario. Tu vida fue un testimonio de eso y yo necesitaba testimoniar también, aún así, tan tenuemente, con vergonzosa modestia, todo lo que me dejas, bastante más que el astillero en que reparabas tus sueños o el pájaro aleatorio que surge del crepúsculo, la tajada de tu sombra o tu maceta con hierba buena. Te quedaban, en efecto, tantas cosas por legar y, sin embargo, ya no habrá ocasión para que escribas esta vez tu testamento de viernes.
Lima, 18 de mayo de 2009
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