Memorias

Estoy verde

Casi no voy al concierto ¿sabes?. Tenía las entradas, pero solo, no, no lo hubiera hecho solo. Lo hice hace tres años, cuando se presentó Milanés en Bogotá. Y aunque las circunstancias fueron las mismas -un ­jugador que desiste horas antes del partido- aquel fue un coliseo, con tribunas, multitudes y tormenta y una noche lo suficientemente oscura, a pesar de los rayos, como para pasar desapercibido. La losa deportiva de la Universidad de Lima no era, como comprenderás, un escenario gualmente propicio.

Sería largo de explicar por qué no te avisé antes. Habrás de saber que hasta en los ejércitos más disciplinados existen ­deserciones y yo lamenté alguna aquella tarde. No vale la pena recordarlo ahora. Pero la otra mitad de mi argumento, por cierto, es quizás más pertinente, amiga mía. Tú perteneces a una galaxia inaccesible a mi deseo. Desde la distancia que separan mis ojos de la luna más visible de Júpiter, no puedo más que quererte con el mejor de mis instintos maternales (que también los tengo). No me apeno de ello y espero que a ti no te moleste.

Si no te he llamado antes para averiguar de tus ­andanzas, siempre imprevisibles, siempre emocionantes, ha sido sólo por dejar que se te pase el enojo. Tratándose de ti, extrañada fierecilla, comprenderás que no era poca cosa. Pero también para que el tiempo te haga ver que, a pesar de los malos entendidos, fuiste siempre un entrañable, ­intenso, enorme objeto de cariño de este remendado ­corazón, en remate ahora.

Los Enanos Verdes, sin embargo, tienen poder ­limpiador ¿verdad?. Y aquella noche de miércoles, francamente inolvidable, como la que vivimos dos años atrás colgados de una enredadera de maracuyá en el viejo Parque Salazar, era la indicada para borrar todas las manchas. Desde la infinita y zigzagueante cola que tuvimos que hacer, dos horas antes del concierto, hasta el providencial taxi en que te llevé a tu casa, a las 3.30 de la madrugada del jueves, todo acumuló ­material para el recuerdo.

El inventario puede ser exuberante. La ubicación tan próxima al lugar de los hechos, que tuvimos que proteger del entusiasmo ­colectivo, incluso cuando decidiste ir al baño a mitad del concierto y me dejaste a cargo del metro cuadrado tan esforzadamente ­conquistado. El balanceo de rigor en las canciones ­lentas y los saltos aeróbicos en las rápidas, que amenazaban la estabilidad de todos los que exhibíamos menos del metro ochenta y cinco de los gorilas que nos tocó de vecinos. La notable performance de Gianmarco y la ­inmediata rectificación que debimos hacer ambos a la injusta caricatura que teníamos del muchacho. Y, por su puesto, Marciano, Felipe, el Gordo -cómo se nota que han crecido, Che- inobjetables como ­siempre, haciendo estallar de euforia o encoger de tristeza a cinco mil corazones jóvenes (el mío incluido) al compás de Tus viejas cartas, Igual que ayer o El extraño de pelo largo.

Convendrás conmigo. Esa noche, empezando por tu amable e inesperada compañía, todo fue agradable, ­divertido, cien por ciento memorable.

¿Te acuerdas de ese muchachito de catorce que ­estaba a nuestra diestra?. Era un fanático culto. Conocía todas las letras. Recordaba ­todas las melodías. Hasta las cuatro canciones del último BING BANG, además de ­Lamento Boliviano, por ­supuesto, fueron coreadas con admirable fidelidad por el mocoso. Mejor no hablemos de amor, Yo pagaría, HIV… todas. Grandioso ¿no?

No te lo dije, pero no pude evitar evocar la imagen de mi hijo mayor, un contemporáneo de este adolescente, como sabes, alejado por las circunstancias desde hace varios, varios años. Pero esa noche ­comprendí al menos, que la música puede aproximar soledades y disipar miedos, aliviar culpas o reciclar con mágica facilidad las siempre ­esquivas ganas de vivir y amar, más allá de las edades, las distancias y las épocas. Si él hubiera sido el personaje, el adolescente de esa noche habría sido yo.

Demasiadas emociones juntas ¿verdad?. Juntas, además, en una suerte de batido masoquístico, inevitable de beber. No lo puedes entender, pero ­llegué al campus muy emocionado. Quizás, más de lo ­recomendable para ocasiones como ésta. Por eso, no lo hubiera resistido solo. Y aunque suenen egoístas estas frases, fuiste en aquel rato el salvoconducto ­preciso para ingresar y salir ileso, y por la puerta grande, de aquel pequeño mundo de felicidad estereofónica. No lo olvidaré.

Ayudáme ahora, Che Cantero, a expresarle a mi ­adorable amiga los sentimientos que resumen este hermoso sueño prestado por segunda vez. ¿Con cuál? Ah, sí, por supuesto, claro que la recuerdo: «Espero que el tiempo ahora no borre esa gente que tanto amoporque sin ellos no valgo nadasu almaes mi alimento».

Gracias, Marciano.

Lima, 21 de marzo de 1994

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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