Pedagogía

Eulogio, el de la memoria

Mi amigo Eulogio Martínez había hecho ostentación desde pequeño de una memoria prodigiosa para las palabras. Digo las palabras, porque Eulogio, la verdad sea dicha, no tenía ni una pizca de memoria para la música. Jamás pudo recordar ni siquiera la melodía del Happy Birthday y cuando empezaba a cantar el himno en cualquier ceremonia oficial del colegio, sus compañeros no teníamos donde correr. Eulogio tampoco tenía memoria para los números. Recordar fórmulas y procedimientos matemáticos era su karma, aunque se defendía con las uñas, lo suficiente como para no quedar mal, no peor que nosotros al menos, lo que era decir mucho.

Pero Eulogio cogía un libro cualquiera, el de lenguaje, historia, geografía o botánica y sus ojos se convertían en portentosas cámaras fotográficas, activándose en su cerebro una suerte de hemeroteca neurológica capaz de archivar con minucioso orden cada una de las frases, diagramas y datos contenidos en los textos. Lo mismo ocurría con sus cuadernos, en los que uno podía encontrar registrado hasta el último suspiro del profesor, en su más exacta onomatopeya. No había expresión o cita dicha en clase que este verdadero maestro en al arte del recuerdo no tuviera perfectamente anotada.

Eulogio detectó muy pronto, desde el incio de la primaria, cuáles eran las reglas de juego, el sencillo secreto que lo trasladaría rápido del más oscuro anonimato a la condición de iluminado ejemplo-para-los-demás. Lo único que tenía que hacer para tener éxito, notoriedad y diploma de aprovechamiento, era poner en las pruebas las palabras del profesor y, de paso, cuando tocaba, las de los sempiternos Ponz Muzzo, Telmo Salinas o Pulgar Vidal. Sus maestros sonreían de satisfacción cuando leían en los exámenes de Eulogio extractos literales y bien condensados de sus discursos en clase. Es decir, les daba inmensa felicidad leerse a sí mismos. Eulogio los complacía, siempre y bien.

Demás está decir que el Dr. Memoria no sólo no entendía nada de lo que ponía en sus pruebas, sino que en la mayor parte de los casos, le importaba un cuerno. Pero a nuestros profesores eso no les preocupaba mucho. Nunca supimos de ninguno que perdiera el sueño porque entendiéramos lo que nos decían o lo que escribíamos en el examen. Sólo que correspondiera palabra a palabra a lo que nos dijeron en clase. Claro, Eulogio sólo tenía que revisar su cuaderno y el libro el día previo al examen, y las imagenes de alta fidelidad de cada una de sus páginas quedaban registradas, archivadas y listas para ser usadas al día siguiente. Por eso era odiado, en verdad. Porque a los demás, penosamente desprovistos de semejante don, sólo les quedaba copiar, a todo riesgo.

Howard Gardner diría hoy al amparo de sus investigaciones, efectuadas desde Harvard a fines de los años 70, que el buen Eulogio había nacido genéticamente dotado de una estupenda inteligencia lingüística, razón por la cual tenía una gran facilidad para, entre otras cosas, recordar y reproducir palabras o discursos -no necesariamente números o melodías- de la manera más fehaciente posible. No era el caso, probablemente, del resto de la clase.

El asunto es que Eulogio, el de la memoria, le guste o no a estas alturas de su vida, puede ser considerado aún hoy el prototipo del alumno aplicado dentro de un sistema de enseñanza basado de manera casi exclusiva en la capacidad de recordar de los estudiantes. Que aprender es retener y repetir información es un paradigma que arrastramos desde la fundación misma de los sistemas educativos en occidente. Se ha vuelto tan obvio para casi todos, que cuando se formulan críticas a una educación esencialmente discursiva y memorística, ajena a la comprensión, al pensar crítico y creativo del que aprende, no son pocos ni de pocas esquinas los que emergen catapultados por la indignación, haciendo encendidos elogios de la memoria.

En el monumental trabajo escrito por Gardner en 1985, titulado «La nueva ciencia de la mente», dedica todo un capítulo a discutir la supuesta racionalidad del ser humano. Apoyado en notables investigaciones contemporáneas, como las efectuadas por Johnson-Laird, un vanguardista en el campo de la ciencia cognitiva, busca establecer hasta qué punto las personas actuamos lógicamente en cada episodio de nuestra vida diaria y apelamos a la lógica para resolver toda clase de enredos. La conclusión parece obvia, pero no lo era para Aristóteles: el pensamiento lógico es, en efecto, una capacidad humana pero no un rasgo que nos identifica como especie. En buen romance, esto significa que los humanos tenemos lógica, pero no somos lógicos.

En esa misma línea argumental, podríamos decir que las personas no somos nuestra memoria, aunque tenemos una, sin duda y necesitamos de ella para muchísimas cosas ¿Quién en su sano juicio podría salir a denostar la memoria como facultad humana sin sentir rubor y proclamar, en nombre del razonamiento, su abolición en todas las escuelas? Pero de ahí a identificar el aprendizaje con la capacidad de recordar -mal que le pese a Platón- hay un triple salto mortal que las instituciones escolares hacen dar a los alumnos cada día y por eso aparecen desfigurados en todas las fotografías que les toma el Ministerio de Educación cada vez que hace una evaluación nacional.

No queremos una educación que siga invitando a los peruanos a copiar y repetir. La memoria es útil cuando se pone al servicio de la capacidad de pensar y de crear, no cuando se nos vende envasada en pomitos que dicen «aprendizaje», así se use para imitar y reproducir los fragmentos más exquisitos de la cultura universal. Lo que no quiere decir, Eulogio, que se le deba hacer ascos a la cultura universal.

En el país tenemos un currículo de educación básica que es expresión -con todos sus altibajos- de un esfuerzo honesto por saltar de un currículo basado en la memorización de contenidos de información a un currículo basado en el desarrollo de la capacidad de actuar de manera razonada y eficaz en distintos ámbitos. En la mayor parte de nuestros centros educativos, sin embargo, sobre todo en las zonas más pobres del país, nuestros niños y adolescentes siguen aprendiendo -aprendiendo digo, es un decir- las partes de la planta, todas las palabrejas asociadas a la fotosíntesis, las clases de mamíferos, la denominación de los huesos y de todos los ríos del Perú o el nombre del casi centenar de presidentes que hemos tenido desde que dejamos de ser colonia. Y no me digan ahora que saber estas cosas no está mal, si “saberlas” significa recordarlas hasta el minuto en que deban repetirse puntualmente en una prueba de marras, para después olvidarse sin amargura.

Lo siento Eulogio. Tu, con tu memoria portentosa, fuiste el prototipo del buen estudiante cuando los Beatles estrenaban Love me do. Y aunque en tu madurez descubriste que pensar era mejor que limitarse a recordar, se cuánto te apena que en plena era de Bjork o Brian Eno, en las escuelas del siglo XXI sigas siendo el modelo.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
Foto (c) Foro Educativo-Julio Ugaz Carranza
Cusco, 16 de diciembre de 2006

 

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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