Rodolfo todavía estaba consciente cuando fue introducido en la ambulancia con quemaduras de tercer grado, pero no alcanzó a ver el momento en que llegaba la camioneta gris que manejaba su esposa y que traía también a sus tres hijos. Movía desesperadamente los ojos. Los enfermeros atribuían el gesto al dolor, a pesar de la inyección de metadona que se le aplicó.
Su mujer tampoco imaginó que la ambulancia que se le cruzó en el camino al bungalow llevaba a su marido en estado grave. Pero se le encogió el corazón cuando encontró a la policía y a los vecinos de los otros bungalows reunidos. Nadie sabía lo que había ocurrido, salvo el hecho de haberlo visto salir gritando de la pequeña cabañita de madera que habían alquilado por el fin de semana. No había ningún signo de incendio o de explosión a su interior. Ella dejó a sus tres hijos adolescentes en la casa y dio la media vuelta para dar el alcance a la ambulancia.
Eran las once de la noche. Rodolfo se les había adelantado porque ese viernes por la mañana llegaba de un viaje de trabajo y acordaron que no pasaría por la casa. El resto de la familia debía llegar después del almuerzo, pero Marta, su esposa, se retrasó en el trabajo. La casita lucía tan encantadora como lo mostraban las fotografías en la Web.
Rodolfo había comprado en el aeropuerto unos sánguches. Eso almorzó mientras contemplaba el lindo paisaje que ofrecía el bosque de pinos desde el amplio ventanal de la sala. El silencio del lugar era imponente. Sabía que sería desplazado por las risas y los gritos de sus hijos cuando llegaran, por eso quiso venir antes y aprovechar ese momento de paz.
Además de las aves, hubo un sonido que le llamó la atención. Parecía que alguien estaba cortando leña. El sonido seco del hacha sobre el tronco era nítido. No le hizo mucho caso, pero era persistente. Entonces salió a explorar los alrededores. No había nadie. Los otros bungalows, que no eran más de seis, estaban a doscientos metros de distancia y no había llegado nadie aún. Debe ser el eco, pensó.
Se recostó en el sofá de la terraza y entró un mensaje de su esposa: llegaremos a las diez de la noche, lo siento, se complicó todo en el trabajo. Entonces regresó a la sala, sacó un libro de su maletín y se tiró en la alfombra a leer un rato. Tendría la tarde para él. Fue cuando volvió a escuchar el mismo sonido. Nítido, persistente. No le hizo caso y siguió leyendo hasta que sus ojos se cerraron de cansancio. Cuando despertó eran las seis de la tarde.
El frío bar del bungalow estaba bien surtido. Sacó una cerveza y se paró frente al ventanal a contemplar la puesta de sol. Ahora empezó a escuchar el sonido de la leña al quemarse. Ya entiendo, pensó. Estaban preparando una fogata. Se puso la casaca y salió a mirar. El lugar ya estaba en sombras y no se veía fogatas en ningún lugar, pero sí autos en los otros bungalows. La gente empezaba a llegar.
Decidió entrar y desembalar su equipaje. El sonido de la leña ardiendo se hacía más audible. Regresó a la sala y encontró la chimenea encendida. ¿Quién había hecho eso? ¿El personal de mantenimiento? Salió nuevamente a mirar. Había luz en los otros bungalows, pero todo era soledad y silencio.
Regresó a la cabaña. Se quedó contemplando la chimenea por un instante sin saber qué hacer, hasta que vio humo saliendo de los dormitorios. Entró y vio las paredes de bambú en llamas. Cogió un cubrecama e intentó apagar el fuego, pero fue inútil. Llamó desesperado a la administración para dar la alerta. Entonces vio que una parte del techo de madera estaba también incendiándose. Antes de que pudiese reaccionar, su ropa se encendió de pronto y salió de la casa gritando de dolor.
En camino al hospital, algo llamaba la atención de los enfermeros. Tenía todo el cuerpo quemado, pero su ropa estaba intacta. Mientras tanto, sus hijos en la cabaña esperaban preocupados noticias de sus padres, intrigados a la vez por el sonido persistente que hace el hacha sobre el tronco al cortar leña.
Lima, 16 de agosto de 2021
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