Escuela

A dos cincuenta la hora

No había razón para perder el año. Todos en esa escuela lo sabían. En honor a la verdad, estas opciones estaban a disposición de los muchachos desde hacía varios años. Podía decirse que era parte de las tradiciones del colegio. Y los padres de familia no sólo lo sabían sino que hacían uso de ellas.

Carmen, por ejemplo, con traumáticas y continuas dificultades en el campo de las matemáticas, había solucionado su problema matriculándose en las clases de nivelación que su misma profesora de grado ofrecía a sus propios alumnos los días sábados por la mañana. Una mañana extra de clases cada semana por el resto del año, a sólo dos soles cincuenta la hora por estudiante, era suficiente para que todos los inscritos revirtieran sus bajas notas, no necesariamente sus dificultades de comprensión. Los únicos que mantenían su bajo record académico en el salón eran, coincidentemente, los no inscritos, lo que llevaba a la maestra a retar frecuentemente a sus padres a «hacer algo por sus hijos» matriculándolos en la nivelación sabatina.

El problema de Pamela en la secundaria era con la historia. Fechas o nombres de lugares y personajes siempre se le confundían a la hora del examen, pese a sus esfuerzos denodados por recordarlo todo. Pero Pamela sabía que cualquiera que estuviera en riesgo de repetir ese curso podía salvarlo en el último bimestre con un sencillo regalo de navidad. Sólo había que decírselo al profesor con elegancia. Algo así como mi mamá quiere agradecerle su dedicación con un modesto panetón y una botellita de champagne, para que celebre su navidad en compañía de su familia. Quién podría tomar a mal un gesto tan tierno.

La profesora de comunicación vendía productos de belleza, de esos que se ofrecen con catálogo y se venden al crédito, es decir, me lo pagas a fin de mes. No les será difícil imaginar quién era el público al que había convertido en su principal clientela. Acertaron. Las madres de familia del salón. Susana, a sus 13 años de edad, era la alumna más destacada en comunicación, con las más altas calificaciones a lo largo del año. Pero escuchen esto: la madre de José era de lejos la mejor clienta de la maestra, por la cantidad de productos que le compraba todos los meses. Susana lo sabía, por eso no le llamó la atención que a fin de año, José terminara primero en el cuadro de méritos, pese a tener un promedio bastante inferior a ella. No merezco este diploma, le dijo José desconcertado. No te preocupes le respondió la niña, déjalo así.

Francisco, de 9 años, cuenta que sus maestros hacen colectas frecuentes entre los padres para sacar fotocopias. El procedimiento es interesante: primero fotocopian el material y anuncian que su uso es obligatorio en clase, luego advierten que el niño que no paga no lo recibe, lo que significa que no podrá trabajar como sus demás compañeros. Así, el padre de familia sabe que no pagar tendrá malas consecuencias en el rendimiento de su hijo. Lo que no sabe es que estas colectas suelen dejar utilidades, pues la tarifa ha sido calculada para poder invertir en las fotocopias no más de la tercera parte de lo recaudado.

Todas estas historias son reales y la testimonian los niños en voz baja con una naturalidad espeluznante, siendo parte del paisaje de muchas escuelas. Esta es la institucionalidad enferma y oscura que la política educativa necesita transformar para que los aprendizajes dejen de ser una broma de mal gusto. Hasta pronto.

Luis Guerrero Ortiz
El río de Parménides
Coordinadora Nacional de Radio
Fotografía © sordojr/ www.flickr.com
Lima, 12 de febrero de 2009

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

2 Comments

  • Anónimo

    He leído con atención tu post y por desgracia refleja una realidad actual. Ese problema de las fotocopias “sugeridas” por algunos docentes y posteriormente “cobradas” con diversos fines (que no todos malos pero sí algunos), el impartir clases de regularización a los propios alumnos o venderles cosas/dulces con diversos pretextos es el dia a día de algunas escuelas.
    Lo malo es que se habla de profesionalización y del deseo de un salario de profesional de la educación y por otro lado se incurre en prácticas de este tipo que dejan mucho que desear.
    Saludos y te sigo leyendo
    angelesb

  • Carlos Angeles

    A dos cincuenta la hora y a peseta lo aprendido, no solo hay una clamorosa ausencia de ética profesional sino una irresponsabilidad flagrante del padre o madre de familia que se somete a esta venta encubierta de notas y calificaciones.

    Por supuesto que es más fácil reparar carencias y falta de supervisión en casa con precisamente unas monedas sin tener en cuenta lo caro que le resultará más tarde al estudiante carecer de aquello que cree haber comprado.

    Muchas gracias por hacer de los temas cotidianos un motivo de reflexión, nos hemos acostumbrado de ver estas cosas casi como normales y corrientes.

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