Curriculo,  Evaluación

La lectura en su laberinto

Jorge Luis Borges, en uno de sus cuentos, relata la historia de un rey de Babilonia que mandó a construir alguna vez un laberinto «tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían». Con la intención de burlarse, invitó un día a un rey de Arabia, de visita por su corte, a entrar en el laberinto, del cual logró salir luego de muchas horas de angustia, vergüenza y confusión invocando a Alá. De regreso a su reino, el burlado monarca organizó una invasión a Babilonia, capturó a su soberbio rey y lo llevó hasta Arabia, dejándolo en medio del desierto, no sin antes advertirle: «en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso». El derrotado rey murió de hambre y de sed luego de vagar durante días sin hallar la salida.

A veces me pregunto en cuál de los dos laberintos nos hallamos cuando buscamos la respuesta a la pregunta por qué fracasamos en lograr que los niños y niñas de segundo grado de primaria aprendan a leer y a entender lo que leen. El primero está plagado de respuestas confusas, simplistas, parciales, sesgadas o falaces, expresadas a veces con tanta convicción y coherencia o de un modo tan categórico que nos hacen entrar por la puerta equivocada. El segundo está limpio de obstáculos que nos impidan avanzar, pero no nos alcanza la visión para distinguir el punto del horizonte hacia dónde dirigir los pasos, ni la paciencia para emprender la larga marcha bajo un clima agobiante.

A riesgo de perderme o de levantar pasadizos y complicaciones adicionales a los que ya existen, siento la irresistible necesidad de ensayar mis propias explicaciones.

Comprensión lectora ¿Un fenómeno de masas?

En primer lugar, hay que admitir una dificultad de entrada. Se supone que los niños que terminan segundo grado de primaria deberían estar en condiciones de leer y entender toda clase de escritos. Esto significa poder encontrar información al inicio, al medio o al final del texto que están leyendo, aún si estuviera escrita de manera diferente a la pregunta que se le hace, reconociendo a la vez el orden de los hechos que se describen. Significa también distinguir de qué clase de texto se trata y el objetivo de su autor con sólo leer el título, sus imágenes o su forma; así como anticipar el contenido de una imagen o texto a partir de algunas pistas, sabiendo comprobarlo durante o después de la lectura. Significa asimismo poder deducir el tema central de un texto y su propósito, cuál es la causa de los sucesos que allí se mencionan, el significado de las palabras o las cualidades de los personajes, partiendo de la información que el texto le ofrece. Finalmente, significa poder formular una opinión sobre el texto y explicar por qué está o no presente un determinado elemento.

La última evaluación censal efectuada el 2011 indica que sólo un 28% de niños de esa edad en todo el país puede hacer eso y que la cifra ya tocó el techo. Lo que me intriga es saber cuántos adultos podrían hacerlo también. Una amiga, docente universitaria en la cátedra de literatura, me decía hace poco al tomar nota de las competencias lectoras demandadas para el segundo grado: «mis alumnos tienen 20 años y la mayoría no sabe leer así». Luego de casi dos décadas de docencia en educación superior, en el nivel de posgrado, yo podría afirmar lo mismo.

En todos los casos, estamos tropezando con un producto de la educación escolar, que se ha esmerado en cultivar en numerosas generaciones la capacidad de recordar y repetir textos escritos, no de analizarlos ni de entenderlos. Peor aún, que ha elevado la escritura a la categoría de un saber sagrado, que sólo en la perfección de su forma lingüística y caligráfica puede salvarse de la abominación de los dioses y la expulsión del paraíso. Como alcanzar la perfección es complicado, la mayoría de nosotros terminados arrojados al mundo de los mortales, convencidos de que todo lo que tenga que ver con la lengua escrita nos está vedado o, en el mejor de los casos, restringido al nivel más simple, básico y elemental de la escala sacra.

Naturalmente, los maestros que deben enseñarle a leer a los niños en el nivel de habilidad que demanda el currículo, son producto de esa misma educación. Ese solo dato nos plantea una paradoja, que no es novedad, pero a la que no hemos prestado me parece la suficiente atención: los docentes de hoy tienen el encargo de promover en sus estudiantes las competencias lectoras que el sistema escolar ni la formación profesional cultivó en ellos. ¿Tendríamos que hacer algo al respecto?

Lo que la política educativa ha hecho durante todos estos años es ofrecerles capacitación didáctica, es decir, los ha informado sobre las secuencias de pasos que deben aplicar en sus aulas para que sus niños aprendan a leer comprensivamente a consecuencia de ellos. También les ha dado capacitación teórica, es decir, les ha dado información lingüística sobre la escritura y el idioma. ¿Y las competencias lectoras? En sentido estricto, los maestros por razones obvias deberían estar en el nivel 5 de la escala de PISA, es decir, en el estándar más alto de habilidad lectora. ¿Entregarles información didáctica y gramatical era el camino para que puedan desarrollarlas? ¿Nos hemos detenido a pensar en esto?

Ahora bien, los reflectores apuntan a los maestros no sin motivo, pero ¿No somos hijos también de la misma educación los directores de escuela, los padres de familia, los funcionarios de educación y hasta los formadores de maestros? ¿Significa algo el hecho de que la sociedad adulta que vive y se mueve alrededor de las escuelas donde los niños aprenden a leer, no lea, lea banalidades, lea poco o lea mal?

Emilia Ferreiro dice que la escuela no alfabetiza para la vida sino para la escuela, es decir, para que los niños puedan apenas escribir la tarea o leer los textos escolares. No se les hace ingresar al mundo escrito para que puedan comunicarse mejor con sus semejantes sino para que memoricen y apliquen las normas lingüísticas. Luego, leer y escribir son cualidades que se abandonan o subordinan cuando estamos fuera de la escuela, no tienen uso social. Me pregunto entonces, cuando hablamos de las cinco capacidades lectoras que los niños deben lograr en segundo grado ¿Cuántos adultos fuera de la escuela entenderán lo que estamos queriendo decir y su trascendencia? ¿Tendremos a las familias como aliadas? ¿O seguirán asociando saber leer con la entonación fluida y melodiosa de un texto en voz alta? ¿Y confundiendo saber escribir con copiar con buena letra y sin errores textos producidos por otros? ¿Este otro dato será importante? ¿Tendríamos que hacer algo al respecto?

Lectura y escritura: un divorcio forzado

En segundo lugar, a alguien se le ocurrió alguna vez con criterio pragmático que el aprendizaje de la lectura podía separarse del aprendizaje de la escritura, como se acostumbraba hacer hace miles de años en la antigua China, Sumeria, Egipto o América Central, donde se inventaron los primeros sistemas de escritura, quizás porque era más sencillo de medir a través de pruebas estandarizadas que la producción escrita. Luego, todos hemos asumido sin mayor discusión que esta separación es válida y nos hemos concentrado en enseñar a leer, perdiendo de vista cuestiones fundamentales.

La primera es que el sistema escolar no introduce a los niños a la lengua escrita a través de la lectura sino de la escritura y lo hace a través de procedimientos arcaicos, pedagógicamente opuestos a los que sustentan el aprendizaje de una lectura comprensiva. No es ningún secreto a estas alturas que la gran mayoría de estudiantes sigue siendo iniciado mediante la transcripción continua de letras, sílabas, palabras y oraciones, así como de técnicas repetitivas y monótonas, que ponen más cuidado en la forma que en el contenido, donde la gramática o la caligrafía y no la creatividad ni la eficacia comunicativa son la medida del logro. Este tipo de iniciación, tampoco es un secreto, está asociada a censuras constantes y vergüenzas públicas, con su secuela de inhibiciones y fobias que convierten la escritura en un objeto indeseable, además de mecanizaciones irreflexivas en la técnica de escribir para copiar dictados o transcribir pizarras sin pensar ni entender nada. En ese contexto, a los niños se les enseña a leer. ¿Este dato será importante? ¿Tendríamos que hacer algo al respecto?

La segunda es que la lectura como necesidad y el entendimiento pleno de su contenido brota de manera natural cuando se trata de textos producidos por uno mismo. En la época de los escribas, los textos que debían redactarse o leerse siempre eran ajenos, eran textos oficiales proporcionados por la autoridad y quienes dominaban la técnica de reproducirlos de manera gráfica u oral no tenían permiso para producirlos por sí mismos. A cinco mil años del surgimiento de la escritura ideográfica de los sumerios, en la antigua Mesopotamia, estamos en las mismas. Producir textos de manera libre y creativa no forma parte del proceso de aprendizaje, siendo que los niños están destinados a aprender a leer sólo a través de textos oficiales, reforzando la noción de que los objetos escritos son algo divino que no pueden salir así no más de la cabeza ni de las manos de seres inferiores.

Mario Vargas Llosa dijo en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura 2011, que tuvo la suerte cuando niño de tener al lado personas que lo querían, lo alentaban y le contagiaban su fe en su capacidad de escribir, gracias a las cuales pudo dedicar buena parte de su tiempo «a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte en un espectáculo pasajero». Confesó también que sus primeros escritos «fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final».

Así, lectura y escritura necesitan constituir piezas de un mismo circuito de aprendizaje, teñidos de disfrute y de libertad creativa. Quien descubre la fascinación de escribir y produce escritos, se motiva y refuerza en su necesidad de leer. Lamentablemente, ese no es el circuito que predomina en las escuelas sino más bien –y esto es inocultable- la lógica de los antiguos abecedarios, silabarios, bestiarios o catones que circulaban en el siglo XIV. ¿Este dato será importante? ¿Tendríamos que hacer algo al respecto? ¿O seguimos aislando la lectura como un aprendizaje independiente, donde la modernidad de la pedagogía que conduce a la comprensión puede convivir sin problemas con el anacronismo de la que conduce a la escritura?

Los poderosos prejuicios

En tercer lugar, como está demostrado hasta el cansancio, la subestimación de los niños en las escuelas no sólo es un hecho macizo e indisimulable sino estructural. Las escuelas, tal como las conocemos en occidente, nacen históricamente en base a una comprensión de la niñez como una etapa de la vida inocente y buena, pero necesitada de cuidado y educación debido a su fragilidad y su falta de razón. Esta imagen de pureza, vulnerabilidad e incompetencia ha calado profundamente en el mundo escolar hasta nuestros días, a contra corriente de todas las evidencias aportadas a favor de las capacidades infantiles por un siglo de investigaciones. Es la imagen que justifica una pedagogía que subordina a los niños a las órdenes e indicaciones de los adultos y no les reconoce posibilidades de crear un texto desde sí mismo ni de producir una interpretación válida distinta de la de su maestro.

Emilia Ferreiro, que ha constatado esta subestimación en todas las latitudes hasta límites exasperantes, afirmaba que una de sus principales tareas como investigadora ha sido demostrar que los niños piensan: «No podemos reducir el niño a un par de ojos que ven, un par de oídos que escuchan, un aparato fonatorio que emite sonidos y una mano que aprieta con torpeza un lápiz sobre una hoja de papel. Detrás (o más allá) de los ojos, los oídos, el aparato fonatorio y la mano hay un sujeto que piensa y trata de incorporar a sus propios saberes este maravilloso medio de representar y recrear la lengua que es la escritura, todas las escrituras».

Ahora bien, si el solo hecho de ser niño presupone incompetencia, desestimando la autonomía como principio pedagógico ¿Imaginan cuánto más desciende en la escala de valoración de la escuela un niño que, además, es pobre, provienen de una familia con dificultades, tiene una lengua materna distinta al castellano o posee alguna discapacidad? Como sabemos, está demostrado desde hace mucho cómo la subestimación influye en las capacidades de las personas, pues las inducen a asumir y actuar las limitaciones que les adjudican de manera reiterada. Coincidentemente, uno de los ingredientes que se encuentran en las escuelas pobres donde sus estudiantes sí aprenden es el de las elevadas expectativas depositadas en ellos por sus maestros.

Por supuesto, esto tampoco es novedad. Por décadas se han acumulado las investigaciones que demuestran que las escuelas en sectores de pobreza pueden obtener buenos resultados si reúnen determinadas características.

Un estudio efectuado por Cristián Belleï, Gonzalo Muñoz, Luz Maria Pérez y Dagmar Raczynski, promovido por UNICEF-Chile el año 2003, propuso cinco. Una de ellas, que directores y profesores crean sinceramente en las posibilidades de aprender de sus alumnos, más allá de su situación social y económica, motivándolos continuamente, en un clima de comunicación interna basado en la confianza, donde los conflictos se reconocen y solucionan con respeto. Otra, que las clases sean estimulantes, relacionadas con la vida cotidiana de los alumnos, que les ofrezcan retroalimentación constante, se atiendan las diferencias existentes en el aula y se fomente la creatividad.

Por si fuera poco, el estudio sobre Factores asociados al logro cognitivo de los estudiantes de América Latina y el Caribe, efectuado el 2010 por el Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad de la Educación, de la UNESCO, afirma que «los procesos educativos al interior de las escuelas son el ámbito de mayor peso para promover los aprendizajes, después del contexto sociocultural» y que «dentro de los procesos educativos destaca el clima escolar por su consistencia en predecir el rendimiento académico, pues aparece significativo en 70% de los modelos multinivel para los países». Complementariamente, el estudio sostiene que «la percepción individual del clima por parte de los estudiantes es significativa en 95% de los modelos».

Todo parece indicar, entonces, que sentirse bien y a gusto en las escuelas, acogido y aceptado, escuchado, estimulado y respetado, es una condición importante para aprender con éxito ¿Este dato será importante? ¿Tendríamos que hacer algo al respecto?

Saliendo del laberinto

Podemos afrontar el problema de los bajos índices en comprensión lectora en la primaria aislando la variable metodológica e insistiendo en mostrarles a los docentes los cuatro o cinco pasos que conducirían al entendimiento de los textos. Sería más simple, más rápido y hasta más económico. Existe, en efecto, a nivel internacional una corriente muy influyente que, desde una racionalidad fundamentalmente instrumental, apuesta con firmeza a la estandarización de medios y procedimientos que hayan probado cierta efectividad en determinados contextos, y que faciliten por tanto su control periódico mediante evaluaciones externas.

Pero, pasando por alto la discusión sobre la pertinencia de los métodos únicos en la pedagogía moderna, aún y sobre todo dentro del paradigma constructivista, me pregunto ¿Podríamos agregarle a ese tipo de oferta otras intervenciones dirigidas a integrar al circuito alfabetizador la promoción de la escritura creativa, la elevación de las expectativas docentes en las capacidades de los niños y la promoción de lectura en la comunidad? ¿Cuánto ganaríamos si, además, trabajamos para reenfocar la gestión de la escuela hacia el aula y los aprendizajes como su principal razón de ser?

El rey de Arabia, atrapado en el laberinto de su colega babilónico, pudo haberse dicho a sí mismo: voy a simplificarme las cosas entrando por la puerta más ancha y más próxima que encuentre. Hubiese sido una decisión legítima por cierto, sólo que hasta ahora seguiría perdido. En vez de hacer eso, invocó a Alá, quien con todo su gran poder lo condujo a la salida. Nosotros no podemos hacer ni lo uno ni lo otro, como tampoco podemos quedarnos parados en medio del desierto, paralizados en el desconcierto. Por lo tanto, no nos queda más remedio que abrir bien los ojos y pensar. Pensar, para poder mirar lejos, más allá de nuestros dilemas cotidianos, y para darle a la acción el sentido y la eficacia que acciones de control público tan poderosas como las evaluaciones censales no están en capacidad de aportarle a la práctica docente por sí mismas.

La gloria sea con aquel que no muere. Con esa frase termina Borges su cuento. Y en verdad, la gloria sea con aquellas medidas de política que no mueren al cabo de un tiempo y que, situándose con audacia en la complejidad de los retos a los que necesita responder en cada contexto, sean capaces de sostener su impacto en las capacidades lectoras, escritoras y creativas de los niños al más largo plazo.

Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Fotografía (c) Jorge Lizana/ www.flickr.com

Lima, 06 de mayo de 2012

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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