Ocurrió en el año 3000, que un grupo notable de sabios fue convocado por el Gran Gobernante del hemisferio de occidente, enorme país ubicado a la izquierda del atlántico cuya comando polìtico se conservó siempre en Washington, a imaginar la educación que debían recibir los jóvenes del tercer milenio.
Para cumplir tan noble encomienda y sacando provecho de las ventajas que otorgaba la tecnología de entonces, estos sabios decidieron adquirir tres curiosas máquinas: una que buscaba o producía y sintetizaba información de cualquier naturaleza, otra que organizaba ideas con admirable sentido crítico y una tercera que elaboraba toda clase de discursos audiovisuales.
Durante seis largos años, los sabios dialogaron, analizaron y discutieron muchísimos temas, basándose en la abundante y muy bien seleccionada información que les entregaba la primera máquina, pero apoyándose también en la pulcra sistematicidad que aportaba la segunda al resultado de sus largas, complejas y muchas veces extenuantes deliberaciones.
Cuando al fin terminaron su trabajo y la segunda máquina puso las ideas resultantes, como gustaría decir a Vico durante la remotísima edad media de la humanidad, en un bello orden, colocaron el diminuto microchip en la celda maestra de la tercera máquina. Al instante, este artefacto empezó a producir numerosos videos tridimensionales que relataban de manera convincente la propuesta de los sabios, en todas las lenguas del mundo, siguiendo escrupulosamente, en cada caso, la manera de razonar de los muy diversas pueblos, grupos, castas y clases que caracterizaron siempre a esa región del mundo; y considerando, además, con cuidadoso ecumenismo, sus más controvertidos y contrapuestos intereses.
La historia registra que el impacto de estas novedosas ideas fue notabilísimo en la opinión pública nacional e internacional, sacando brillo a la ya preexistente y bien ganada fama de sus autores y haciéndolos objeto de numerosas distinciones, aunque la propuesta jamás se llegó a aplicar.
Las crónicas registran también, como hecho anecdótico, la cuantiosa fortuna –una de las diez más grandes de la época- de los dueños de la patente, es decir, de los nietos y bisnietos de los inventores de las maravillosas máquinas, un grupo de anónimos sudamericanos que a principios del segundo milenio asesoró a otro grupo de sabios en una misión similar y cumpliendo las tres mismas funciones, sólo que haciendo uso de manera artesanal y primitiva, aunque sin duda meritoria, de sus pequeños cerebros.
Lima, 21 de marzo de 2005
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