La muerte es sólo un niño de cara triste |
Si para todo hay término y hay tasa y última vez y nunca más y olvido, ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido? Así hablaba Borges sobre la arremetida tantas veces inesperada de la muerte, en su poema Límites. Tras el cristal ya gris la noche cesa, y del alto de libros que una trunca sombra dilata por la vaga mesa, alguno habrá que no leeremos nunca, agregaba el poeta con anticipada nostalgia por los anhelos incumplidos. Contemplo ahora con el mismo pesar el pequeño estante que coloqué al lado de mi máquina, con decenas de libros que me he resistido por años a exiliar en mi biblioteca porque su lectura me es urgente. Y me pregunto si el día en que la muerte reclame su derecho al primer lugar en la lista de todos mis apremios, todavía aguardarán su turno mis libros de Bourdieu, los tres de Eco o el de Bryson sobre la historia del universo.
La muerte está de ronda en estos días y está además en su fase maniaca. Insiste por eso en entregar tarjetas de invitación a diestra y a siniestra no sólo a personas que me son muy próximas sino, además, fuera de temporada. Distrae de paso a gente noble de sus empresas de felicidad o salvataje humanitario, sembrando desconcierto y dolor en sus sencillas vidas. Pero qué sabe la muerte de derechos.
La muerte es sólo un niño de cara triste, un niño sin motivo, sin miedo, sin fervor, un pobre niño viejo que se parece a Dios. Así describía Benedetti a la muerte, tratando de decir quizás que morir no es para tanto. Quizás no para el que se va, si acaso la vida le anticipa el tiempo y le concede serenidad para aceptarla como inevitable, pero casi siempre sí para los que se quedan. La partida de mis padres nos legó una prolongada noche triste, hasta el día en que tuvimos que admitir que era imposible sentir y llorar la lejanía de lo que, en verdad, ya pasó a formar parte de nosotros.
Al quemarse en el cielo la luz del día me voy, con el cuero asombrado me iré, ronco al gritar que volveré, repartido en el aire al cantar, siempre. De esta esperanzada manera se describe nuestra última despedida en la Zamba para no morir, de Hernán Figueroa, interpretada con tanto amor por Mercedes Sosa, tal vez como anticipo de su propia inmortalidad. Una forma de partir sin irse, sobre todo si se ha forjado con sencillez buenos motivos para ser recordado.
Jorge Drexler dice en una de sus canciones más metafísicas que cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da, pues nada se pierde y todo se transforma. Julio Ramón Ribeyro decía que escribía, entre varias otras razones, para continuar existiendo una vez muerto, como una voz que alguien haría el esfuerzo de escuchar. Él, sin duda, se transformó en sus libros y en sus extraordinarios relatos. Otros se transformaron en sus propiedades o en la codicia de sus herederos o, en homenaje a su vileza, regresaron a su primitiva forma de gusanos.
Pero hay también los que se convirtieron sin aspavientos en abrazos comprensivos, en sonrisas sanadoras, en cartas entrañables, en pinturas inolvidables, en buen humor frente a la adversidad o en tantos gestos de pequeños desprendimientos que su solo recuerdo nos ayuda a compensar la pequeñez, la mezquindad y la hipocresía que todavía es privilegio del mundo de los vivos.
Creo firmemente en esto y sin embargo, me sigue pareciendo reprochable que la muerte se tome la licencia de abreviar el itinerario de quienes están aun en la edad de la promesa. Habrá que encontrar una –o más de una- manera de no darle gusto. Porque, finalmente, como decía Neruda, la cara de la muerte es verde, y la mirada de la muerte es verde, con la aguda humedad de una hoja de violeta y su grave color de invierno exasperado. Ya sé que también vendrás por mí, pero hoy no te quiero cerca de la gente que más amo. Puedo reconocerte como un destino, pero hoy quiero creer como Simone De Beauvoir que la muerte es más bien un accidente y que aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia ilícita.
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