Mi madre, tuvo siempre una vocación natural de enfermera. De niña curaba las rodillas magulladas de sus hermanos después de sus riñas. Curaba también a su madre, de las quemaduras de sol, una mujer a cargo de siete niños, por los que tenía que trabajar duramente en labores de la chacra.
Su instinto natural y paciente de curar, aplicar emplastos, torniquetes en los brazos, cartuchos en las orejas para extirpar el aire y preparar caspiroletas y tisanas, hacía que las personas de su alrededor, consecuentemente, se tiraran para atrás y se dejaran cuidar y curar.
Un día, decidí llevarla de paseo a su lugar de origen, tuve casi que obligarla con los boletos en la mano para que viaje y deje de asistir a una vecina a quien trataba gratuitamente, llevándole remedios naturales.
Una vez en el avión, se puso feliz, parte de esa alegría era volver a ver a Alba, una prima muy querida, luego de tantos años. Alba vivía en el campo, nunca se adaptó a la ciudad. Tres horas de camino de trocha adentro, encontramos su casita blanca.
Como en los cuentos, avizoramos una casa de madera y quincha, con tejado rojo, rodeada de parcelas de tierra cultivada, corrales de cabras y ovejas. Nos recibió con una sonrisa más luminosa que el sol que clareaba en las montañas verdes. Su blusa blanca, muy limpia, contrastaba con la capa de tierra que cubrían todas sus cosas. Nos extendió dos petates de piel de cabra y se dirigió al fogón para cocinarnos un bocadillo.
Roció un polvo rojo, llamado achiote en una sartén, preparó huevos revueltos y arroz cocido. El arroz salió mazacote, pero nos supo delicioso, no sé si por el aderezo o el sabor intenso de los alimentos del campo.
Al despedirnos, la animamos a que haga un próximo viaje a la ciudad. Un paseo no le vendría mal. Ella se encogió de hombros. No lo necesito. No es necesario, les agradezco mucho, pero no me hace falta nada.
No pregunté, pero ya en el vuelo de regreso, pregunté a mi madre si esta tía era viuda, separada o qué, porque no había visto ningún tío por ahí, sólo varios niños correteando entre el rebaño.
Es una larga historia, me dijo. Ella fue como una hermana para mí y se sentiría muy triste que sus sobrinos sepan de su vida privada.
Años después, recibimos la visita de su hijo mayor, un muchacho flaco como una espiga de trigo, rostro tenso y vestimenta lineal. Un rulo le caía sobre un ojo como la cuerda rota de una guitarra.
Había venido a estudiar a Lima en una universidad privada. Ahorró dinero de algunas hectáreas y del ganado vendido había pagado un año entero de universidad.
El único cambio posible que vi en mi vida es predicar como el pastor que llegó hasta mi casa, allá en la montaña, prima. Si me convierto en uno de ellos, podré viajar a donde quiera.
Se iluminaron sus ojos, retiró el rulo de su rostro y agregó: Primita, estoy estudiando teología, quiero ser pastor.
Vino a mi memoria el rebaño de sus animales, me acordé haberlo visto correr por los montes, con sus mejillas enrojecidas y me pareció muy razonable: Pastor de ovejas.
La carrera era costosa. Trabajó en la bolsa de trabajo de su universidad, más aún así, no le alcanzaba para sostener el pago de su pensión, el del cuarto y menos el tratamiento de su madre, a quien había traído a vivir con él en el pequeño cuarto alquilado. Alba, había caído en un profundo ensimismamiento, además había perdido por completo el apetito, dándose al abandono.
El muchacho, cada vez más flaco, apenas comía una vez al día para que le alcanzara sus magros ingresos. No pudo más y en la cena familiar navideña, rodeado de todos los tíos, tías y primas, pidió ayuda económica cuando todos enunciaban sus “buenos deseos”. Sin embargo, nadie pudo o no quisieron ayudarlo.
Por favor, sólo ayúdenme a tener a mi madre en su casa, mientras que voy a la universidad. Alegaron no tener tiempo, menos: paciencia. Los ojos apuntaron a mi madre.
Yo no tengo ningún problema, eso sí me traen las medicinas y me avisan las fechas de sus controles médicos.
Ninguno en la casa estuvo de acuerdo, menos mi padre.
Al día siguiente llegó Alba, de quien apenas reconocí una tenue sonrisa. No quedaba ni pizca de esa mujer activa de campo. Sus ropas oscuras aún en verano ocultaban su extrema delgadez.
En la casa, se desplazaba por sí misma, sus modales eran suaves como sus movimientos. Intentaba ayudar de alguna manera, pasando la escoba de forma desganada a las hojas secas de los árboles en el jardín o desempolvando un mueble con un plumero y luego se iba inmediatamente a su cama.
Salía sólo para tomar sus alimentos y tragar varias pastillas de colores sin chistar. No hacía preguntas, salvo un comentario amable: ¡Muy linda estás sobrina! o ¡Muy lindo estás sobrino!
Un día, dejo de ir a la mesa para comer, mi madre comenzó a llevarle la comida a su cuarto. Pasado unos días más, dejó de bañarse. Mi madre la bañaba en un tinajón, en el que años atrás bañábamos a mis hermanos de bebés, le daba sus medicinas en la boca.
Las tías y primas venían a visitarla. Murmullos en el pasillo: ¡Qué buen color está tomando!, ¡Qué bien, ¡cómo la cuidas!
Ninguna quería quedarse con ella, ni por una tarde cuando mi madre necesitaba hacer alguna diligencia. Su rutina diaria, estaba supeditada a una paciente crónica que necesitaba de cuidado y vigilancia continua.
—¡Es demasiado!, decía mi padre. ¡No nos corresponde!
—Pobrecita, sufre mucho, respondía ella.
Mi padre pegaba un portazo. Alba, quien permanecía usualmente silenciosa, exclamaba: Sí que tiene carácter mi primo.
Tal vez será necesario hospitalizarla, advirtió mi madre. Ténganle paciencia. Un mes más, por favor, imploraba mi primo.
Un domingo temprano, Alba desapareció. No supimos en qué momento, tal vez aprovechando que todos dormían o que todos tomaban desayuno en el comedor, salió sin hacer ruido. La buscamos por largas horas en el mercado, en la iglesia, en las tiendas, cuadras más lejos, preguntamos en los puestos de periódico. Pedimos ayuda a los vecinos para su búsqueda. Algunos aseguraban haberla visto leer los periódicos en el puesto, pero no habían reparado a donde se había dirigido luego.
Pobrecita, pobrecita, exclamaba mi madre.
A alguien se le ocurrió ver el fondo de un buzón de agua cercado con innumerables cintas entrecruzadas de peligro. Al fondo del buzón, yacía parada. Apenas, una vocecita. Arrodillados alrededor del pozo, le preguntamos si estaba bien. Era muy probable que, con la caída, se hubiera roto un hueso. Ella dijo que estaba bien y que mejor se quedaba ahí al fondo.
Conseguimos unas sogas. Mi padre amarrado a una faja y sostenido por un par de vecinos, se metió al fondo del pozo, le dijo que se dejara de idioteces y la amarró a su cintillo como un muñeco de trapo. La subieron.
Los aplausos de los vecinos ante el rescate fueron interrumpidos por el reclamo de mi madre: ¡Acabó el espectáculo, a sus casas!
—Te has podido morir Alba. El susto que me has hecho pasar, le sacudió la cabeza como un florero empolvado.
—Apenas tengo unos raspones primita, no me di cuenta, lo siento.
—No permitiré que me hagas sentir esto de nuevo.
La enviaron con un boleto de regreso a su tierra en donde esta vez, Alba dio en qué ocuparse a sus otros hijos.
Nos llegaban historias de vez en cuando, que salía a la calle, desnuda se bañaba en el río, se negaba a comer. La imaginamos cada vez peor, interna de forma permanente en un hospital.
Varios años después, nos dimos una sorpresa al verla rejuvenecida en la graduación de mi primo a la que nos invitó.
Mi padre murió el mes anterior— nos dio como explicación, ante nuestro grato asombro.
Casi le pregunto: ¿Tenías padre?, pero solo lo escuché.
Fue difícil cuando en el pueblo se descubrió que mis hermanos y yo éramos hijos del pastor, él era un hombre casado, con familia constituida.
Ya en la cena mantuve una conversación con Alba.
—¿Tantos años…no te daba pena que tus hijos no hayan sido reconocidos?
—No hijita, a mí no me mató la vergüenza. Que todo el pueblo se entere que yo haya estado con un hombre casado, para mí es lo de menos, pero que me haya dicho que no eran hijos suyos, que yo mentía… Ahora que ha muerto, mi pena y vergüenza han muerto también.
El muchacho, no se graduó de pastor sino de médico veterinario.
—¡Vaya que tal cambio de carrera sobrino!, lo abrazó mi madre.
—Tía, es que me doy más a los animales. Sonrió tratando de alisar su rulo sobre el pelo engominado.
—¡Ese es mi hijito! – irrumpió Alba.
Lo abrazó, rodeándolo del brazo y lo acompañó al palco a recibir su diploma de graduado.
Lima, 20 de abril de 2023
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