Lo veía entrar siempre a ese viejo edificio. Era un hombre de gesto habitualmente adusto, su cara parecía inmune a la sonrisa, de mirada apagada y esquiva, pelo desordenado. No parecía un loco, aunque siempre iba vestido con la misma ropa. Me daba curiosidad verlo entrar y salir siempre del mismo lugar, una casona abandonada desde hacía muchos años y que los niños del barrio decían que estaba embrujada. Un día me animé a entrar. Fue fácil descubrir el lugar que frecuentaba, sus huellas sobre el polvoriento suelo habían dejado una senda precisa. Conducía a una de las habitaciones. Lo que vi me estrujó el corazón.
A simple vista parecía una tumba olvidada, cubierta de tierra, de musgo y de basura, una cripta con ventana, como si a alguien pudiera interesar contemplar través de sus mugrosos vidrios la triste escena de un cadáver que ni siquiera existe. Tenía las cortinas abiertas, dos trapos polvorientos e inertes que alguna vez fueron blancos, colgaban de un travesaño de madera quebrada por los años, como dos cuerpos solitarios, descompuestos, malolientes, que penden de una horca, abandonados por sus verdugos, dos cuerpos sin culpa condenados al olvido.
Una planta silvestre, un delgado tallo verde con múltiples hojas ovaladas, se erguía indiferente hasta alcanzar el sol que se filtraba por el ventanal, se había dado el lujo, la osadía, de exhibir un retoño que se alzaba a su costado. Eran las únicas señales de vida en esa vieja habitación de hotel, de un cuarto dormitorio que solía ser refugio pasajero de turistas y de amantes, que pudo ser testigo quizás en el pasado de escenas furibundas de amor, de amor enloquecido, pero que hoy lucía aún peor que las ruinas de una ciudad devastada por la guerra.
Era curioso contemplar las dos camas gemelas, dos literas idénticas, espaciosas, simétricas, cubiertas no por un edredón de seda, como pudo haber sido alguna vez, sino por un implacable musgo enrevesado, ese que tiene el poder de abrazar hasta ocultar las más imponentes fortalezas de un imperio arcaico. Una lucía verde, la otra mustia, opaca, extinta, como si quisiera así respetar el lugar en que tal vez se extinguió la vida de su último ocupante. Dos almohadas polvorientas y raídas, esas donde las cabezas de las gentes suelen depositar sus sueños, permanecían aún en su lugar. La escena era fantasmal.
Frente a las camas todavía permanecía en pie una mesa metálica, oxidada, oscura, sobre la cual se observaban los restos de un mantel que quizás fue fino en sus orígenes y que ahora, lo que quedaba de él, parecía estar pegado a la superficie por una suerte de polvo humedecido. Encima había un televisor gris de una 30 pulgadas, un antiguo modelo analógico de control manual, pegado contra la pared, una pared empapelada, descascarada, sucia, de color indistinguible, que no le era útil al sol para reflejar la escasa luz que deja pasar el ventanal.
Dos sofás inmundos, rodeados de vidrios rotos y una rejilla destrozada, completaban la escena. Dos asientos mullidos de tela beige, también humedecidos e invadidos por los hongos, ubicados de cara al arruinado e inerte televisor portátil.
¿Por qué venía siempre aquí? ¿Qué historia había en esta habitación que le llevaba a volver a cada instante? No dormía ahí, era evidente, no había señales de eso, además, la humedad del ambiente era agobiante, nadie podría respirar eso toda una noche, ni siquiera una hora. Una cosa me llamó la atención. La imagen que se traslucía por el ventanal era la de una casona tan antigua como esta, otra casona de tres plantas y estilo gótico que no recordaba haber visto antes. Conocía bien el barrio, a la espalda de esta había un parque y una avenida. De hecho, ésta era la último de su estilo que había sobrevivido a la modernización urbana en esta zona de la ciudad. Las viejas casonas habían sido compradas y demolidas por empresas constructoras, para reemplazarlas por edificios multifamiliares. ¿Cómo podía ser posible?
La respiración se me hacía más difícil cada vez, por lo que decidí irme, ya había visto suficiente. Al voltear sin embargo me encontré cara a cara con el sujeto. Tenía una mirada triste, apagada, los ojos húmedos, como dos lagunas embalsadas al límite del desborde. Sorprendido, nervioso, solo atiné a preguntarle por qué venía siempre a este lugar. Se quedó mudo por un instante y luego me respondió: aquí me asesinaron.
Lima, 27 de agosto de 2021
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