Frank McCourt, en su destacada novela El Profesor, relata la siguiente anécdota: «Hablé de Kevin [un alumno que abandonó el colegio y luego se terminó fugando de casa] con los demás profesores en el comedor. Sacudieron la cabeza. Qué pena, dijeron. Algunos de estos chicos se caen por las fisuras del sistema, pero ¿qué demonios puede hacer el profesor? Tenemos clases numerosísimas, no tenemos tiempo, y no somos psicólogos». La historia es muy elocuente y da cuenta de una certeza muy antigua. Es bastante común que los maestros no acepten que las emociones de sus estudiantes ni la influencia que éstas tengan en su comportamiento sea un tema que esté bajo su responsabilidad, ni que tenga que ver en realidad con la tarea de educar. Aun en los casos en que se vuelven una perturbación evidente para el alumno y el aula, suelen definirse como una anormalidad y son derivadas a otro profesional.
No sería fácil, entonces, persuadir a los colegas de McCourt de que si muchachos como Kevin, al igual quizás que muchos de sus compañeros, no estaban comprometidos con la escuela –al extremo de abandonarla- era simplemente porque no se identificaban con ella. Este distanciamiento ocurre cuando, más allá de eventuales tribulaciones personales, los alumnos no encuentran nada allí adentro que les suscite entusiasmo, expectativa, confianza, alegría, emociones que predisponen siempre a la aproximación, a la cercanía.
La asociación entre las emociones, la actividad intelectual y el aprendizaje ha sido objeto de investigaciones fascinantes durante la segunda mitad del siglo XX, pero ha permanecido siempre oscura en el mundo escolar y es por eso que ganarse la voluntad del estudiante, en sentido estricto, no suele ser una preocupación del maestro. Siempre nos bastó que obedeciera. Esta creencia resulta tan estructural, que en la formación del docente no se desarrollan las competencias necesarias para suscitar emociones en grupos humanos –siempre persos en su composición y características- que los involucren con las experiencias ni con los objetos de aprendizaje.
Esta habilidad, sin embargo, tiene prerrequisitos. Uno de ellos es comprender la subjetividad de los estudiantes –sus sentimientos, intereses, necesidades y perspectivas- y saber relacionarse con ella con empatía y respeto. A pesar de lo difícil que esto pueda resultar en grupos que reúnen distintos temperamentos, estilos y trayectorias, además de las diferencias de edad, sólo esta conexión le abre al docente la posibilidad de identificar el tipo de experiencias que pueda despertar en el grupo su interés por aprender y comprometerlos en esa aventura, dispuestos voluntariamente a afrontar todas sus exigencias.
El otro prerrequisito es el saber construir vínculos con los estudiantes. La palabra «vínculo» significa «atadura» y «compromiso». Vincularse entonces supone capacidad de comunicación afectiva, empatía, involucramiento, cuidado e interés por el otro, apertura y sensibilidad para hallar siempre lo mejor de cada uno. Construir vínculos es una condición para poder liderar de manera constante la actividad del grupo en función a objetivos compartidos.
En consecuencia, saber relacionar cada experiencia en el aula con las emociones, el interés y la voluntad del grupo es esencial en la docencia profesional. Es en este terreno donde se pone a prueba la fortaleza del proceso pedagógico previamente diseñado por el maestro, su nivel de ajuste con las características de las personas que enfrentan el desafío de aprender algo. Esta exigencia, que a los colegas del joven profesor McCourt les hubiesen parecido desmedida y absurda, nace de la evidencia de que no todos los estados de ánimo son favorables a la posibilidad de concentrarse, pensar y producir intelectualmente de manera óptima.
Hay, sin embargo, una segunda conexión que el docente debe lograr en el aula, y es la que vincula las persas actividades realizadas por sus estudiantes con la observación cuidadosa de sus avances, dificultades y logros. Antes esto era innecesario, pues el aprendizaje era un resultado que sólo se verificaba a través de un examen, al final del camino. Ahora que aprender no consiste en copiar y repetir sino en saber actuar y pensar a la vez, madurando habilidades persas, verificar el aprendizaje exige más bien observación continua, no perder de vista los persos itinerarios que recorren los alumnos en sus esfuerzos por aprender a actuar y a resolver situaciones con cada vez mayor competencia.
Lograr esta conexión requiere necesariamente criterios claros e instrumentos efectivos para reconocer en cada estudiante los indicios de su interés y sus progresos. Criterios que le ayuden al profesor a distinguir con precisión los aspectos que están encerrados en una determinada capacidad, e instrumentos variados que faciliten la tarea de observación y registro, tanto a él como a los propios alumnos. Pero también requiere un docente con plena conciencia de que las habilidades no se logran cuando el 90% o más de las actividades efectuadas en el aula tienen como protagonista al maestro. En ese caso, su atención está puesta sobre sí mismo, sobre su guión y su tiempo. Si, por el contrario, son los estudiantes los que se hacen cargo de la mayoría de las acciones previstas de una clase, el docente tiene la posibilidad de observarlos con mayor detenimiento.
En los hechos, las conexiones que hemos descrito no equivalen sino a responder tres [y muy antiguas] preguntas: ¿Cómo conduzco la clase? ¿Cómo aseguro orden y atención? y ¿Cómo verifico que se está aprendiendo? Las tres respuestas deberían darle al docente la pista sobre cómo actuar al interior de un mismo proceso, articulando cada fase y circunstancia con la motivación y el compromiso de los estudiantes, así como con el seguimiento a sus progresos en el aprendizaje.
Ahora bien, detengámonos por un instante en la segunda pregunta, pues hay allí dos clases de respuestas posibles: una que me indica la manera de comprometer la voluntad de los estudiantes con la clase y sus objetivos, propiciando de esta manera un orden autorregulado basado en el interés, pero también otra que me señala las alternativas cuando no puedo lograr lo anterior, sea con todo el grupo o con alguno de sus miembros, por alguna circunstancia inesperada.
En este segundo caso, una respuesta formulada desde el paradigma de la profesionalidad no se conforma con la administración discrecional de premios y castigos, pues el orden que emerge de estos procedimientos es siempre efímero y no genera convicciones en las personas sino un acatamiento condicionado. Un docente profesional busca responder más bien a este lado de la pregunta asumiendo que enseñar consiste en saber conducir el proceso educativo previamente diseñado en contextos de heterogeneidad e incertidumbre.
Es decir, sabe que debe interactuar con grupos humanos no sólo social y culturalmente persos sino también generacionalmente lejanos; y sabe asimismo –como afirma Edgar Morín- que toda acción humana es decisión y a la vez apuesta, porque no existen certezas absolutas y siempre la vida nos sorprende con situaciones que escapan a nuestras intenciones. En el fluir de una clase, según quién sea el profesor, qué elija hacer y cómo, van a surgir emociones como la ansiedad, la apatía, el aburrimiento o, por el contrario, la curiosidad, el entusiasmo, la confianza.
Como cada emoción induce a actuar e interactuar de manera diferente, el docente necesita demostrar capacidad para percibir y valor estos cambios, tanto como para corregir y reestructurar sobre la marcha sus formas de actuar, en función de ellos. A este proceso le vamos a llamar, como se denomina en la teoría de sistemas, retroalimentación. El maestro necesita saber retroalimentar permanentemente la enseñanza y todas las decisiones que adopta en el transcurrir de una clase con las variaciones más significativas del proceso. No hay otra manera de asegurar el impacto de las acciones en los aprendizajes de los estudiantes.
«Toda clase tiene su química, hay clases que se disfrutan y se esperan con interés. Ellos saben que los aprecias y, a cambio, te aprecian a ti», pero también, dice McCourt, «Saben cuándo te tienen asustado. Tienen instinto para detectar tus desilusiones». En efecto, educar seres humanos, en particular niños y adolescentes, supone insertarse en este mundo complejo de emociones, percepciones y expectativas cruzadas, no para ignorarlo o denostarlo, sino para hacerse cargo de él y alinear prodigiosamente el deseo de todos a un recorrido compartido por la ruta del aprendizaje.
Queda en el tintero explicar una tercera síntesis: la que permite nutrir los procesos de aprendizaje con el aporte de la gestión, tanto de la vida escolar como de los saberes locales de los que son portadores las familias y las comunidades. Pero eso será motivo de un siguiente artículo.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Fotografía © Eukarys Arismendi/www.flickr.com
Lima, 30 de setiembre de 2012
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