El verdadero efecto mágico de una conferencia se produce recién cuando alguien, cualquiera que fuese, una vez que las luces del escenario se apagaron, emerge de la multitud y se revela ante ti detrás de una pregunta, con un rostro, un nombre, una dirección o quizás un teléfono, para inaugurar, sin la solemnidad de un brindis pero con su mismo sabor, un vínculo.
He ganado -porque ganar es el término preciso- muy buenos amigos a partir de este sencillo procedimiento: hablar en público primero y conversar en privado después. Y es que, en efecto, en esta suerte de fantástica prolongación dimensional que trasciende relojes, almanaques y geografías, jerarquías o roles, cada amistad recién estrenada aparece de pronto con antecedentes, que la hacen parecer antigua. Y en algunos casos, como de toda la vida.
Fue así como te conocí. No, no tiene nada de malo chuparse el dedo a esa edad había sido mi respuesta esa mañana. Pero recuerdo mejor tu sonrisa de alivio, tan bellamente reflejada en esos enormes ojos negros que después de aquel día no olvidaría jamás.
Y te encontré una segunda vez, exactamente al final de mi segundo acto en la misma universidad. Claro que me acuerdo de ti, te dije (¿cómo no recordar esa mirada, inmensa como un océano?). Y me preguntaste acerca de tu cuestionada vocación por los juegos y fantasías compartidas con tus niños. Y acordamos escribirnos. Y tres párrafos fueron, meses después, suficiente evidencia para sellar mi admiración por tu empeño de crecer con ellos, disfrutando su infancia, sin lastimarlos ni sentirte vacía, mal que le pese a las reglas fariseas de la educación formal.
Me he querido matar varias veces. Golpean aún mis tímpanos y mi corazón, aquella sorpresiva, absurda y dolorosa confesión de pasadizo que, en acto de confianza incomprensible y generoso, me hiciste aquella tarde. Siento que tú me puedes ayudar y no me preguntes por qué. Ese fue tu simple y definitivo argumento contra mi desconcierto.
Ese fue el inicio también de una amistad curiosa, iluminada, compleja a ratos, coloreada de una mutua e inocultable admiración, salpicada de incontables charlas en escenarios a veces insólitos y francamente inolvidables, con aterradoras revelaciones incluidas. Y también de pequeños y reiterados consejos, que sólo buscaron, como te ha constado siempre, iluminar el camino que conducía a tus propias respuestas. Y al escondido lugar donde tenías, bajo las gruesas telarañas de tu tristeza, la exacta imagen de una mujer joven, despierta, hábil, indiscutiblemente bella, saturada de sueños, a la simple espera de una mano cualquiera que, sin condición alguna, encienda la lámpara de sus ilusiones, conminándola a levantarse y caminar por sí misma.
En lo que a mí respecta, puedo confesarte ahora, no fue fácil manejar con habilidad mis enredados sentimientos de compasión, indignación, admiración, afecto, atracción y pena. Puede parecerte insólito, pero a ratos me sentía el profesor, explicándote con paciencia algunos conceptos de pedagogía. Luego, me sorprendía a mí mismo como sacerdote, predicando tolerancia y perdón a tu legión de deudores. Bajo otras circunstancias, podría haber sido algo parecido a un monje budista, proponiéndote sabias y finísimas distinciones en los diversos planos de tus sentimientos. Por momentos, en cambio, era el amigo que escuchaba atento y comprensivo, acompañando tu rabia o tu tristeza. A ratos, simplemente, era un hombre fascinado con la irresistible belleza de tus ojos y el encanto inocultable de una personalidad más consistente y cautivante de la que aceptabas tener.
Pero no tengo dudas, te mantendrás fuera del hoyo. Escapaste ya de él desde hace un buen tiempo. Demasiada vida, muchachita de ojos tristes, para tirarla al abismo. Lo único que te pido es que el día en que decidas festejar tu resurrección como se debe, te acuerdes de tu amigo, en cualquiera de sus múltiples facetas. Y separes una silla para él, no importa si a tu lado, en la mesa del banquete.
Lima, enero de 1993
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