Curriculo

¿Y no será que el currículo no se puede enseñar?

¿Es viable el currículo escolar? ¿Puede enseñarse cabalmente? ¿Es posible que un profesor, en las diversas condiciones sociales, económicas, geográficas y culturales en las que normalmente trabaja, con los distintos estándares de oportunidad que cada escuela exhibe en relación con los aprendizajes, pueda enseñar eficazmente año tras año todo lo que prescribe en cada una de sus áreas para cada grado? En la historia de las reformas curriculares en América Latina esa pregunta no aparece comúnmente planteada, quizás porque nunca fue formulada como una hipótesis a verificar sino como una certeza a priori. Sin embargo, diversos estudios han revelado no sólo que hay distancia entre lo que en verdad se enseña y lo que después se evalúa, sino que, además, se enseña poco. Es decir, hay buena parte de los currículos escolares que, simplemente, no se enseña.

Como lo indica el sentido común, a menor cobertura curricular menores serán las oportunidades de aprender y, por lo tanto, más escasos los aprendizajes. Pero ¿Por qué los profesores no enseñan realmente todo lo que el currículo exige? Unos dirán que es por su mala formación disciplinar, otros por su limitado repertorio metodológico, algunos indicarán que es por los alumnos con desventajas sociales, incapaces de aprender todo eso, varios señalarán la enorme pérdida de horas de clase, no faltará quien diga que se debe a su exceso de contenidos, otros mencionarán el lenguaje difícil en que formula sus demandas o las discontinuas y confusas políticas de implementación, hasta llegar a quienes creen que el énfasis en la evaluación periódica de logros en el ámbito del lenguaje escrito y las matemáticas ha invitado a los docentes a quitar importancia a todo lo demás.

Quizás cada uno de estas explicaciones tenga parte de verdad, pero habrían también razones más estructurales. En su estudio sobre las reformas curriculares en Latinoamérica, Guillermo Ferrer encontró que la mayoría de currículos enfatiza que sus objetivos transformadores no van a ser logrados si no se producen cambios radicales en la concepción predominante sobre la naturaleza de los aprendizajes y los procesos pedagógicos. César Coll se pregunta, a su vez, si acaso es posible enseñar en la sociedad del conocimiento desde una organización escolar basada en disciplinas estancas, en períodos cerrados de tiempo y en aulas con carpetas en filas y columnas.

Las reformas curriculares de los años 90 representaron en toda América latina un giro radical en el modelo mental predominante respecto de la educación escolar, invitando a los docentes a transitar de una enseñanza centrada en la simple entrega de información con fines de reproducción, a una enseñanza orientada a la discusión crítica de la información, a su búsqueda selectiva, a la producción de aquella que se detectara más necesaria y a su uso creativo para la solución de problemas. Más aún, invitando a plantear los aprendizajes ya no sólo como retos individuales, sino también como desafíos de grupo, en un contexto de autonomía, colaboración y complementariedad permanentes. Sólo estos dos cambios suponían por sí mismos un giro tan drástico en la manera de concebir el ejercicio de la docencia, que cuestionaban la organización misma de la escuela y la cultura institucional que ha sido su sustento desde sus tiempos fundacionales.

Ahora bien, ¿es posible aprender todo esto desde el viejo credo de la educación frontal, memorista y homogenizadora de la que aún son prisioneros la mayoría de maestros? ¿Qué necesita creer, saber y hacer un profesor para formar un niño en la perspectiva que plantea el currículo para el conjunto de sus áreas y asegurar resultados al término de la primaria? ¿Qué tipo de organización escolar es el que podría contribuir a este resultado y sostenerlo? ¿Qué le tocaría hacer al sistema de gestión para que docentes, directores, padres, instituciones y administradores se sientan respaldados en sus esfuerzos por iniciar este drástico viraje en los objetivos, los contenidos y las formas de la educación escolar? ¿Cuánta distancia hay entre estos nuevos roles, responsabilidades y certezas, respecto de aquellos que caracterizan a los docentes, a las escuelas y al sistema de gestión actualmente? ¿Cómo podemos avanzar en la dirección deseada en cada uno de estos ámbitos? ¿Qué obstáculos y resistencias deberíamos prever y qué respuestas anticipar?

Que una reforma curricular puede echarse a andar sin plantearse ni responderse estas preguntas es perfectamente posible y de hecho es así como ha ocurrido. El enfoque normativo que prevalece en los ministerios respecto de las políticas públicas les lleva comúnmente a pensar de manera ingenua que basta prescribir una acción para que ésta se realice. Es decir, no se pregunta por las condiciones disponibles, favorables o adversas, para que la orden se cumpla; ni por la convicción de los actores respecto de la bondad y necesidad de los cambios que esta orden acarrea en su antiguo rol, lo que implica disponibilidad para abandonar ciertas formas de pensar y actuar a las que se estaba habituado; ni por su nivel de preparación para asumir las nuevas tareas implicadas; ni por supuesto, por su perspectiva acerca del problema que la orden pretende resolver; y menos aún por el esfuerzo, la imaginación, los recursos y el tiempo que requiere atender estas cuestiones previas. Se limita a comunicar sus decisiones y a suponer que el sistema hará que se acaten eficientemente.

Pero esta manera de proceder tiene consecuencias. Por ejemplo, que el currículo no se enseñe. Examinemos, por ejemplo, la variable tiempo ¿Cuánto tiempo necesita un alumno para adquirir los distintos aprendizajes que el currículo le exige? Claro, diremos que eso depende del tipo de adquisición y su grado de complejidad, de las aptitudes previas que tenga cada estudiante, del aporte del grupo, de la calidad de las oportunidades de aprendizaje en el aula, etc. Pero lo cierto es que aprender a razonar la información de manera crítica y a emplearla creativamente para resolver problemas, es mucho más exigente que aprender a repetirla. Si de lo que se trata ante todo es de aprender habilidades complejas –que implican pensar y poner conocimientos en práctica- no podemos perder de vista lo que el propio currículo señala: que ese tipo de adquisiciones exige procesos más largos y una cuota más alta de interacciones de parte del docente en el aula. Luego, enseñar este currículo requiere más tiempo, por el número de habilidades que demanda, por su nivel de exigencia, por los procedimientos que supone. Es más rápido dictar una clase, es más largo un proceso de trabajo en equipo que incluye indagaciones previas y una discusión abierta de ideas.

Ahora bien, aunque no hay estudios empíricos al respecto, el currículo estima gruesamente que dos años son suficientes y por eso agrupa aprendizajes en ciclos bianuales. Pero el tiempo asignado por los profesores a cada uno en su plan anual suele ser arbitrario y no guardar relación con la na­tu­ra­le­za de cada adquisición, sino con su necesidad personal de «agotar» su programa en 4 bimestres. Las evaluaciones nacionales del rendimiento escolar han probado hasta ahora que un ciclo de dos años no ha bastado para que los alumnos adquieran las capacidades lectoras y matemáticas demandadas por el currículo, pero tampoco los aprendizajes cívicos más elementales, a pesar de que el sistema exhibe altas tasas de promoción de grado. Luego ¿Se puede enseñar y aprender en dos años lo que pres­cri­be el currículo para un ciclo? ¿Es sólo o fundamentalmente un problema de plazos?

Si consideramos detenidamente la densidad del currículo, promover simultáneamente una cantidad numerosa de habilidades de elevada exigencia para cada área curricular, en cada estudiante de un mismo grado –lo que implica seguimiento a cada caso y atención a las diferencias- podría resultar muy complejo a un profesor bien intencionado pero inexperto, que no ha tenido oportunidad siquiera de entender la semántica del currículo, más allá de las consabidas cuestiones didácticas relativas al aprendizaje de la lengua y las matemáticas. Una opción pragmática sería simplificarlo al máximo posible, léase reducirlo a sus contenidos teóricos y pasar por alto sus exigen­cias más altas, a fin de hacerlo accesible a su comprensión y sus tiempos. De hecho, esa parece ser la opción de muchos docentes, conminados siempre a «no retrasarse» en el cumplimiento de su programa.

Pero ¿Cómo le iría a un profesor experto? Quizás, un profesor que comprendiera a ca­ba­lidad las demandas del currículo, tuviera las competencias pedagógicas básicas para enseñarlo y diseñara un programa exhaustivo para su grado, termine pasando por alto varias cuestiones esenciales a fin de que el tiempo le alcance para cumplirlo hasta agotarlo, como el diagnóstico inicial de sus alumnos, la evaluación formativa y la retroalimentación a la clase en base a sus resultados, el seguimiento y atención de casos, la motivación continua, el involucramiento a los padres, la diferenciación de estrategias de acuerdo a la diversidad de su aula, la elaboración de materiales especiales, la enseñanza de contenidos de mayor complejidad, entre otros rasgos indispensables de la buena docencia. De este modo, la mayor cobertura del currículo la lograría sacrificando la calidad de la enseñanza y traicionando, finalmente, el sentido mismo de los aprendizajes que debería promover.

Ahora, no es sólo un problema de tiempo ¿Qué añade dificultades adicionales en ambos casos a la posibilidad de enseñar el currículo cabal­men­te? De un lado, no todas las escuelas tienen los mismos estándares de oportunidad. Es decir, la autoridad educativa norma un tipo de currículo cuyo apren­di­zaje tiene prerrequisitos exigentes, pero no los garantiza para todos ni se hace cargo de las consecuencias de esa omisión. Rubén Cervini nos recuerda la expresión opportunity-to-learn, muy empleada en los últimos 20 años en los Estados Unidos y que incluye no sólo estándares de contenidos y desempeños, sino también los criterios para valorar la suficiencia y la calidad de recursos, prácticas y condiciones necesarias en cada nivel del sistema educativo, empezando por las escuelas y terminando en el sistema de gestión, para proporcionar a todos la oportunidad de aprender lo que el currículo pide. Si el estado no visibiliza estos factores, ni valora su necesidad, ni se hace responsable por asegurarlos al costo que sea necesario, quien va a ser señalado como único responsable de la distancia entre el currículo prescrito y el realmente enseñado será el profesor.

De otro lado, en el aula hay diversidad y desigualda­des inocultables que no desaparecen a fuerza de ignorarlas, lo que exige profesores que sepan enseñar en contextos de alta heterogeneidad individual y socio­cultural, manejando con habilidad desniveles y diferencias. Pero ninguno ha sido formado para eso y en las capacitaciones oficiales se les suele conminar más bien a diseñar y ejecutar un programa homogéneo para todos los estudiantes del mismo grado. El reconocimiento a la diversidad ha inundado los discursos, se ha consagrado en leyes, se ha instalado en el mismo currículo, pero no ha logrado penetrar las prácticas pedagógicas ni las políticas de formación docente. A efectos prácticos, se sigue ignorando las diferencias.

También cuenta el lenguaje en que está formulado. No es un asunto de vocabulario más o menos tecnicista, sino de la tenue delimitación pedagógica de lo que se tiene que aprender. Ferrer señala que hay currículos de difícil lectura pues la redacción de sus contenidos no permite distinguir los objetivos de corto y largo plazo ni la articulación entre áreas o grados; varios de sus indicadores de logro se definen de manera confusa y no se distinguen de las actividades de aprendizaje; y otros contenidos conceptuales presentan una débil articulación vertical, pues no se complejizan en función del desarrollo que los estudiantes se supone alcanzarían de un grado a otro.

Por lo demás, el énfasis permanente de las políticas oficiales en el aprendizaje de la lengua escrita y de algunas capacidades matemáticas básicas, no sólo elude sino que agrava el problema de la inviabilidad del currículo escolar, reduciéndolo en los hechos a esas dos áreas. En la medida que esto se hace patente sobre todo en la escuela pública, pues el circuito privado de educación se maneja con mayor amplitud y autonomía, lo que termina de configurarse es un problema de equidad. Es decir, tenemos un currí­culo renovado que prescribe aprendizajes importantes, cuyo logro permitiría a los futu­ros ciudadanos un desempeño óptimo en los escenarios más desafiantes del mun­do contemporáneo, pero que no aplica para los más pobres. Éstos, que son la mayoría de la población escolar, deberán resignarse a una escolaridad que les asegure cuando menos y en el mejor de los casos, el acceso al mundo letrado y a una alfabetización matemática elemental.

Una opción prag­mática propone sincerar el currículo prescrito y convertirlo al currículo enseñado, es decir, al viejo currí­culo por contenidos, más familiar sin duda para los docentes, más cómodo de manejar y más sencillo de enseñar. La razón argüida es simple, aunque no se admita en público: ni los estudiantes ni los docentes del sistema público darían para más… y peor es nada. Otra opción es empezar a crear las condiciones materiales, organizacionales y subjetivas que permitan al sistema y sus escuelas, no sólo a sus maestros, ponerse a la altura de los aprendizajes prometidos por el currículo y garantizados por la ley, empezando por las localidades más pobres del país. Claro, lo segundo es más complejo, pero más justo y en realidad ineludible. Como el currículo.

Luis Guerrero Ortiz
El río de Parménides
Fotografía © La Femme Puissance/ www.flickr.com
Lima, 07 de mayo de 2008

Fragmento adaptado de la ponencia que presentaré en el Encuentro Nacional de grupos de investigación registrados y reconocidos por COLCIENCIAS en el área de educación, el próximo 15 y 16 de mayo en la Universidad Surcolombiana, en Bogotá, Colombia.

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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