No tenía forma de saber a ciencia cierta cuánto tiempo permaneció dormida en ese lugar oscuro y húmedo. Asumía que no estaba sola, presentía la compañía silenciosa de otras como ella. Lo cierto es que esa mañana, un soleado domingo de enero, por fin vio la luz. Alguien la sacó de su pequeño encierro con entusiasmo y empezó a hablarle, a sonreirle. No entendía bien qué estaba ocurriendo, pero sintió el calor de las manos de esa muchacha y se supo a salvo. Todo lucía extraño, no tenía conciencia de haber estado antes en algún otro lugar semejante, algo le decía más bien que este paisaje geométrico e iluminado que ahora se le revelaba no era el suyo.
La muchacha la dejó por un instante. Cantaba, parecía feliz y no dejaba de mirarla mientras limpiaba un objeto de regular tamaño. Al cabo de un rato, las mismas amorosas manos la condujeron hacia un lugar cuyas paredes amarillas exaltaban la luz solar y la dejaron reposando sobre una superficie blanda y húmeda. Sin conciencia de su identidad ni de su historia, el vago recuerdo de una experiencia similar le asaltó de pronto. No sabía qué hacía allí, pero ese nuevo lugar le inspiraba confianza.
La joven no dejaba de hablarle y aunque no entendía qué le decía, su tono era alegre y gentil. No sintió miedo entonces. Se sabía pequeña y frágil, trasladada de pronto a un mundo raro, pero se sentía bien, acogida, cuidada, a pesar de la incertidumbre.
Unos minutos después algo pasó. Aquellas delicadas manos la sumergieron de pronto en una sustancia densa y oscura que, si bien le permitía respirar, la inmovilizó por completo. Sin saber cómo ni por qué, se vio nuevamente encerrada y en penumbra. La oscuridad trajo desolación. Rápidamente pasó del desconcierto a la tristeza y después a la rabia.
¿Quién era esa muchacha?, ¿por qué la trató con tanta delicadeza para después abandonarla en ese lugar?, ¿con qué propósito? A pesar de su mortificación, de alguna manera ese ambiente le resultaba familiar, es decir, presentía haber participado antes de un universo de olores, texturas y sensaciones semejantes. Además, la sonrisa, la voz de esa joven mujer le infundían serenidad y cada vez que la recordaba, esa emoción regresaba a ella. Con el paso de los días se fue habituando otra vez a la falta de luz.
De tanto en tanto, una fuerte humedad la rodeaba y la frescura de ese instante contrastaba con momentos intercalados de muy intenso calor, que le eran igualmente gratos. La voz de la joven se dejaba de escuchar a diario, siempre cálida y alegre. Hay soledades que hieren y asfixian, pero esta soledad empezó a lucir con el tiempo más bien cómoda y benéfica.
Las semanas fueron transcurriendo y ella empezó a experimentar sensaciones aún más extrañas. Por ejemplo, a sentir que se hinchaba, que algo se movía en su interior, como si estuviera poseída por algo vivo. Entonces tuvo miedo. Llego el momento en que esa perturbación interior se fue transformando en un movimiento expansivo generalizado. Era incontrolable. Su cuerpo empezó a alargarse de a pocos y a empujar hacia arriba ese elemento espeso y grumoso que la rodeaba. Era algo que escapaba a su voluntad y que al principio la tenía confundida y nerviosa. Hasta que empezó a agradarle. Por primera vez podía moverse, se sentía cada vez más fuerte, presintió entonces que sólo debía abandonarse a sus instintos para abrirse paso hacia el mundo exterior.
Una noche ocurrió. Milímetro a milímetro, a fuerza de empujar y empujar, esa noche asomó de nuevo a la luz. Una hermosa luna en cuarto creciente iluminaba el cielo y una agradable brisa la acariciaba por primera vez después de un largo tiempo. Estaba afuera. No podía creerlo. Estaba afuera y estaba sola, no había la muchacha ni nadie más. Estaba sola, pero era la soledad que precedía a la conciencia de algo nuevo en su vida.
No estaba la muchacha en ese instante, pero sabía que la luz del sol la traería. Esperó, esperó, esperó toda la noche hasta que el sol empezó a asomar trabajosamente entre las nubes. Y, tal como lo supuso, al poco tiempo ella apareció.
¡Oh Dios mío! exclamó, ¡Oh Dios mío! El asombro de la joven dio lugar rápidamente a una explosión de alegría. ¡Apareciste! exclamó, ¡Ya estás aquí! No entendía por qué este reencuentro podía causarle tanta euforia, pero le era tan fácil contagiarse de sus sentimientos. El júbilo de la muchacha pasó inmediatamente a ser el suyo. Algo cambió sin embargo. La conciencia de sí misma no era la de antes. No se sentía fea, diminuta y deleznable como la primera vez, sino más bien compacta, estilizada y bella. Ahora parecía saber al fin lo que era y para qué estaba allí.
La presencia de la muchacha era fugaz, no podía acostumbrarse a su compañía. Tampoco pertenecía en estricto a su mundo. Además, aunque había salido al fin de su negro encierro, seguía estando sola. Pese a todo, se sentía feliz y en los fugaces instantes en que la joven asomaba, le agradaba ponerse en sus manos. Por lo demás, el sol, el viento y la luna estaban ahora a su alcance y hasta las nubes del atardecer arrullaban su sueño. Era como sentirse nuevamente en casa.
Ana Lucía. Ese será tu nombre, le dijo. Esta vez la entendió y le sonrío a su modo.
Lima, 10 de febrero de 2013
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