Las palabras del director a los nuevos padres de familia denotaban convicción y sinceridad. Imposible no recibir confiados expresiones tan razonables. Muchas cabezas en el auditorio asentían sin titubear. Fue en ese instante cuando Flor levantó su mano, animada por el tono afectuoso de la autoridad, para plantearle una simple pregunta: «¿Los profesores tendrían esa misma receptividad cuando los padres les hagamos, alguna vez, observaciones sobre su forma de enseñar o sobre algunas decisiones con las que podríamos no estar de acuerdo?» El rostro hasta entonces afable del director se transformó de pronto para responder con inusitada seriedad que allí todos se esforzaban por darles lo mejor a los alumnos y que no eran frecuentes las quejas de las familias.

Lo más interesante de esta historia, sin embargo, no fue la revelación de un director amable pero sin disposición a la reciprocidad en el trato con los padres y sin apertura a cualquier manifestación que le sonara a crítica. Lo más elocuente fue la escena de numerosos padres de familia clavando sus ojos sobre Flor con evidente rechazo y desagrado. Varios de ellos, que habían sido especialmente amistosos días atrás, tomaron distancia a partir de ese día. Necesitaban enviar señales visibles a la autoridad de que, por si acaso, ellos estaban de su parte y no del lado de la «revoltosa».

Lamentablemente, no estamos ante un episodio extraño sino bastante común en numerosas escuelas e instituciones públicas. No es infrecuente que todo aquel que exprese un desacuerdo con la autoridad no sólo sea tomado por conflictivo, sino que además se adopten medidas contra él. En verdad, se aprende desde el colegio que protestar o discrepar se ve mal y trae más problemas que soluciones. Lo sabe el niño víctima de un maltrato de su profesor pues comprueba que la queja sólo devuelve represalias, abiertas o encubiertas; y lo confirma después si acaso ingresa a alguna institución de educación superior. Lo reafirmará cuando ingrese a un centro laboral y descubra que su contrato puede renovarse no sólo si trabaja bien sino si, además, mantiene la boca bien cerrada. Lo sellará con fuego si ejerce su derecho de opinión y se pronuncia en público contra alguna insensatez de la autoridad política de turno, para enterarse después que su nombre ha sido vetado para eventuales contratos en las instituciones que, de un modo u otro, dependen de dicha autoridad para funcionar.

Mucha gente lo sabe por experiencia y por eso no se queja ni quiere juntarse con los que disienten. No importa lo justo y lo evidente de sus motivos o cuan afectados estén ellos mismos por la misma razón, sea que se trate del abuso del conductor de un bus, de un renombrado catedrático o de un Ministro. En 1633 Galileo Galilei fue obligado bajo amenaza por el Santo Oficio a una retractación pública por hacer afirmaciones en contra de la verdad oficial. No importaba que no creyera en ella, importaba que no se lo diga a los demás. Han pasado casi 400 años desde entonces y se ha extendido la democracia en casi todo el planeta. Pero en muchas escuelas e instituciones de gobierno, donde la discrepancia es vista como agravio o deslealtad, se sigue educando a favor de un pacto de silencio en la vida pública.

Luis Guerrero Ortiz
El río de Parménides
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio
Ilustración © Quino/ Imágenes UFA/ www.flickr.com
Lima, viernes 05 de Junio de 2009

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