Cuentos

Departamento 201

«Entonces yo, Daniel, miré, y vi que otros dos estaban de pie, uno a este lado del río, y el otro al otro lado del río»
Libro del profeta Daniel 12:5

A Daniel le sobrevino de pronto un sudor frío. Parado frente a aquella vieja puerta de madera y en ese corredor oscuro, a esas horas de la madrugada, con los pies descalzos sobre una losa helada, no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. No sabía qué debía hacer ahora. Había intentado advertirlo hace días sin que nadie le preste oídos. Ni su esposa, mortificada y asustada con su comportamiento, lo apoyaba en su empeño. Estaba solo en esto. Ahora debía intervenir y estaba dispuesto a hacerlo, sin importarle el precio.

Todo empezó tres días antes, cuando se mudó a un antiguo departamento en la cuadra 3 de la Av. Canevaro, en la esquina con General Córdova. Era un edificio naranja de cuatro pisos que albergaba unas doce familias. De pasadizos lóbregos y desaseados, con unos sesenta años de antigüedad cuando menos, no mostraba señales de haber gozado de un buen mantenimiento en mucho tiempo. Una pareja se acababa de mudar a los Estados Unidos con uno de sus hijos que había obtenido ya la nacionalidad, después de años en condición de ilegal. Entonces decidieron poner en alquiler el departamento y la noticia le llegó a Daniel por intermedio de amigos.

Empleado de confianza durante largos años en una ferretería del mismo distrito, un trabajo en el que tuvo que refugiarse después de ver frustrada su carrera de músico por falta de medios económicos, Daniel estaba urgido de mudarse con su mujer pues se encontraba a punto de ser echado a la calle, nada menos que por sus suegros. No era ni de lejos el lugar soñado, pero estaba disponible, lo alquilaban barato y quedaba tan cerca de su trabajo que podía movilizarse a pie. Era una buena oportunidad.

En medio de tantos bultos y con la casa a medio armar, la primera noche de aquel viernes no le fue fácil conciliar el sueño. El desvelo, sin embargo, le permitió reparar que la pareja del departamento de abajo, la del 201, discutía a gritos. No le era difícil escucharlos desde la ventana que daba al tragaluz interior del edificio, aunque a veces bajaban el tono y no podía ya seguir el curso de la pelea. Elena, su esposa, costurera de oficio y próxima a cumplir los 40, estaba concentrada en el desembalaje y no le prestaba mucha atención a sus comentarios. A ratos, sólo atinaba a decirle que no sea chismoso y mejor ocúpate de algo más útil porque trabajo hay.

A la 1.30 de la madrugada, Elena dormía y un insomne Daniel miraba televisión desde su cama. Entonces la bronca del departamento de abajo se reanudó. Le fue imposible ignorar los gritos y se asomó nuevamente a la ventana interior para escuchar mejor.

Irene, ¿qué significa esto? Ay Eduardo, por favor, estoy harta de tus celos, ¡déjame en paz! Tengo derecho a tener los amigos que me dé la gana ¡Basta ya!

Luego se escucharon insultos, más reproches, burlas de ambas partes, a cada cual más hiriente. De pronto el silencio, sollozos casi inaudibles que se fueron extinguiendo de a pocos. Daniel corrió a despertar a Elena. No puede ser que no escucharas. Por favor basta, estaba durmiendo, no oí nada, ahora déjame descansar y no sigas espiando a los vecinos.

El sábado fue un día ajetreado. Martillo y clavos por acá, insecticida allí, un poco de pintura por allá, agua y trapeador por aquí, cajas vacías amontonadas en una esquina estorbando el paso y las botas todas esta misma noche, pero y si mejor las vendemos; y quién te las va a comprar, no quiero verlas mañana. Al caer la tarde, la pareja estaba fatigada y cayó rendida a la cama. Mientras picaban un pye de manzana y aprovechando el instante de paz, Daniel le contó lo de la pelea a Elena, ella le dijo que no la había oído pero que ojalá no se vuelva costumbre pues no le gustaban los escándalos. Ambos se durmieron casi al instante mirando las noticias de las ocho.

El reloj marcaba las 11.30 pm cuando el frío y las voces despertaron a Daniel. Nuevamente una riña. Pegado a las ventanas que daban al tragaluz, escuchó con nitidez los airados reclamos de Irene.

¡Tú me has hackeado el correo! ¿Con qué derecho? ¡Eres un enfermo! ¡Todos son sólo amigos! ¡Tienes la mente asquerosa!

La voz de Eduardo se impuso finalmente y se le escuchó decir de forma altisonante que las cosas no se iban a quedar así, que ninguna mujer lo iba a poner en ridículo y verás de qué forma voy a hacer respetar lo que es mío. La advertencia fue seguida del ruido de un vidrio quebrándose y de objetos contundentes estrellándose contra algo que parecía un piano o un órgano, por el sonido que arrancaba de las teclas. Una sombría sinfonía de gritos y ásperos ruidos fue desplazando a las palabras hasta pasada la medianoche.

Esa mañana Daniel despertó ofuscado. Le relató la nueva bronca a su mujer que, por supuesto, tampoco la había escuchado. Hay que hacer algo, le dijo, no es posible que esta pareja ventile sus problemas a voz en cuello, perturbando a los vecinos. Además, parece que ya pasaron a la etapa de lanzarse cosas. Voy a bajar, ¿me acompañas? Ay Daniel, no me gusta nada esto, le dijo Elena, pero bueno, voy contigo. Se sentaron entonces sobre la cama, se pusieron las sandalias y las batas, y bajaron al 201 a tocarles la puerta. Timbraron una y otra vez durante 15 minutos sin que nadie les abriera. Quizás están durmiendo, dijo ella.

Daniel se dirigió entonces al departamento de al lado. Una señora bastante mayor entreabrió la puerta con cautela. Se presentó, se disculpó por molestarla tan temprano, le preguntó si había escuchado la bulla de anoche y si esos escándalos eran frecuentes. Pero la señora no recordaba haber oído nada. A lo mejor señor, le dijo, pero yo ya no escucho bien y me tomo medio diazepam antes de acostarme. Allí vivía un anciano de apellido Orbegozo, aunque hace tiempo que no lo veo, a lo mejor ha fallecido o su familia se lo ha llevado.

Daniel quería insistir con otro departamento, pero su mujer lo detuvo, ya vámonos, le dijo, no seas cargoso, vamos a caer mal a los vecinos. Es que no es posible, replicó él, toda pareja tiene sus problemas pero, ¿por qué tengo yo que enterarme? La viejita dice que no ha oído nada y tampoco sabe quién vive allí ahora ¿puedes creerlo?

A media mañana, Daniel escuchó la melodía de un piano y venía de abajo. Era el Nocturno de Chopin, lo conocía bien. Son ellos, pensó, entonces sí era el sonido de un piano el que escuché anoche. Ya están en casa, es la ocasión. El ferretero volvió a bajar sin decirle nada a su mujer y se paró frente a la puerta del departamento. Desde ahí, la melodía se escuchaba más nítida aún, pero ahora le parecía más bien el sonido de un órgano electrónico. Lo pensó unos instantes, respiró hondo y tocó. Tocó varias veces, pero nadie abrió. La melodía se seguía escuchando. Bueno, no me han querido abrir, dejémoslo ahí, espero que la pelea no se repita esta noche, le dijo a Elena después.

Cerca de las dos de la tarde la pareja salió a almorzar a una pollería del barrio. Mientras consumían con parsimonia la media parrilla que ordenaron, Daniel soltó de pronto una queja.

  • Tus padres me tenían cansado, en buena hora nos largamos de esa casa.
  • Pero, Daniel, estuvimos 5 años arrimados allí, no cabíamos tanta gente y tú lo sabes
  • ¿Y cómo a tu hermana no le decían nada?
  • Es que ella es separada y no tiene a dónde ir con su hijito, eso también lo sabes
  • Es la ley del embudo…
  • Mira, mejor cambiemos de tema o terminaremos peleando de nuevo.

A propósito de peleas, dijo Daniel, estoy preocupado por los vecinos de abajo. Van dos noches que no nos dejan dormir. Pues a mí sí, respondió Elena, tú eres el que está pendiente de la vida de ellos. Pero Elena, se escuchan gritos, golpes, llantos. Esta mañana tocaban el piano ¿Tampoco lo oíste? No escuché ningún piano, le respondió, sabes que cuando coso me pongo los audífonos para escuchar mi música. ¡Es el colmo! ¡Nunca escuchas nada!

La noche del domingo la casa lucía más ordenada, quedaba sólo un par de cajas por desembalar, todo lo demás estaba ya en su lugar. A las 10.15 pm la pareja se metió a la cama y se dispuso a dormir, agotados una vez más por la faena. El sueño vino pronto, las luces se apagaron, el edificio entero cerró los ojos.

02.00 de la mañana. Se filtra por las ventanas el Claro de Luna, una suite para piano de Claude Debussy. Daniel, entre dormido y despierto, la logra escuchar y se estremece. Era una melodía que a él le gustaba ensayar cuando estudiaba música, en el viejo órgano que después se vería obligado a vender. Debe ser Irene, piensa, no creo que un tipo tan tosco como Eduardo sea capaz de tocar con tanto sentimiento.

02.50 de la mañana. ¿Dónde has estado hasta esta hora?, ¡estás borracho, Eduardo!, ¿por qué estás haciendo esto? ¡Calla la boca, mierda! ¿Sabes qué, Eduardo? Esta es la casa de mi padre, lárgate de aquí ¡no quiero volverte a ver!

Luego vino un forcejeo, golpes, chillidos, gritos de auxilio. Están masacrando a Irene, pensó Daniel y corrió al teléfono ¿Serenazgo? Por favor vengan urgente, una mujer está siendo golpeada. Anoten la dirección.

A los 15 minutos llegaron los serenos, pero en el 201 ya todo estaba en silencio. Tocaron la puerta repetidas veces exigiendo que abran pero nadie respondió. A pesar de la hora, tuvieron que molestar a los vecinos del piso para interrogarlos por el incidente. Ninguno había escuchado nada y tampoco conocían a la susodicha pareja. Todos coincidieron en que ese departamento era de un señor mayor de apellido Orbegoso, que ya no se le veía por ahí. Suponían que estaba vacío y desconocían que otra familia lo estuviera ocupando.

Se levantó de todos modos un acta del incidente. Para los serenos seguía en pie la sospecha de que el departamento sí estaba habitado y que sus moradores no habían querido abrir. Daniel se sentía frustrado. Quizás él mismo debió intervenir sin esperar a nadie. Su esposa estaba asustada y apenada a la vez, pues si esto estaba ocurriendo, la mudanza había resultado un mal negocio, pero si se trataba sólo de un malentendido producto del cansancio y el sueño de su marido, estaban comenzando mal en el vecindario.

Elena era una mujer discreta. Había sufrido mucho los años que vivieron en casa de sus padres porque allí no tenían ninguna privacidad, pero Daniel se había quedado sin trabajo de un día para otro y hasta que consiguió colocarse en esa ferretería la pasaron bastante mal. Como allí tuvieron que aguantar toda clase de intromisiones durante tanto tiempo, ahora cuidaba mucho su intimidad. Por eso le disgustaba que Daniel estuviera tan pendiente de la vida de los vecinos. Ella preferiría no saber nada.

El lunes, de regreso de la ferretería, Daniel fue de frente a visitar a los vecinos del cuarto piso. De seguro que ellos sí habían oído algo, pues las voces subían directo por el tragaluz. Interrogó a las tres familias sobre los incidentes, pero nadie le daba razón de nada con plena certeza.

  • Creo que sí –le dijo el del 401, le estaban pegando a un niño, ¿no?, me pareció escuchar el llanto de un niño pequeño.
  • A lo mejor es verdad, señor, le dijo la del 402, por esa claraboya todo se escucha, más aún los pleitos, pero no sabría decirle de antenoche porque ayer no regresamos hasta después de las tres, fuimos a un matrimonio el sábado.
  • ¿Cómo es posible que no haya escuchado los gritos? Increpó ya ofuscado al vecino del 403.
  • Yo que usted me tomaría una pastilla para dormir, le respondió con ironía, y le aseguro que tampoco escuchará nada, ni sus propios ronquidos.
  • ¿No hay un administrador en este edificio?
  • Uy, eso fue hace mucho tiempo, aquí cada uno ve por lo suyo, señor, le aconsejo que haga lo mismo.

Daniel se declaró entonces en estado de alerta y se sentó al lado de la ventana interior con el celular en una mano y una llave inglesa en la otra. Acuéstate por dios, le gritó Elena desde el dormitorio. Duérmete, mujer, yo sé lo que hago, le respondió él.

Sería poco más de las 10.00 pm cuando sintió otra vez el órgano, esta vez sonaba un intermezzo de Brahms. A las 12.30 se escuchó abrir y cerrar la puerta. Tenía que ser Eduardo. Irene seguía tocando, parecía no haberlo oído. De pronto, el concierto se detuvo. Se oyó caer con fuerza la tapa del instrumento, luego vino el silencio. Al poco rato, se oyó la voz de él hablando por teléfono. Daniel estaba en el clímax de su angustia. Como no escuchaba bien lo que decía, decidió bajar. Tenía que saber qué estaba ocurriendo allí.

Fue así que terminó parado en esa noche fría frente a la vieja puerta de madera del 201. Estaba descalzo, pues no quería que sintieran sus pasos. La conversación de Eduardo se escuchaba ahora con claridad. Estaba pidiendo apoyo. Tú prometiste ayudarme, se le oyó decir, no te eches para atrás. Ven rápido, tú sabes que solo no puedo sacarla de aquí. A Daniel se le heló la sangre ¿La había matado? Su cabeza le estallaba. Debía hacer algo. Ese maldito no se saldría con la suya.

Daniel se apartó unos pasos, sacó valor del lado más primitivo de sus genes y tomó impulso. Luego arremetió contra la puerta con violencia y logró abrirla de par en par al segundo empellón. Por fin se descorría el velo del misterio y tenía ante sus ojos lo que podría ser la escena de un crimen: una pequeña sala comedor con elegantes muebles de madera y paredes pintadas de gris, sin cuadros ni ornamentos, con un hermoso y compacto piano electrónico, al pie de la ventana que daba al tragaluz interior, y sobre el piso, una guitarra rota. Sin medir el peligro, recorrió la casa blandiendo la llave inglesa con su mano izquierda, pero no halló a nadie ¿Por dónde habría huido Eduardo?, se preguntó. Su instinto lo llevó después hacia el piano y allí, al costado del taburete, sobre una alfombra beige, estaba una mujer joven y agraciada, de tez blanca y cabellos cortos de color castaño, con el cuello roto. La habían ahorcado con una cuerda de guitarra.

Daniel se derrumbó. Preso de una crisis nerviosa empezó a llamar a su mujer a gritos. Marcó desesperado el número del Serenazgo y les suplicó con voz temblorosa que traigan una ambulancia. En ese instante, arrodillado al pie del cadáver de Irene, se le nubló la consciencia por completo. Quiso salir corriendo hasta su casa, pero tropezó con el taburete y cayó pesadamente sobre una mesita de vidrio con adornos de Murano. Cuando recuperó la lucidez, estaba en la cama de un hospital. Elena estaba a su lado, mirándolo con angustia.

Elena, ¿qué me ha pasado?, ¿dónde estoy?, preguntó ¿Atraparon a Eduardo? ¿Qué pasó con Irene? ¿La pudieron salvar? Su mujer lo abrazó con fuerza y le dijo que necesitaba descansar, que mejor no hable. Pero él insistió, necesitaba saber qué había pasado después de su desmayo.

  • Daniel, cuando bajé a verte te encontré tirado en el suelo dentro de ese departamento. Felizmente, el Serenazgo trajo una ambulancia y pudimos trasladarte rápido hasta aquí.
  • Pero, ¿no recogieron a Irene?, ¡quizás se podía hacer algo por ella todavía!
  • Daniel, escúchame bien, no había ninguna mujer allí. El 201 estaba vacío. No había nada ni nadie, ni muebles ni gente, excepto tú caído sobre el piso.

Daniel se incorporó y sujetó a Elena por los brazos.

  • Eso no puede ser cierto, mujer. ¡Dime la verdad, por favor!
  • La verdad es que nadie en el edificio ha visto a esa pareja jamás y cuando te decían que ese departamento estaba vacío era porque en verdad lo estaba.
  • ¡No es cierto, no es cierto, yo he estado allí!
  • Tranquilízate, amor, has estado muy estresado por la mudanza, me siento culpable por no haberme dado cuenta a tiempo, eso le expliqué a la policía. Quiero que regresemos pronto a casa y olvidemos todo esto.

Daniel estuvo tres días en el hospital, fue evaluado por un psiquiatra y se le practicaron varios exámenes. Al final le dieron de alta, pero con la recomendación de llevar una vida tranquila. Le dieron siete días de descanso y durante todo ese tiempo, a pesar de tener metidas en su cabeza las melodías de Chopin, Brahms y Debussy, que regresaban a él intermitentemente, hizo un esfuerzo enorme por convencerse a sí mismo de que todo no había sido más que una alucinación producto del estrés.

Al cabo de esa semana, Daniel regresó a trabajar. Estaba algo más sereno, aunque no del todo convencido de que lo había soñado. Al volver de su primer día de jornada, encontró a Elena parada delante de la ventana que daba a la calle lateral, mirando hacia afuera.

  • ¿Qué pasó, mujer?, ¿qué hay ahí?
  • Mira, hay un camión de mudanza, están bajando muebles, ¿no lo has visto al subir?
  • Sí, pero no presté mucha atención, ¿aquí es la mudanza?
  • Sí, es aquí, hay que bajar a ayudar, Daniel, es una pareja y los veo afanosos moviendo todo, veo solo al chofer y a un chiquillo ayudando.

Hola, les dijo Daniel, somos sus vecinos, ¿podemos ayudarles? Muchas gracias, me llamo Eduardo López, dijo él, mientras aceptaba su ayuda para bajar del camión algo que parecía ser un piano electrónico.

Entonces Daniel enmudeció. Al lado de Eduardo estaba una muchacha joven, de tez blanca y cabello corto de color castaño, quien los miraba sonriente mientras sujetaba una caja de cartón con adornos de Murano.

Muchas gracias por su ayuda -dijo la mujer, nos estamos mudando al departamento que era de mi padre, el 201. Me llamo Irene Orbegozo.

 Lima, 19 de abril de 2014

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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