Recuerdo bien el día en que se arruinaron. Estaba explicándole algo importante a un concurrido auditorio, cuando de pronto ocurrió. Había vivido ya un episodio similar semanas atrás, pero que pudo arreglarse en el instante. Lo de ahora, sin embargo, parecía más serio, más estructural. Han pasado meses desde entonces y a lo largo de este tiempo, mis intentos por reparar el perjuicio fueron siempre infructuosos, pero no por falta de oportunidades sino de paciencia. Nadie me ofrecía una solución instantánea y hasta veinticuatro horas era un plazo demasiado largo para soportar tanta penumbra.
Fue entonces que las soluciones provisionales –precarias pero efectivas- se fueron convirtiendo en permanentes. A efectos prácticos, la vida fluía igual y el daño no parecía afectarme demasiado. Pero algo andaba mal y eso no pasaba desapercibido. Miradas y admoniciones se fueron acumulando con los días, las semanas y los meses, empujándome cuando menos a no borrar el tema de mi lista de asuntos pendientes ni a quitarle la etiqueta de urgente.
Pronto se me ocurrió imponerme un requisito adicional: escuchar una opinión experta que me indique, con más autoridad que mi sentido común, qué clase de solución debía darle a este incidente. A lo mejor estaba buscando reparar lo irreparable y necesitaba más bien echar mano de una opción diferente, más radical. Ciertamente, encontrar las oportunidades para acudir al especialista resultó mucho más complicado pero, como el asunto tenía una importancia mayor, la espera valía doblemente la pena. Y el almanaque seguía su marcha, siempre en vano.
Las fórmulas transitorias de la espera, de una espera interminable y para más de uno inexplicable, dejaron poco a poco de ser cómodas, sin que ninguno de mis apremios inspirara compasión al reloj ni al calendario. Ni a mí mismo. Más allá de los ritos consabidos del autoengaño o quizás gracias a ellos, el estropicio en realidad fue perdiendo importancia. Como nos suele ocurrir, pasó a formar parte de la normalidad de mis días.
Un buen día, sin embargo, de un modo tan inusitado como el que le dio origen, la solución a este asunto cayó del cielo. Una tarde, así como Melpómene o Erato, desde el cielo de Zeus, una presencia inesperada me condujo hasta ella. Sin margen para pensarlo mucho, me dejé llevar e hice lo que me dijo que tenía que hacer. Y ocurrió el milagro. En tres vertiginosas horas resolví sencillamente lo que no supe resolver en ocho meses. En los días siguientes, esa presencia casual se volvió a esfumar.
Han pasado algunas semanas y ahora casi todo ha vuelto a la normalidad. La luz otra vez tiene colores y no salgo de mi asombro cada vez que amanece. Todo se ve más claro nuevamente, mis lecturas, mis calles, mis deudas, las montañas que me quedan por trepar, hasta mis esquinas rotas. Piérides, regresa. Aún hay más que remediar.
Lima, 21 de mayo de 2012
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