En su novela El Profesor, Frank McCourt describe así a sus primeros estudiantes: «Los chicos que llegan son alumnos de segundo de secundaria, tienen dieciséis años, llevan once años en la escuela, desde el jardín de infancia hasta hoy. Así que han visto pasar profesores de todo tipo: viejos, jóvenes, duros, amables. Los chicos observan, escudriñan, juzgan. Entienden el lenguaje corporal, el tono de voz, el semblante en general». El autor los reconoce como verdaderos expertos en maestros. Lamentablemente, no puede decir viceversa. «Esos chicos son diabólicos» le advertían al joven McCourt los profesores más antiguos de su escuela. «No son, repito, no son tus aliados naturales. Cuando te dispones a enseñarles una lección de verdad sobre gramática o algo así, ellos se lo huelen y te salen al paso, muchacho. No los pierdas de vista». Si los estudiantes conocían bien a sus maestros y sabían cómo actuar con cada uno para lograr sus propios objetivos, los docentes en cambio sólo percibían en ellos un grupo de demonios dispuestos a llevarlos al infierno. Por eso no lograban nada con ellos.
Hoy en día tenemos bastante claro que lo primero que necesita saber el docente profesional es diseñar procesos de aprendizaje que partan de un conocimiento cabal de las personas que aprenden, un conocimiento basado en datos y en un discernimiento racional, no en prejuicios ni suposiciones. Nos referimos a procesos que relacionen coherentemente este conocimiento de las personas, con un conocimiento no menos suficiente de los medios disponibles y los resultados esperados. Procesos además bien fundamentados en información previa, y ajustados a las características de cada una de estos tres componentes. Sensiblemente, la tradición ha confundido este maravilloso pero exigente arte combinatorio con un ejercicio tedioso de planificación formal, que se reduce a llenar matrices distribuyendo contenidos curriculares y actividades en el tiempo de manera secuencial, como si bastase el currículo y un calendario para imaginar y construir un proceso educativo futuro que involucra a seres humanos.
Esta primera síntesis, entonces, debiera permitir responder tres preguntas básicas: ¿Qué se necesita aprender? ¿Quiénes son los que deben aprenderlo? ¿Cómo pueden aprenderlo? Naturalmente, debiera ayudar además a relacionar las tres respuestas para poder diseñar un proceso coherente. Cada uno de los aprendizajes demandados por el currículo, en todas sus implicancias, necesita ser logrado por personas de carne y hueso cuya experiencia de vida, corta o larga, ya le ha aportado saberes que los acercan o los alejan de la meta planteada. Este primer cotejo me debe permitir además seleccionar entre los mejores medios disponibles, aquellos que más se adecúen al caso.
Desde el paradigma de la profesionalidad, resulta hoy inconcebible que un docente decida qué se necesita hacer en la clase sin considerar la particularidad de los aprendices ni distinguir con claridad todas las implicancias para la enseñanza del tipo de capacidades que deberían desarrollar. La costumbre, sin embargo, ha inducido a los maestros a responder apenas la primera pregunta, asumiendo que el currículo o los libros daban una respuesta suficiente sobre qué enseñar. La segunda pregunta les fue siempre innecesaria, pues los estudiantes eran sólo una masa anónima a la que bastaba un número para ser identificada. Luego, esforzarse por conocerlos mejor era un gasto inútil, dado que esa información no aportaría nada al diseño predefinido y estandarizado de los procesos. La tercera pregunta –la que inquiere por el cómo- les ha sido asimismo demasiado obvia, dado que un solo camino les fue siempre suficiente para enseñar todo a todos.
Hacia mediados del siglo XX, los maestros encandilados con las herramientas didácticas y las actividades van a interesarse más en la tercera pregunta, pero van a seguir salteándose la segunda, es decir, van a seguir descartando la necesidad de poner mayor atención a la identidad de sus alumnos y a las diferencias en el aula. La creencia en la suficiencia de una sola ruta para llegar a las metas de aprendizaje tiene raíces que se hunden en una historia de más de 300 años y sigue siendo hegemónica entre los maestros. Desde el paradigma de la profesionalidad, en cambio, al maestro le resulta ineludible no sólo responder las tres preguntas sino entrelazar las tres respuestas. Es decir, necesita establecer en cada caso quiénes son los que necesitan aprender, qué necesitan saber y cuáles son los modos más adecuados para que puedan lograrlo.
Para un maestro profesional, un supuesto básico de la docencia es tener un conocimiento satisfactorio tanto de las demandas del currículo y las disciplinas que les sirven de sustento, como de los sujetos que aprenden y de las diversas alternativas didácticas disponibles. Las conocidas deficiencias de la formación inicial de los docentes han llevado a muchos a enfatizar tanto este aspecto, que pareciera que el conocimiento de los contenidos a enseñar y de una buena mochila de didácticas fuese suficiente para ser maestro. Desde esta ligera apreciación –que sigue partiendo de la premisa de que enseñar es informar y explicar- se defiende la idea de que los profesionales de cualquier disciplina pueden ser admitidos como docentes en las escuelas.
No obstante, la profesionalidad docente exige a la vez un conocimiento profundo de la pedagogía –de sus enfoques, teorías y estrategias- pues es desde allí que se hace posible relacionar consistentemente las respuestas a las preguntas por el qué, quién y cómo, para traducirlas en procesos educativos pertinentes a las personas, a los resultados buscados y a los medios seleccionados.
El saber clínico de un psicólogo o un médico no se reduce a su conocimiento de las técnicas terapéuticas y es el que le permite discernir entre dos casos que presentan síntomas parecidos. Es el que le permite, asimismo, relacionar las teorías con el diagnóstico y el tratamiento. Del mismo modo, el saber pedagógico del docente no es el que le aporta recetas metodológicas universales ni un arsenal de juegos o técnicas de grupo, listas para aplicar. Es más bien el que aporta el encuadre, la información y los criterios –necesariamente multidisciplinarios e interculturales- para interpretar y valorar lo que cada caso demanda en términos de necesidades y posibilidades de aprendizaje, así como para discernir la opción más pertinente de respuesta de parte del profesional.
Queda una cosa por resolver y tiene que ver con la viabilidad de los procesos diseñados, habida cuenta que configuran futuros previendo una conjugación deseable de voluntades y condiciones diversas. Edgar Morin afirma que el conocimiento es siempre una aventura incierta porque conlleva en sí mismo el riesgo de la ilusión y el error. Por esa razón, la acción humana es decisión y es elección pero también apuesta, porque no hay certezas absolutas y sí conciencia del riesgo. Desde el momento en que una persona emprende una acción, ésta empieza a escapar a sus intenciones. En ese sentido, dice Morin, la mejor manera de planificar afrontando la incertidumbre es recurriendo a la estrategia, pues ella anticipa escenarios de acción examinando las certezas y las incertidumbres de la situación, las probabilidades y las improbabilidades. Es por eso que la estrategia debe prevalecer sobre el programa, pues toda planificación por muy bien diseñada que resulte, será siempre una hipótesis de intervención.
Todo lo dicho hasta aquí completa la primera síntesis característica al ejercicio de la docencia en función de un primer resultado: procesos de aprendizaje coherentes, sustentados en información y donde el eje articulador son los sujetos que aprenden en toda su diversidad. La segunda síntesis tiene que ver el desarrollo de este proceso así imaginado en la realidad. En un próximo artículo explicaremos cómo aplica las tesis de Morin sobre la estrategia, pues todos los procesos educativos suponen interacción con grupos humanos inevitablemente heterogéneos, tanto o más complejos como los que McCourt describe; con determinados parámetros, regulaciones y culturas institucionales; así como con entornos siempre ricos en posibilidades, escasamente aprovechadas en general.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Fotografía © Vicky-Victoria/www.flickr.com
Lima, 24 de setiembre de 2012
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2 Comments
ROBERTO BARRIENTOS
Mientras leía tu reflexión vino a mi mente lo que Emilio Tenti nos decía en clases "el profesor debe ser experto en cultura juvenil". Un descubrimiento aún ausente en los procesos de formación docente.
Respecto a lo que comentas de Morin, David Hopkins lo llama "la aventura del aprendizaje". Creo que si no generamos esa capacidad de aventurarse en los docentes y luego en los alumnos, no se puede hacer mucho, pero para ello es necesaria una capacidad humana previa y fundamental, la capacidad de asombro frente a lo real. En la biografía de Einstein de Isaacson se afirma que la enseñanza de las ciencias en las escuelas debe ante todo un aprender a cuestionar las estructura existentes. Así han surgido todas las nuevas teorías científicas.
luisguerrero
Esa sensibilidad con la persona, el gesto, la palabra, de la que nos hablas Roberto, es la de un profesor situado lúcidamente en el aquí y ahora, en el presente de su actuar, conectado en cuerpo y alma con sus chicos, atento a lo que piensan, creen y sienten, convencido de que de esa conexión depende el éxito de su trabajo pedagógico en el aula. Convengo en que esa capacidad de asombro frente al otro es previa al necesario conocimiento de la cultura de una generación más joven que la suya, a la que solemos acercarnos con prejuicio. Gracias por escribir.