Cuentos

El arreglador

¿Le gustaría ser mi asistente? Esa fue la pregunta con la que se inició el vínculo entre ambos. Durante toda la función, a Matías le llamó la atención la presencia imperturbable de esa joven sentada en primera fila, que no aplaudía ni sonreía ni gritaba de asombro como los demás espectadores, pero que no le quitaba la vista de encima ni por un instante. Nunca se sintió tan escrutado por nadie como esa noche. Al mago le gustaba trabajar solo en el escenario, pero fue la curiosidad la que lo empujó al final de la jornada a acercarse a ella. La muchacha, que había presenciado el acto muy circunspecta, sonrío por primera vez y le dijo sin titubear: encantadísima.

El taller de Matías, ubicado en el sexto piso de un viejo edificio en Miraflores, era relativamente pequeño, desordenado, atiborrado de artefactos extraños, fascinante a la vez por la gran cantidad de curiosidades, mapas, diagramas e ilustraciones allí reunidos. En una esquina, instalados en unos muebles de cuero negro bastante bien conservados pese a su antigüedad, Denisse y el mago sostenían su primera conversación laboral. Ya no sé qué más sacar del sombrero, le confesó Matías. La magia ya no me da para vivir, ahora debo hacer otras cosas para pagar la renta y eso no me permite seguir investigando como antes. Necesito ayuda en eso. Necesito cosechar ideas nuevas.

Matías no era precisamente Richard Ross, un maestro de la Magia de Escena y del arte de la desaparición. Tampoco era un Howard Thurston, uno de los grandes precursores del ilusionismo. Pero tampoco era un mal mago. Su nombre sonaba en el medio tanto como el de otros, era conocido, tenía su público. Lo que ocurría es que ya necesitaba renovarse. No podía seguir repitiendo los mismos trucos. Antiguamente se decía que los dones de los magos eran innatos o adquiridos por haber hecho contacto con la sangre de un dragón. Ahora la magia era una profesión y, por lo tanto, necesitaba cultivarse. Eso suponía tiempo y esfuerzo.

La joven lo escuchó atentamente y le dijo algo desconcertada, ¿Por qué yo? Usted es muy conocido, pero usted a mí no me conoce. Sé que los magos se acompañan de chicas jóvenes para distraer al público mientras hacen sus trucos ¿Para eso me quiere? Yo soy maestra, no sé qué ideas podría aportarle al gran Matías. Denisse, no diga eso, le respondió, usted me intriga. Me ha observado durante toda la función sin mover un músculo, como si nada de lo que veía le llamase la atención. Creo que usted sabe bastante más de lo que aparenta. Dígame, ¿qué opina de mis números?, ¿hay algo que no le gustó?, ¿alguna cosa que podría hacerse mejor o diferente? Intuyo que usted sí tiene ideas, quiero conocerlas.

Denisse sonrió. Lo miró en silencio, tomó un sorbo de café, suspiró y empezó a hablar. Es usted muy intuitivo. Mi abuelo, el padre de mi padre, fue mago. No lo conocí, murió antes de que yo naciera, pero desde niña papá me contaba muchas historias sobre él. Dice que fue un mago imaginativo y muy estudioso. Uno de sus libros de cabecera era una vieja edición de “La rama dorada”, el famoso libro sobre magia y religión de James Frazer que usted de seguro conoce. Mi papá lo conservaba. Él acompañó a su padre a todas sus presentaciones hasta el final de su adolescencia, nunca practicó la magia, decía que no tenía el don, pero se sabía muchos trucos. Lo que mi padre sí heredó de mi abuelo fue el arte de arreglar cosas, toda clase de aparatos, sus hijos y después sus nietos lo llamábamos ‘el arreglador’.

Los atardeceres de verano eran muy hermosos en esa esquina del taller. Desde el sexto piso y en cualquier día sin nubes, el amplio ventanal que daba hacia el lado oeste permitía ver las puestas de sol tiñendo de naranja ese lado de la ciudad. Esa era la hora y la escena en la que Matías escuchaba con atención las palabras de esa muchacha.

—Pero hija, háblame más sobre tu abuelo.

No sé demasiado sobre él, prefiero hablarle de mi padre. Le decía que él no era mago pero que su cualidad era arreglar todo lo que se descomponía en la casa, en especial nuestros juguetes. Él murió hace dos años. Conservo de él un enorme baúl de madera y cuero donde guardaba sus herramientas, nosotros lo desocupamos después para guardar cosas viejas e inservibles, el baúl sí lo conservamos porque significa mucho para nosotros. Un día, buscando algo, ya no recuerdo qué, descubrí que mi viejo reloj de pared, que metimos allí cuando se nos cayó y se arruinó, ¡estaba funcionando de nuevo! Lo mismo ocurrió con la cajita de música que él me regaló cuando cumplí 6 años. Se había roto la cuerda, pero ahora estaba sonando. La lista es más larga. Y ha seguido ocurriendo con otras cosas estropeadas que hemos seguido guardando allí.

—Ese baúl ¿lo construyó tu padre, lo mandó fabricar, lo compró hecho?
—Nada de eso. Era de mi abuelo.
—Denisse, tu… ¿podrías prestármelo?

La joven sonrió. Por algo le he contado esta historia, le dijo. No sé qué produce este efecto milagroso, si es el baúl, el espíritu de mi padre, el de mi abuelo o qué se yo, tampoco sé si funcionaría igual fuera de la esquina en la que lo tenemos en casa ni con objetos que no son nuestros, pero podríamos probar. Sólo tendría que convencer a mi madre.

Los días siguientes fueron de continuos ensayos en el taller. El baúl, un cajón de 90 cm de largo, 60 cm de alto y 50 de profundidad, fabricado en madera maciza de abeto y forrado en cuero, con herrajes metálicos y asas de hierro forjado en los laterales, era en sí mismo un espectáculo. Matías fue introduciendo toda clase de objetos malogrados en su interior, pero nada, las cosas salían tan deterioradas como entraban. Al cuarto día de intentos fallidos se rindió.

—No hay forma Denisse. Esto no va. Quizás esto funciona solo contigo, no con extraños.

En el mundo de la magia existe el arte de crear amuletos o de darle a determinados objetos el poder de proteger. Se dice que algunos magos tenían la capacidad de crear golems, por lo general, de joyas, para darle inmunidad a través de ellos a una persona. Tal vez fue el caso del baúl, transformado en amuleto por el abuelo solo en beneficio de los suyos, le explicó Matías.

—Tengo otra idea, dijo la muchacha. Deme un objeto dañado pero que signifique mucho para usted, ¿tiene algo aquí?

Matías fue a traer una varita que compró en una reconocida tienda de magia en Barcelona hace muchos años y que, le aseguraron, perteneció nada menos que a Arturo de Ascanio, famosísimo mago español fallecido a fines del siglo XX. Estaba rajada.

—¿Vale mucho para usted?
—Muchísimo.

La metieron al cofre y esperaron. Matías preparó una limonada y se sentaron a conversar de cualquier cosa. Le pidió a Denisse que le cuente de su trabajo como maestra. Estiraron la conversación lo más que pudieron, pero era visible su ansiedad por abrir el baúl. Quizás debamos esperar a mañana, dijo ella. No, no, por favor, respondió Matías, salgamos de dudas hoy, la incertidumbre me mata. No es que hubiera un plazo para esto, nunca pusieron atención al tiempo, pero ahora no era ya un asunto de familia. El baúl estaba retado a ingresar al mundo del espectáculo. al fin lo abrieron. La varita estaba como nueva.

—¡Funciona!, gritó Denisse.
—Tenías razón, funciona sólo para las cosas que valora el corazón.

Los días siguientes fueron de locura. Necesitaban recertificar su teoría antes de lanzarse al público. Coleccionaron costales de juguetes viejos y rotos que sus dueños, dentro y fuera de la familia cercana, se resistían a tirar a la basura. Todos fueron al cofre, todos salieron de él en perfecto estado. Hipótesis comprobada. Ahora sí estaban listos.

Los anuncios publicitarios del primer gran show con el milagroso baúl tenían un toque de misterio y audacia. Se destacaba el baúl mágico como la gran novedad, pero con el siguiente mensaje: “Valor de la entrada: un juguete malogrado de gran valor sentimental para su dueño. Se devolverá al salir”. Matías estaba dispuesto a no ganar un centavo en esta función de estreno, con tal de asegurarse de que no le faltarían objetos para su demostración. De paso, garantizaba el impacto del acto.

La sala aquella noche se llenó de niños y rebalsó en juguetes. Desfilaron por el escenario trencitos rajados de madera, carritos con la cuerda rota, peluches descosidos y desparramados, pelotas desinfladas, muñecas rotas, tamborcitos desfondados, robots oxidados, rompecabezas incompletos, monstruos desvencijados, patinetes abollados, viejos pierrots de porcelana quiñados, los adultos sin niños también trajeron su juguete. El baúl se portó de maravillas, no quedó juguete sin reparar. El asombro del auditorio era absoluto.

El espectáculo fue noticia en los días siguientes. Se ocuparon del fenómeno los diarios, la radio y la televisión, despertando la curiosidad —también la incredulidad— en la comunidad de magos. Todos empezaron a especular sobre el tipo de artilugio que podía estar detrás. Una empresa multinacional de juguetes, cuyos agentes presenciaron el espectáculo, le ofreció el oro y el moro por el cofre. Pero no estaba a la venta.

Dicen que la magia es sólo ciencia que no entendemos aún. Pero ¿qué ciencia podría explicar que una muñeca sin pierna aparezca entera? Otros dicen que la magia es un efecto inexplicable que solo dura mientras persiste el deseo. Bueno, fueron los deseos de Pigmalión los que le dieron vida a la estatua que amaba. Pero eso es solo un mito. ¿O acaso fue verdad? Un incrédulo sector de la prensa, inmune a las evidencias, empezó a referirse a Matías como el embaucador. La gente, en cambio, empezó a llamarlo cariñosamente –como al padre de Denisse- el arreglador.

La controversia les fue útil, aumentó la fama y la curiosidad del público. El mago y la joven asistente recorrieron el país y hasta cruzaron fronteras con el viejo y misterioso baúl a cuestas, causando el mismo impacto por doquier. Naturalmente, ese no era el único número, pero era el acto central. Los pocos juguetes que no lograba reparar, porque se dieron casos, eran aquellos que, en realidad, no significaban nada para nadie.

Un día de marzo, estando de regreso de una gira por el sur y recalando en el estudio para dejar el cofre, el vestuario y demás pertrechos, Matías le dijo a Denisse que estaba muy cansado y que necesitaba recostarse un rato. Solo un ratito, le dijo, luego te llevo a tu casa. Se recostó en el sofá de cuero mientras la muchacha guardaba las cosas. Pero al cabo de un largo rato, Matías no despertó. Denisse le tomó la muñeca, no tenía pulso, el mago había dejado de respirar. Denisse, asustada, agitada, desesperada, llamó a la ambulancia, pero temía que llegaran demasiado tarde. Empezó a llorar de impotencia. Entonces, sus ojos voltearon a mirar el baúl.

Lima, 04 de enero de 2014

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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