Cada mañana Emilio pasaba por la avenida cargando costales llenos de plásticos, periódicos, cartones y tierra. De sus greñas, brotes de plantas, colgaban como retoños de un árbol frondoso.
En las calles, la gente temía contagiarse de un virus que había empezado a propagarse. Solo un riguroso protocolo de seguridad y limpieza ponía a salvo a las personas. El uso de mascarillas era obligatorio. El virus se respiraba en el aire, se esparcía fácilmente y mataba.
Estamos viviendo un mundo de locos, prepárense— anunciaban los noticieros — y se va a poner peor.
Los escasos peatones, asustados, esquivaban los saludos entre sí.
En todo ese tiempo, Emilio era el único que no portaba mascarilla. Cumplía su caminata sin chicos callejeros que lo molestaran. Ya no se escuchaban ni los ladridos de los perros persiguiéndolo. Todos se habían replegado en sus casas, menos Emilio.
Emilio continuaba su camino cojeando, calzando un solo zapato, resistente al virus que todos temían, ajeno a los cuidados extremos de limpieza y al miedo.
Por las tardes, casi al cerrar el día, retornaba apresurado, murmurando, concentrado en su misión de búsqueda de tierra y de residuos en los basureros.
Iniciando la primavera, los niños no resistieron el total confinamiento en sus casas, comenzaron a salir a jugar a las calles. Les gustaba hacer puntería tomando como punto a Emilio, lanzaban piedras a su cabellera, a los costales que doblegaban su espalda. Él no respondía, apuraba su paso cojeando y perdiéndose detrás del cementerio, una zona descampada y rocosa, atravesada por una acequia. Nadie se atrevía a seguirlo hasta allí. Corrían rumores de almas que penaban y de murciélagos chupasangre.
En su periplo, Emilio curioseaba por las ventanas y puertas de las bodegas, deteniéndose en los puestos de periódicos. Le gustaba leer las noticias diarias.
Un día, que leía concentrado en las portadas de los diarios. Algunos chiquillos habían vuelto a las correrías:
—Loco pendejo, mirando calatas, le dijeron.
Emilio, siguió absorto, leyendo.
—¡Loco mañoso! — Una piedra rebotó en su cabeza
Emilio escapó entrando en una bodega. El tendero le lanzó la taza de café caliente que tenía en sus manos. Ahogó un grito. Sus gruesas ropas sucias, lo protegieron del contacto caliente con el agua. Corrió y se escondió en el portal de una casa. Salieron a darle de escobazos. Siguió huyendo, evitando caminar cerca a las personas. Alcanzó la pista central, caminó por la pista recién pintada con brea fresca. Uno de los hombres de la obra, agarró un latón con brea líquida y se lo lanzó: ¡Fuera!
Apenas se distinguía el blanco de sus ojos. Se limpió la cara con sus manos, las miró, sobó sus brazos deteniendo el temblor de su cuerpo. Se alejó dando chillidos roncos.
La gente lo botaba de todos lados. Negro, sucio, sin mascarilla. ¡Vete, largo de aquí!, ¡loco!
Huyó perdiéndose entre las rocas que escondían su covacha. En los días subsiguientes, ya no se lo vio pasar.
Los adultos parecían aliviados de no tener que esquivar su presencia. Los muchachos extrañaban con quién hacer tiro al blanco.
Quisieron descubrir lo que había pasado. Emprendieron una exploración de búsqueda. Preparados con linterna, mecheros de kerosene. Hablaban de quemar el escondite de Emilio si daban con él.
En el camino, chiquillos entre doce y catorce años, comentaban sobre sus debuts sexuales, orinaban formando arcos sobre las rocas del agreste camino.
— ¡Qué feo huele!, se lo habrán comido los murciélagos.
Rumas de periódicos, retenidos con piedras, cientos de botellas entrelazadas y latas de leche, los detuvieron. Curiosos, niños y jóvenes se introdujeron cada vez más en el muladar.
Metros más adentro, distinguieron un cuerpo. Tendido, el rostro negro, los párpados cerrados fuertemente, colgajos de mugre y brea seca en el pelo. Más adentro, en un área de diez metros de tierra húmeda, se erigían rosas multicolores. Rosas de pétalos cuidadosamente peinados y hojas lustrosas. Un rosedal. La fragancia de las rosas atenuaba el olor de la basura.
El más grande de los mozuelos, tomó una estaca de rosa, toqueteó su cabeza levemente, al no tener respuesta, lo golpeó con mayor fuerza. Emilio no se movió, rígido como una roca más.
Grandes y chicos se agolparon sin respetar la distancia entre ellos. Atónitos, contemplaron el rosedal y el cuerpo inerte de Emilio. Esta vez, no reían ni gritaban. Conmovidos, empezaron a llorar.
Lima, octubre de 2023
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Carlos Alberto Prado Zegarra
ME GUSTÓ TU RELATO ESPERO EL SIGUIENTE “MERCACHIFLE”