He terminado de echar al carrito lo mínimo necesario para el fin de semana. Algo de café, pan, queso y fruta, además del diario. Me dispongo ahora a esperar mi turno en la caja registradora. Como haría cualquier parroquiano, busco la menos congestionada. Es la número 12. Me dispongo entonces a ponerme en la fila, cuando de pronto se atraviesa una señora que hacía unos segundos había estado parada en la otra fila, la de la caja número 11, y me dice que ella estaba allí antes que yo. Sonrío amablemente y le pregunto si acaso está en las dos filas a la vez. Me responde que sí. Le pido que por favor elija una para saber detrás de quién me pongo. Entonces la mujer me mira con extrañeza y me dice: ¿y por qué no puedo estar en las dos?
La pregunta me coge desprevenido, me sorprende que alguien no logre comprender una regla tan básica de la convivencia comercial urbana. Entonces recuerdo las famosas instrucciones de Cortázar para subir una escalera, respiro hondo y me dispongo a ensayar una explicación de lo obvio: porque nadie tiene derecho a reservarse dos turnos en las filas teniendo un solo carrito, le respondo, en especial si hay otras personas detrás de usted. Entonces la señora me clava los ojos de manera desafiante y me dice ¿y por qué no? ¿Quién me lo va a impedir? Fue justo el instante en que perdí la paciencia. Usted me va a disculpar, pero se lo voy a impedir yo, le respondí. Con su permiso. Acto seguido coloqué mi carrito de compras donde me correspondía: en la fila número 12.
No resignada a perder uno de “sus” dos turnos, la dama de esta historia, a sazón aún más furiosa, hecha mano de otro argumento: ¡es que estoy con mis hijos! Entonces reparo que hay dos niños de nueve a doce años aproximadamente, parados junto a su carrito en la fila 11. Venir con los hijos no da derecho a ponerse en dos filas a la vez, le digo. Si usted espera un trato preferencial, hay una caja especial para mujeres embarazadas y personas con discapacidad o de mucha edad. No es su caso. Pero aún si lo fuera, en esa fila tendría derecho a un solo turno y se vería obligada a ponerse detrás de los que llegaron primero, como hacen todos. Fue entonces que la señora empezó a hablarles a los demás clientes en tono lastimero, diciendo que ella era una mujer con hijos que debía llegar pronto a su casa, pero que estaba siendo víctima de la prepotencia de un testarudo. Y tal como se esperaría que ocurra en cualquier ciudad que se precie de una conciencia cívica deplorable, el público empezó a dar espontáneas muestras de adhesión hacia aquella pobre e indefensa mujer, a quien un abusivo y descortés señor no le permitía pasar por encima del derecho de los demás para poder atender con premura sus intereses particulares.
El incidente que relato, para cualquier interesado en construir una sociología del comportamiento ciudadano en una gran ciudad, es una joya. El guión de este tipo de hechos, un verdadero clásico, es como sigue: atropelle usted, cuando convenga a su propio interés, el derecho de los demás, contando con la propia complicidad de los agraviados, luego, cuando alguien intente detenerlo o confrontarlo con las consecuencias de sus actos, victimícese de inmediato y denuncie, más bien, al ingenuo que lo está interfiriendo, creyendo que las reglas son para respetarse, como el verdadero atropellador. Entonces, quienes han sido objeto de sus abusos serán los primeros en respaldarlo.
Pero estos hechos no son ocasionales. Le ocurrió a una amiga al bajar con su pequeño hijo de un ómnibus de servicio urbano. El bus parte intempestivamente, llevado por la prisa del conductor, sin cerciorarse que todos sus pasajeros hayan terminado de bajar y el niño estuvo a punto de caer al pavimento ante la mirada horrorizada de los demás pasajeros. La madre, que logró sujetarlo a duras penas, se dirige de pronto al chofer no sólo para increparle su indolencia, sino para exigirle detenerse en la siguiente esquina en donde había un policía de tránsito. Te voy a denunciar en la comisaría, le dice con justa indignación. Y entonces, el viejo guión entra en escena. El chofer, que hacía un instante se había comportado con descuido y autosuficiencia, protegido en el poder del timón, de pronto se convirtió en víctima indefensa de una madre abusiva: cómo me va a denunciar señora, le dijo compungidamente, yo tengo una familia que mantener, por favor, sea conciente.
Fue suficiente. En el acto, un coro de voces empezó a solidarizarse con el pobre hombre cuya manera irresponsable de conducir casi mata a un niño, riesgo que podría haber hecho víctima a cualquiera de los que ahora estaban allí sentados, clamando a favor de que lo dejen abusar en paz. Y por supuesto, mi amiga dejó de ser un pasajero perjudicado que reclamaba por algo justo en nombre del interés común, para convertirse en una mujer histérica que llevada por la maldad quería perjudicar al desvalido conductor.
Este tipo de incidentes, que ocurren a diario en esta ciudad, en cualquier esquina, revelan hasta qué punto eso que llamamos “espacio público” tienden a diluirse cada vez que alguien siente que sus intereses entran en conflicto con los intereses de los demás. Entonces, pareciera que su primer reflejo fuese el de aprovechar la menor oportunidad para hacer prevalecer la propia necesidad, dando el ejemplo al resto de lo que ellos también podrían hacer si se les presenta la ocasión. Así se maneja a diario, por ejemplo, en las calles de Lima y sacar ventaja a los demás autos en cualquier cruce o avenida, más allá de su derecho, se ha vuelto una regla que sólo los tontos y los que todavía creen en esa cosa vaga que se llama bien común, no seguirían.
Pero tal forma de razonar, autocentrada hasta el grado de volver invisibles a los otros, puede observarse no sólo en calles y supermercados, sino también en la vida escolar. Por ejemplo, muchos maestros distribuyen y organizan el tiempo de aprendizaje en función a las expectativas y demandas que le vienen de fuera o a sus propias conveniencias personales, antes que a las necesidades de sus estudiantes. Pero si algún padre de familia reclama el derecho de su hijo a disponer de las oportunidades necesarias para aprender, sin que la prisa del profesor termine recortándolas, es probable que el maestro se enoje y se esfuerce por devolver la culpa al propio niño y que otros padres de familia se identifiquen con él, aún siendo sus mismos hijos víctimas del mismo problema.
Adicionalmente, los niños de la clase que presentan dificultades para avanzar al ritmo del profesor, para encontrarle sentido a sus palabras o a las actividades que propone, para encontrar la respuesta que espera o para entenderse con sus compañeros cuando hay tarea de grupo, son niños que suelen quedarse atrás, masticando a solas sus confusiones. Estas dificultades no se atienden porque hacerlo representa un esfuerzo adicional para el profesor, la institución educativa y las propias autoridades, así como el reconocimiento tácito de que su tarea tiene mayor complejidad y exigencia de la que habían imaginado. Y no se atienden a pesar de que las normas vigentes –se podrían enumerar hasta el cansancio- dicen que el profesor debe tener en cuenta las diferencias en el aula y que las escuelas deben asegurar a todos los estudiantes sin excepción los aprendizajes a que tienen derecho, sin que la multiculturalidad o la pobreza sirvan de justificación para la exclusión.
Pero claro, si alguien lo reclama en voz alta va a ser mirado con extrañeza y enojo, cuando no a ser acusado de mezquindad y desconsideración, sea con el profesor, con la escuela o con el mismísimo Estado, que se siente cada vez más incomprendido por esa clase de gente que en vez de aceptar y agradecer los servicios públicos que se les ofrece con tanto esfuerzo, sin criticar, se sienten con derecho a esperar y a demandar más y mejor atención.
Es ahí donde el derecho del otro termina siendo un estorbo. Por ejemplo opinar, participar, concertar, formular críticas o hacer demandas a quien tiene el poder de tomar decisiones que le afectan de manera directa. Es que muchos de los que se sienten o se encuentran en una posición de poder, cualquiera que esta fuese, no importa si momentánea o en qué plano de la vida, se trate de un supermercado, un bus o una instancia de gobierno, pueden tomar decisiones en nombre de los demás pensando primero en su propio interés y conveniencia, aún si saben que están perjudicando el interés, la necesidad y el derecho del otro. Total, el otro es invisible. A menos, claro, que les sea útil. Por ejemplo, para respaldarlos cada vez que se hagan pasar por víctimas de quienes se atrevan a cuestionar o impedir que pasen por encima del legítimo interés de los demás. Entonces recuperan rostro y nombre. Si les dejan actuar discrecionalmente sin estorbar, tendrán toda su simpatía.
Es por eso que no extraña ver a veces a las autoridades descalificando con sarcasmos, burlas o acusaciones al ciudadano que reclama por sentirse perjudicado con una medida de gobierno, al que discute una decisión política e insinúa una opción más inclusiva y beneficiosa para todos, al que pide diálogo y concertación para dar cabida a sus puntos de vista, ya no importa si de buenas o de malas maneras, pues a todos se les acusará por igual de esconder intereses particulares, invitando a la opinión pública a ponerse en su contra, igual que la dama de la fila 11 o el chofer del bus. Tal es la regla de este penoso juego, ajeno a toda noción de ciudadanía y a toda noción de democracia. No se sorprendan por eso si quien los excluye o los afecta alguna vez, se rasgue las vestiduras con genuina indignación (iba a escribir frescura) cuando usted lo contradiga o intente detenerlo. No se sorprendan si esto les ocurre en el mercado, en la escuela de sus hijos o en la vida política.
Carol Gilligan decía que a las mujeres se les socializa desde niñas para pensar primero en el interés de los demás, mientras que a los hombres para pensar primero en su propio interés. Eso no lo sabía la señora del supermercado. ¿Será que la cultura del poder en el país tiene género?
Luis Guerrero Ortiz
El río de Parménides
Fotografía © larryfishkorn/www.flickr.com
Lima, 15 de Junio de 2008
Impactos: 1085