Podemos pasarnos años sin vivir en absoluto y, de pronto, toda nuestra vida se concentra en un instante. Oscar Wilde (1854-1900) |
- Profesor no se vaya, háganos una clase.
Mi amigo sonrió. Se sorprendió del pedido. Había entrado a esa aula solo para buscar al profesor de ese grado y no lo había encontrado. Viajó desde Lima hasta esa calurosa ciudad, entre otras cosas, para coordinar algo importante con él, pero no tuvo suerte. El susodicho no había asistido al colegio ese día y los alumnos no sabían darle razón.
- No soy profesor, chicos, respondió mi amigo, volveré mañana.
No importa, háganos una clase, estamos aburridos, le dijeron los niños. Mi amigo observó al grupo unos instantes. Eran más de veinte estudiantes de unos diez u once años que lo miraban con expectativa. La situación le hizo gracia. Había llegado hasta allí solo para hacer una coordinación. Por esos años, la telefonía celular era muy incipiente.
- Ya les dije que no soy docente, ¿de qué podría hacerles yo la clase?
- De cualquier cosa, estamos aquí solos toda la mañana.
Mi amigo volvió a sonreír y se rascó la cabeza. Bueno, les dijo, vamos a ver. ¿Saben hacer descripciones? ¡Sí!, le respondieron en coro. Entonces saquen una hoja y hagan una descripción. Pero ¿qué describimos?, le preguntaron. Lo que ustedes quieran, respondió. No, no, usted díganos. No, decidan ustedes.
- Profesor, ¿podemos describirlo a usted?
La pregunta lo sorprendió. Toda la situación le parecía extraña y divertida. Los niños le caían bien y le agradaba su entusiasmo por aprender algo, lo que fuera, aún con un desconocido como él. Está bien, les dijo, descríbanme a mí.
Acto seguido, muchas hojas de papel empezaron a ser escritas por manos apuraditas, al ritmo de constantes y furtivas miradas al visitante. Al poco rato, la tarea parecía estar concluida. Quisieron entregarlas, pero mi amigo les pidió que mejor las lean en voz alta desde su sitio. La primera descripción provocó una carcajada general, incluida la suya. Las que siguieron convirtieron el aula en un solo de risas. Mi amigo era el que más gozaba. Los niños lo habían descrito con brutal sinceridad, tal como lo veían: calvo, panzón, flaco, viejo, narizón, de orejas grandes, ojos de loco y demás adjetivos que, con una que otra exageración, lo hicieron sentir como un personaje desmesurado de alguna leyenda nórdica.
Al día siguiente, mi amigo regresó a la escuela. Tenía que hablar con el profesor. Llegó justo a la hora del recreo y se paró en una esquina a esperar el timbre para ir a buscarlo en su aula. En eso se le acercó uno de los niños del salón que visitó. Mi amigo lo reconoció. Estaba parado mirándolo, sin decir media palabra. Lo saludó, pero el niño lucía algo nervioso. En eso notó que unos metros más atrás estaban todos sus compañeros, alentándolo a hablar. Se sorprendió de la escena y le dijo: Hola, ¿me quieres decir algo? Entonces el niño habló. Era portador de un mensaje.
Es que hemos conversado y quería pedirle en nombre de todos… que sea nuestro profesor para siempre.
No se lo esperaba. ¿Qué de extraordinario había pasado la mañana anterior para provocar una solicitud como esta? En ese momento, él no se lo explicaba. Yo sí. Cuando me lo contó, le dije las dos claves que hicieron la magia: confianza y buen humor. Podría parecer poca cosa, pero habría que poner ambas en contexto. Los niños hicieron conexión con él y valoraron su actitud porque compararon. A mi juicio, vivieron una experiencia inusual, tan inusualmente grata y satisfactoria que sintieron la necesidad de aferrarse a ella para siempre, para no volver a lo de antes.
Mi amigo, obviamente, no pudo quedarse, no era tan fácil como desearlo. Y aunque nunca supimos el desenlace, sin duda, esos niños volvieron a lo de antes. Aunque tal vez no. Por unas breves horas al menos pudieron comprobar en carne propia que otro trato es posible y también, ojalá, que ellos lo merecen.
Lima, junio de 2022
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One Comment
GIOVANNA MILAGROS JIMENEZ CHUNGA
Gracias estimado Lucho por compartir el artículo, una gran reflexión para revisar nuestra labor en el contexto sobre todo educativo.