Yosselin Amaya

El último suspiro

La pequeña Camila duerme en el asiento trasero de un viejo mototaxi. Lleva puesto un polo blanco de manga corta, un buzo gris y las mismas zapatillas deportivas que usó por la mañana para ir al colegio. Son aproximadamente las 4 de la madrugada, y aunque la temperatura en “La Ciudad del Eterno Sol” es de 22°C, la niña de nueve años tiembla, pero no de frío. Tiene los ojos cerrados, pero no de la manera en que lo hacemos para dormir; los cierra con fuerza, deliberadamente, como si no quisiera volver a abrirlos, como si no quisiera ver nada más a su alrededor. Ese mototaxi se ha convertido en su refugio, hasta que su mamá venga a buscarla, o hasta que el sol aparezca. Es el 30 de noviembre de 2003. Hace apenas dos horas, Camila vio morir a su abuelo.

EL DIAGNÓSTICO

Mucho antes de su muerte, los síntomas de la enfermedad de don Víctor aparecieron lentamente: ataques de tos frecuentes, cansancio y agitación. Tanto él como su esposa pensaban que eran achaques propios de la edad o efectos de los ocasionales desmanes a base de cerveza que el anciano se permitía. Sin embargo, una noche la tos se volvió insoportable, casi hasta ahogarlo. Su esposa lo llevó al médico, quien, tras algunos exámenes, diagnosticó fibrosis quística pulmonar.

Seis meses antes de fallecer, don Víctor se mudó a Casma, un tranquilo domingo de mayo. La decisión fue tomada por su familia, convencida de que el clima costero mejoraría en parte su salud. La altura de la sierra lo afectaba; la menor oxigenación y el esfuerzo adicional que requerían sus pulmones agravaban su agitación y debilidad. Con la esperanza de mejorar su calidad de vida, organizaron la mudanza.

Antes de su última crisis, don Víctor se ocupaba de su negocio de molino de granos, que lo mantenía siempre activo, negociando con proveedores y buscando mercancía. Pero, antes de dedicarse a eso, había trabajado como minero por más de 20 años, una labor que le provocó la fibrosis que cada vez le dificultaba más respirar. Don Víctor sabía que adaptarse a la inactividad sería duro, pero sus hijos mayores y su esposa estaban convencidos de que el cambio de residencia era lo mejor para su salud, y él no tuvo más opción que aceptarlo. Se sentía cada vez más débil y sabía que pronto, ni siquiera el balón de oxígeno al que ahora estaba atado le serviría para seguir viviendo.

Para Camila, de nueve años, la llegada de su abuelo fue una sorpresa. Nadie le había mencionado la mudanza. Hasta ese momento, don Víctor vivía en Huaraz con su esposa Rosario y otros hijos, y Camila solo lo veía en fechas especiales. Ese domingo de mayo, madre e hija lo recibieron en la puerta. Camila no lo reconoció al principio. Ya no era el hombre robusto que recordaba. Ahora estaba delgado y conectado a un balón de oxígeno que, según le explicó su mamá, le ayudaba a respirar.

UNA NUEVA FORMA DE VIDA

Con la llegada de su abuelo, comenzó una nueva rutina en la vida de Camila. Junto a su mamá, debía estar pendiente de él: almorzar más temprano y cumplir con los horarios de su medicación. Además, Camila asumió la tarea de conseguirle el diario y alcanzarle agua. A la pequeña le gustaba especialmente ir al quiosco de periódicos, diarios y revistas, ubicado a unas cinco cuadras de su casa. Le fascinaba detenerse frente a las portadas y leer los titulares que anunciaban el fin del mundo, la llegada de ovnis o algún escándalo en la vida de un famoso. Cuando terminaba de leer esos titulares, pasaba a revisar las noticias de política y economía. Así, al regresar a casa, tenía muchas cosas que contarle a su abuelo.

Otro cambio que Camila notó fue la llegada frecuente de vecinos y familiares, quienes los visitaban para preguntar por la salud del anciano y hacerle compañía. La soledad que la niña solía disfrutar desapareció. Pronto se acostumbró a abrir y cerrar la puerta con más frecuencia, ofrecer algo a los visitantes y estar alerta por si su abuelo mostraba signos de agotamiento.

También se hizo común para ella no poder dormir. La conversación que había escuchado entre su mamá y su abuela la mantenía en vela: “…Sus pulmones no resistirán más de siete meses. Tenemos que estar atentas; en cualquier momento se nos puede ir…” Estas palabras la mantenían despierta por las noches, preguntándose por qué su mamá decía eso y a qué se referían con que su abuelo “se podía ir”.

Una madrugada, mientras la casa permanecía envuelta en un profundo silencio, interrumpido únicamente por el canto de una lechuza y el cricrido de los grillos, su madre encontró a Camila de pie en el patio, inmóvil y absorta en sus pensamientos. La pequeña, sin mostrar sus emociones, se atrevió a preguntar a dónde iría su abuelo, pues había escuchado a su abuela hablar de su partida. La respuesta de su madre fue fría y directa, como un golpe seco: “Hija, dale todo el cariño que puedas a tu abuelo, pero no te acostumbres a él. No estará en este mundo mucho tiempo.” Con esas palabras resonando en la quietud de la noche, Camila comprendió que su abuelo moriría, aunque aún no entendía completamente el significado de esa realidad.

SOPA AL ESTILO DEL ABUELO

Habían pasado cuatro meses desde que don Víctor se mudó a la casa en Casma. Camila ya se había acostumbrado a su presencia, aunque de vez en cuando la advertencia de su madre de no encariñarse le punzaba el corazón, haciéndole sentir como si fuera ella quien, en esos momentos, no pudiera respirar. Tanto la abuela como la madre habían adoptado una rutina. Su mamá iba interdiario, muy temprano, al mercado para comprar lo necesario para la alimentación de la familia, mientras que la abuela hacía lo mismo, pero se dirigía al hospital para gestionar las medicinas y la recarga del balón de oxígeno.

Por lo general, ambas regresaban a casa antes de las 10 de la mañana, pero aquel día, la mamá de Camila y su abuela habían salido desde temprano y, ya casi al mediodía, aún no habían vuelto. Entonces, el anciano y Camila comenzaron a sentir los primeros síntomas del hambre. Se miraban de reojo, esperando que el otro tomara la iniciativa. Finalmente, fue él quien rompió el silencio y le preguntó a Camila:

—¿Sabes cocinar?
—No, abuelo —respondió ella con cierto temor.
—Yo te enseño —dijo él, antes de toser.

A Camila le habían advertido que su abuelo no tenía mucha paciencia y que detestaba que le llevaran la contraria. Así que, sin dudar, asintió con la cabeza y comenzó a seguir las instrucciones:

—Primero, lávate las manos. Luego, ralla la zanahoria.

Camila, insegura sobre el significado exacto de “rallar”, preguntó cuántas zanahorias debía usar.

—Ahora corta los tomates, enciende la cocina y pon ajos y un poco de aceite en la olla —indicó don Víctor con el mismo tono firme que había usado en el ejército años atrás, aunque ahora más pausado.

Camila intentaba seguir al pie de la letra las instrucciones de su abuelo, pero iba despacio y a veces se confundía con el orden de las tareas. Don Víctor no se impacientaba; solo se agitaba. Sus pulmones no le permitían hablar sin cansarse, pero hacía un esfuerzo para continuar guiándola en el arte de preparar una sopa al estilo del abuelo, un auténtico “matahambre” que, años después, Camila recordaría como su mayor tesoro culinario.

Mientras seguía las indicaciones sobre los ingredientes, Camila no dejaba de preguntarse a qué hora llegarían su mamá o su abuela, pues no estaba segura de poder alimentar adecuadamente a su abuelo. Al mismo tiempo, el sonido del balón de oxígeno y los tubos en la nariz del anciano la ponían nerviosa.

LA CENA Y LA MUERTE

La muerte de don Víctor ya había sido anunciada. Los médicos le habían dado un diagnóstico claro: sus pulmones solo funcionarían durante siete meses, y ese plazo ya se había cumplido. Don Víctor lo sabía, al igual que sus hijos, su esposa y sus nietos, entre ellos Camila.

Con el paso de los meses, Camila había encontrado la manera de entender lo que significaban la muerte y la enfermedad de su abuelo. No fue fácil; en casa, todos estaban demasiado ocupados para responder sus preguntas, así que recurrió a sus profesores en la escuela. Con paciencia y curiosidad, fue armando ese rompecabezas que tanto la inquietaba, haciendo preguntas aquí y allá, tratando de comprender lo inevitable.

El día de su muerte, don Víctor decidió pedir la alta voluntaria del hospital, donde llevaba internado un mes. Su salud se había deteriorado tanto que fue necesario hospitalizarlo, pues las condiciones en la casa ya no le permitían resistir el dolor. El cariño de Camila y su empeño en que nunca le faltara agua ya no eran suficientes. El anciano, que poco a poco comenzó a necesitar asistencia médica constante, entendió que había llegado el momento de regresar al hogar para despedirse. Los médicos lo despidieron con el enorme balón de oxígeno, recargado esta vez solo para un día más.

Aquel 30 de noviembre, llegó a casa al mediodía, se acomodó en el sillón y esperó las primeras señales de su muerte. No quería recorrer ese camino en soledad; deseaba transitar hacia el final tomado de la mano de su esposa y rodeado de sus seres queridos. A las cinco de la tarde, pidió que todos se reunieran frente a él y compartieran los bizcochos que tanto le gustaban. Después, pidió que lo acostaran en la cama, pues el momento había llegado, acompañado por el dolor.

Para escoltarlo en esas últimas horas, habían contratado a una enfermera “solo para ese día”. Su tarea era asegurarse de que don Víctor no sufriera más de lo necesario. Con el paso de las horas, sus hijos aumentaban la fuerza del oxígeno, la enfermera le aplicaba morfina, y su esposa le pedía que mantuviera la calma. Mientras tanto, todos lloraban, aunque con pausas. Pero la muerte duele más al alma que al cuerpo. Es la culminación de todo lo que se quiso hacer y no se pudo, de todo lo que se amó y ahora se deja. La muerte es un camino donde ya no existen más oportunidades, y saber que no podrás intentarlo de nuevo, ¡duele!

Camilita, con solo nueve años, observaba todo desde un rincón hasta que ya no pudo seguir apartada. Corrió a consolar a su abuelo y lo abrazó. Su tía la apartó de un tirón, pero ella encontró la manera de volver a su lado, acariciando su espalda y susurrando:

—Te quiero, abuelo.

Observó entonces cómo los ojos del anciano se cubrían con una especie de capa blanca, como si una nube de piel los cerrara, ocultando para siempre todo lo que el mundo podía ofrecerle. El sonido de los huesos crujiendo no se hizo esperar, y su tía lo anunció:

—Ya tronaron sus huesos. Falta poco.

Inmediatamente, el anciano empezó a roncar mientras su garganta se iba contrayendo. Don Víctor estaba muriendo, a Camila le pareció que ya no sufría. Y entonces, por solo unos segundos, don Víctor llamó:

—¡Mamá!

Solo Camila lo escuchó, o al menos eso creyó en el primer instante. Tal vez el alma de la difunta había venido por su hijo, pensó la niña. Sabía que don Víctor no había vuelto a ver a su madre desde aquella fría mañana en el pueblo ayacuchano de Cora Cora, cuando, con la mano en alto, él se despidió de ella para siempre. Desde aquel adiós lejano hasta ese instante solemne habían transcurrido treinta años. El día de la muerte fue el reencuentro, y la niña lo intuyó. Recordó entonces aquel poema que le enseñaron en la escuela:

“Llama siempre a tu madre cuando sufras,
que vendrá muerta o viva:
si está en el mundo, a compartir tus penas,
y si no, a consolarte desde arriba”.

La pequeña sabía que el alma de la madre de su abuelo había venido por él. Respiró aliviada, segura de que, en otro plano y hacia el más allá, su abuelo emprendería el viaje acompañado.

A las 2:35 am. ante los ojos de quienes hasta ese momento se creían resignados y preparados para la despedida final, don Víctor exhaló su último aliento. El silencio envolvió la habitación y, en un instante, el impacto de la muerte materializó el dolor. Las expresiones “el día que nos deje”, “cuando se vaya”, “cuando no esté”, ahora eran el presente: ya los había dejado, ya se había ido, ya no estaba. Y el dolor brotó inmediatamente después de que todos en el espacio comprendieran que, para don Víctor, ya no existiría un día más, y que para ellos tampoco existiría un día más junto a él. El calendario de la muerte fue exacto, así como las denominaciones: Los hijos pasaron a ser huérfanos y la esposa, viuda.

El entendimiento de la muerte trajo consigo terror, lágrimas y gritos de desesperación. Todos se buscaban entre sí; para consolarse, recurrían a los abrazos, a las frases de negación, a los reclamos y a los golpes en la pared. Todos, menos Camila.

Camila se asustó, pero no de la muerte, sino de ver a su alrededor a personas invadidas por el más profundo y oscuro dolor. Dolor con el que no sabían cómo lidiar, cómo sacárselo ni cómo frenarlo. Temblorosa, retrocedió despacio, sin dejar de observar la escena, y cuando se sintió segura de que ninguna mirada la seguía, corrió hacia el antiguo mototaxi estacionado en la cochera y se refugió en él. Dentro de ese viejo vehículo, a oscuras y siendo aún de madrugada, la pequeña comprendió que su abuelo se había ido y que no volvería a llenar la casa con su presencia. También entendió que una enfermedad había sido la causa y que morir, en su crudeza, era extraordinariamente frío. Su corazón infantil comprendió lo que sus familiares aún no; la vida, en su constante lucha, duele más que la muerte. Porque allí, sobre esa cama, su abuelo finalmente parecía descansar mientras todos los demás lloraban.

Años después, Camila recordaría ese instante como el más gélido de su existencia. Ese momento, en el que el moto taxi se convirtió en su refugio, quedaría grabado en su memoria, simbolizando un hito en su infancia cuya característica principal radicaría en la más profunda comprensión de la vida y la muerte.

Huaraz, octubre de 2024

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Mi nombre es Yosselin Yudith Amaya Cabello, nací en la ciudad de Casma, y volví a nacer 25 años después en un pueblo llamado Uchuhuayta, al redescubrir mi propósito en la vida: ser docente y dedicar mi vida a la enseñanza y escritura. Actualmente trabajo en diferentes proyectos educativos en el Perú desenvolviéndome cómo líder. Soy coautora del libro de cuentos "Veintitrés mundos: antología valiente de relatos peligrosos".

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