El olvido está lleno de memoria |
Olvidar, soltar, dejar atrás. Se lo habían dicho tantas veces. Se suponía que el consejo era terapéutico, pero no funcionaba. Si le hubieran explicado el procedimiento, la técnica, el secreto para borrar de la memoria esa sonrisa inesperada que cambió su vida para siempre y que al cabo de los años terminó arruinándola, lo hubiera seguido hace rato. Naturalmente, era cuestión de tiempo. Eso también se lo dijeron. Pero cuánto más. Seis años después, ese rostro seguía apareciendo en sus sueños. El zolpidem le ayudaba a evitar una noche en vela, pero cuando abría los ojos, ese rostro aún estaba allí.
Ese día hizo lo que nunca imaginó posible, por aterrador, ilógico, casi suicida. Fue a su casa. Necesitaba hablar con ella. Quizás la única forma de borrar su rostro para siempre era un ritual de despedida, uno amable, casi místico, ese que jamás hicieron ni desearon, podía ser la fórmula definitiva.
Le tomó veinte minutos llegar a su casa a pie. Las veredas rotas, los árboles mustios, los semáforos estropeados, bodegas y peluquerías ubicadas en desorden a su paso, conocía ese camino de memoria. Dejó que sus pies lo llevaran hasta ese antiguo chalet de fachada gris donde alguna vez vivió. Su padre abrió la puerta. Ella ya no está aquí, le dijo. Había muerto hace cinco años a causa de una arritmia cardíaca que nunca sospecharon que tenía. La noticia lo dejó helado. Pero días antes de morir, como si lo presintiera, había escrito una carta para ti y no sabíamos cómo hacértela llegar. Claro, él se mudó, y después de meses de ásperos intercambios decidió cambiar su número de teléfono y demás referencias para evitar todo contacto con ella.
De regreso a su departamento, se sentó en su sofá, al frente de la gran ventana que dejaba ver desde esa altura la gris inmensidad de la ciudad. A esa hora de la tarde, el sol empezaba a perderse detrás de los cerros. Abrió entonces la carta con temor. No quería encontrarse otra vez con las mismas recriminaciones a las que juró no volver a prestar oídos jamás. Pero en esa hoja de papel escrita a mano, por primera vez, no había insultos ni reproches. Era un inventario de los buenos momentos que pasaron juntos y un inesperado pedido de perdón por los días oscuros, esos que lo llevaron más de una vez al borde de la cornisa más alta de su edificio.
Por encima del horror de los recuerdos más crueles, empezaron a aparecer otras imágenes, las de los abrazos tiernos, las miradas inocentes, el amor sobre la alfombra, los gestos consentidos, las travesuras de medianoche, las risas burlonas, las promesas; pero también la secuela de arrepentimientos que no duraban más de dos días, antes de que reapareciera la furia cuando la vida o el destino o dios o quizás su descuido, le arrebató a su hijo.
No debió mencionarlo, pensó. Él había enterrado ese recuerdo. Al menos, eso quería creer. El único saldo de ese episodio de horror que aparecía en su mente una y otra vez como un castigo eran las continuas ofensas, reproches y humillaciones a las que ella lo sometía sin misericordia. Ahora le pedía a él su perdón. El alma de esa mujer, su pobre alma, desde el cielo o el infierno, había estado cinco años esperando su perdón y él no lo sabía.
Se puso de pie. Se dirigió hacia su pequeño bar de madera y se sirvió un ron hasta desbordar el vaso. Los labios le temblaban. Se paró luego junto a su ventana. Del sol solo quedaba un resplandor agónico y lejano. La ciudad, además, lucía ensombrecida por un manto de nubes empeñadas en apurar la noche. Podía perdonarla, era fácil sentir piedad por los muertos, pero ¿quién lo iba a perdonar a él? ¿quién extinguiría su culpa? ¿quién lo ayudaría a olvidar?
Abrió entonces el ventanal y salió a paso lento hacia el balconcito. Desde el décimo piso todo lucía pequeño y a la vez inmenso. Como su rostro, el lindo rostro de la mujer que amó sin reservas desde el primer día en que la vio salir del ascensor. El mismo rostro, otra vez pegado a su retina. Como el del niño, como los llantos desesperados de esa noche triste que ningún hombre merecería vivir. El viento soplaba con energía e inflaba su saco como el nailon de un parapente dispuesto a volar sin retorno.
El sueño, el sueño profundo, ese que gracias a los químicos podía invadir su cuerpo y ayudarle a borrar todas clase de imágenes cada noche sin hacer preguntas, había sido hasta ahora la única técnica eficaz para no sentir angustia ni dolor ni culpa. Sacó de su bolsillo un blíster de zolpidem y lo arrojó al vacío. Ya no lo necesitaba. El ritual de despedida, al fin. Era la hora.
Lima, 15 de abril de 2022
Impactos: 112