Pedagogía

La revolución pedagógica pendiente: un siglo de ausencia

Yo me la se profesor. La delgada voz de Paola rompió el silencio de la clase y el profesor bendijo su respuesta con una frase convencional: muy bien niña, tome asiento. Las preguntas de Andrés se sucedían unas a otras. Había que tomar cuenta de la historia que acababa de leer en voz alta. Sabía que sus muchachos paraban siempre en la luna, pero había que preguntar igual. Le bastaba que uno supiera, en realidad. Y esa mañana, Andrés tuvo suerte.

Yo profesor, dijo César. Otro que sabe, pensó. César dio su respuesta con gran fortuna y Andrés le dijo bien, muy bien, eso me gusta. La tercera pregunta la respondió Paola, de nuevo con acierto. A cada respuesta correcta, el profesor Andrés Flores expresaba su aprobación y agregaba invariablemente una frase ritual, importantísima: copien niños.

Este procedimiento se repitió seis veces, tantas como preguntas figuraban al pie de la lectura, en la página 26 del libro de «comunicación integral». César y Paola, los más perspicaces de la clase, le ahorraron tiempo con sus respuestas precisas y su desmedido afán por contestar. Desde atrás del aula, sin embargo, uno podía observar treinta y tres nucas girando de derecha a izquierda y viceversa, según quien respondiera la pregunta de turno, intentando infructuosamente conectarse con el sentido de las veloces frases pronunciadas por ambos. César y Paola, en efecto, parecían haber entendido sin dificultad la historia narrada por el profesor. El resto de la clase, sólo copiaba sus respuestas.

Andrés Flores es un profesor muy responsable. No es de aquellos a quienes nunca les falta una buena razón para faltar a clases. Se preocupa por cumplir su programa, no le agrada atrasarse y se afana por trabajar con los textos del grado hasta agotarlos. Pero Andrés se hizo maestro en la honesta certeza de que su rol era entregar conocimientos. Y a eso se ha dedicado toda su vida. Por eso le preocupa que en el cuaderno de sus alumnos estén siempre anotadas las frases correctas, las afirmaciones precisas, las palabras exactas, los conceptos bien definidos, porque cuando los evalúe va a querer encontrar escritas esas mismas expresiones como prueba de que aprendieron.

Muchos pensarán que eso no tiene nada de malo. Andrés, como muchos, está convencido de que todo su quehacer como docente en el aula está centrado en aquello que debe conocerse, es decir, en el qué aprendemos o, como se diría en el lenguaje de la ciencia, en el objeto de conocimiento. Por eso se preocupa que en el cuaderno de sus chicos queden registradas sólo «afirmaciones verdaderas», es decir, las descripciones supuestamente objetivas de las realidades que se siente en el deber de transmitir.

Sin embargo ¿de qué «verdades» estamos hablando? y ¿hasta qué punto el «revelarlas» basta para que los alumnos las hagan suyas? Estas preguntas no son irrelevantes. Desde el tránsito de la física clásica newtoniana a la física cuántica, a inicios del siglo XX, la idea de un observador neutral y plenamente capacitado para describir el objeto de conocimiento con absoluta fidelidad quedó profundamente cuestionada. La evidencia de la participación del sujeto y de la subjetividad humana en el conocimiento producido acerca de los objetos -así como de los límites de los sentidos y del lenguaje humano para dar cuenta fidedigna de ellos- selló un cambio radical del paradigma científico, obligando a poner atención ya no sólo en qué se conoce sino en quién lo conoce y cómo es que lo conoce.

Einsten dijo, hace 100 años, la teoría determina la observación. Esto quiere decir que no hay observación y descripción de fenómeno alguno que no esté pautada por nuestros marcos de referencia previos y, en consecuencia, por nuestras creencias, preferencias y valoraciones. No hay manera de evitar que nuestro conocimiento de la realidad, aún aplicando el método científico, esté influido por nuestra subjetividad. Y se ha acumulado, a lo largo de todo el siglo pasado, un valioso caudal de saberes sobre las características de esta subjetividad, en especial sobre el lenguaje, la inteligencia, las emociones y la comunicación humana, aumentando significativamente nuestra comprensión acerca de cómo y desde dónde operan los sujetos, de manera necesaria e invariable, en el acto del conocer.

Esto nos deja una lección decisiva a los educadores: seguir limitando nuestra mirada al objeto del conocimiento -usualmente contenido en los currículos- es mantenerse afuera del devenir de la ciencia, la que hoy asume el conocimiento humano como producto de una construcción social en la que intervienen activamente los sujetos que conocen y la visión previa del mundo que ya poseen, así como el modo peculiar como elaboran su experiencia de las cosas.

Si Andrés compartiera esta nueva certeza, no le preocuparía tanto qué queda anotado en el cuaderno de sus alumnos, sino qué hay en su cabeza cuando está narrando la historia o cuando Paola y César comparten sus respuestas. Estaría más interesado en averiguar qué partes del relato han tenido más sentido para unos y otros, con qué episodios de su experiencia personal podrían asociarlos, qué significado les atribuyen y a cuántas conclusiones distintas podrían haber llegado. Se afanaría porque haya discusión en el aula, intercambio o confrontación de perspectivas y opiniones, a fin de ir asociándolas a los conceptos que necesita mostrarles o de estimular sus habilidades analíticas. Es decir, tendría los ojos puestos en el pensamiento y la afectividad que surge en sus estudiantes a partir del relato y no -como siempre- en la descripción literal del «objeto», es decir, en el recuerdo y reconstrucción de nombres, lugares, hechos y secuencias de acontecimientos.

Pero hay otro problema. Aún si creyéramos que la historia relatada en clase admite un solo significado verdadero (el atribuido por el profesor) ¿Cuál es la ruta que Andrés privilegia para que sus alumnos accedan a él? La ciencia clásica le invitaría a proponerles una experiencia comprobatoria, en la que todos puedan desplegar al máximo sus posibilidades perceptivas y de discernimiento. Pero la ruta elegida por Andrés es pre-científica. Le basta la autoridad de su palabra para establecer la verdad… y a copiar se ha dicho.

Emilia Ferreyro sostiene que las escuelas que heredamos del siglo XIX siguen ancladas a esa edad de la historia y que ni siquiera la cultura escrita ha logrado instalarse en ellas de manera genuina y abolir el predominio de la oralidad. Aguda observación. En realidad, si hoy se cuestiona la ilusión que nos vendió el paradigma positivista, de poder acceder a un «mundo objetivo» mediante el uso de los sentidos y la razón, habría que reconocer que la primera gran batalla paradigmática, librada en los albores de la segunda revolución industrial, entre el idealismo dogmático, cuya fuente de verdad era la autoridad, y la ciencia positivista, cuyo criterio último de verdad eran los sentidos, no fue ganada plenamente por la ciencia.

Si algo entró del positivismo en el aula no fue su valoración del conocimiento sensorial sino sólo las «descripciones objetivas» que hacía de las cosas. La escuela se limitó a sustituir la autoridad religiosa o filosófica por la autoridad científica como fuente última de verdad, y prosiguió entregando conocimientos enlatados a estudiantes cuyo único rol era consumirlos sin chistar. Por eso Andrés, maestro nacido en la década que se descubre el microprocesador o las calculadoras de bolsillo y en que Bill Gates funda la Microsoft, no fue formado para hacer uso del método científico ni para promover que sus alumnos lo empleen como medio para aprender. Por eso sólo desea que en sus cuadernos estén anotados «hechos objetivos» y «verdades universales».

Así estamos. A un siglo de la gran revolución científica, en educación seguimos pensando que lo esencial de la tarea docente es entregar conocimientos, no que los sujetos evolucionen en su capacidad de aprender y elaborar conocimientos por sí mismos y a partir de su propia experiencia subjetiva -racional y afectiva- del mundo. Es por eso que en las necesarias evaluaciones a docentes que se empiezan a diseñar, muchos se sienten satisfechos con examinar su «dominio curricular», como si estar en posesión de los conocimientos que deben enseñarse fuera suficiente para lograr que se aprenda con éxito, es decir, fundando convicciones, induciendo a crecer.

El profesor Andrés tiene pleno dominio de las reglas del idioma y la matemática escolar, lo que es sin duda necesario. Pero, como muchos, sigue atascado y resolviendo mal los dilemas epistemológicos de fines del siglo XIX, por lo que en plena revolución biotecnológica sigue sintiéndose exitoso si los cuadernos de sus alumnos reflejan al pie de la letra las verdades que deben conocer, aunque no crean en ellas o no las comprendan en absoluto. La revolución en la pedagogía, la que hace visibles a los sujetos que aprenden y les reconoce una centralidad hasta ahora acaparada por el discurso de los que enseñan, sigue siendo la gran deuda del siglo XX.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
Foto © Foro Educativo (Julio Pavel Ugaz)
Lima, 26 de diciembre de 2006

 

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

One Comment

  • ROBERTO

    Estimado Sr. Guerrero, de vez en cuando leo con gusto sus intervenciones, nos une nuestro interés por la educación.
    Algunos comentarios acerca de éste post.
    Son interesantes sus acotaciones sobre la pendiente reforma del pensamiento que es necesario hacer en los docentes, y no sólo institucional. Pero tampoco hay que caer en el extremo opuesto. El problema no es que hayan verdades o no , o si la realidad (aquello que se opone al pensamiento) se puede conocer o no, sino que el debate debe estar puesto en el cómo se conoce, y en el qué es el hombre y cómo conoce el hombre (pero el debate por el cómo nos lleva a la pregunta por la realidad, por el ser de las cosas). Por lo que no debería de dejar pasar trazos de relativismo gnoseológico (que tanto daño está haciendo en el mundo actual).

    Veo también en lo que va hablando al usar términos como “paradigmas” y argumentar usando el paso de la física clásica a cuántica, una cierta influencia kuhnniana y popperiana, evidentes exponentes del relativismo, que parten de premisas erradas al interpretar la realidad, kuhn al negar que el conocimiento científico se hace por tradición, es decir, negar que avanzamos sobre VERDADES que otros han descubierto, y Popper al reducir TODO a opinión (doxa) como los antiguos sofistas (los del periodo de decadencia sofística, donde no entra Protágoras) que tanto daño hicieron, y reducir todo al principio de falsación que de alguna manera nace del principio de verificación del Círculo de Viena.

    Además menciona que hoy en día no sólo debemos fijarnos en el “ qué se conoce sino en quién lo conoce y cómo es que lo conoce.” Tiene razón al intentar buscar una conciliación, entre la objetividad, la subjetividad y el proceso del conocimiento. Tenemos que entenderla primero nosotros para poder hacer una adecuada epistemología que sustente una pedagogía realista. A mi me ha resultado ilustrativa la propuesta de la escuela tomista de Barcelona, que rescata el pensamiento de Balmes, cuando dice que cuando Descartes enunciaba su “cogito ergo sum” , tenía razón, esto es el principio de conciencia, yo ante todo soy antes de conocer, así como el principio de los cartesianos tenían razón al decir que lo evidente, lo que salta a la vista es, también Parménides tenía razón al decir que el ser es y el no ser no es, el principio de no contradicción. Como dice Jaime Balmes “los tres tienen la razón y ninguno la tiene al mismo tiempo” esto es, los tres son dimensiones de la verdad, necesarias y complementarias, la verdad de la CONCIENCIA, EVIDENCIA Y SENTIDO COMÚN. A mi parecer estos tres datos metafísicos son fundamentales para poder entrar al debate gnoseológico o epistémico, como lo queramos llamar, de allí la importancia de una adecuada ontología que fundamente el debate educativo, porque sino, iremos a la deriva siguiendo a gente que sabe vender bien como Kuhn o Popper, pero que dicen pedazos de la verdad, pero el gran error está cuando buscan proponerlo como la única verdad “TODO es opinable” , “TODO conocimiento es temporal hasta que otro lo destituya”.

    En síntesis estoy de acuerdo con su visión de la importancia del subjetividad, pero dándole el debido lugar, para no caer en su enfermedad subjetivismo, así mismo estoy de acuerdo con su visión de lo falible del conocimiento humano, pero teniendo el debido cuidado de no caer en el relativismo gnoseológico, la verdad se puede conocer, es exigente y difícil, sí, pero se puede llegar a los fundamentos de la realidad, la verdad la vamos construyendo, renovando, todos juntos.
    Y creo que el problema de la educación no sea el que se centra en contenidos, es decir en el qué, creo que el qué es importante, y a mi parecer quizás lo más importante, como dice Howard Gardner, el objetivo de la educación es conocer “lo verdadero, lo bueno y lo bello” y que el problema está siendo el cómo, y la propuesta de una educación para la comprensión parece bastante interesante.

    Es por ello que el profesor Andrés sigue atascado en las cerrazones ontológicas, epistemológicas y antropológicas que nacieron allá por el siglo XV.

    Es por ello que no me canso de apostar por el Principio de la complejidad y, siguiendo las categorías Kuhnianas , de proponer al paradigma de la complejidad como nuevo (y viejo al mismo tiempo, porque los grandes pensadores fueron pensadores de la complejidad: Dante, Sócrates, Platón, Aristóteles, etc.) paradigma para entender y vivir la educación, complejidad entendida como apertura al todo, como plena armonía entre caos y orden y que se abre a la verdad entendida como un complexus (tejido).
    Roberto Barrientos

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