Pedagogía

Los caballos, la ternura y la pedagogía

No, jamás he montado un caballo. Me gustan estos animales, pero admito que al único al que me subí hace muchos años fue uno al que había que echarle una moneda por una pequeña ranura lateral. Esa fue mi confesión aquella lejana noche en que el amigo de un querido amigo mío nos comentó que montar caballos era su pasión. Pero algo hizo click en mí de una manera especial cuando respondió con naturalidad una pregunta trivial: ¿qué harías si una vez sobre él, el caballo se altera y empieza a correr alocadamente? El contestó: depende. ¿Depende de qué? repreguntamos con curiosidad. Y aquí viene lo insólito. Lo que nos dijo con expresión de sorpresa, como quien no logra comprender cómo alguien no puede entender algo tan obvio, fue: depende del caballo. Luego de una minuciosa descripción de los distintos tipos de personalidad que tienen estos animales y de las diferentes razones por las que podrían alterarse, lo que implicaba saber elegir en cada caso la respuesta más adecuada, llegué personalmente a una conclusión que me avergonzó no haberla tenido a la vista desde el principio: ningún caballo es igual a otro.

Si la memoria no me traiciona, esto ocurrió hace más de 12 años. Desde entonces no he podido dejar de pensar cómo, pese a ser la primera vez que lo cuento, la inmensa mayoría de maestros somos formados en la fantasía absurda de que un niño es igual a otro niño. Es tan poderosa esa convicción, en realidad, un viejo legado de la tradición que fundan los sistemas educativos en el mundo en tanto mecanismos de educación masiva, que nos parece extremadamente natural que el profesor pueda enseñar con éxito a cuarenta estudiantes con personalidades distintas, con identidades y trayectorias diferentes, con experiencias y perspectivas visiblemente heterogéneas, con aptitudes y preferencias bastante diversas, utilizando un mismo plan de clases y sin necesidad de establecer ningún vínculo personal con ellos.

Digámoslo de otra forma. Un caballo no es igual a otro y lograr que hagan ciertas cosas depende de nuestra habilidad para identificar sus propias características y para establecer con ellos una relación inteligente que las tome minuciosamente en cuenta. Pero, en el paradigma en que se forma a los docentes, cada niño o adolescente es igual al otro, por lo que construir cada año en el aula una red de relaciones interpersonales que se ajuste a las características del grupo resulta completamente innecesario. A diferencia de los caballos, muy dueños cada uno de su peculiar forma de ser, esperamos que los estudiantes, seres humanos al fin y al cabo, sí puedan responder sin dificultad y de la misma manera a los mismos tipos de estímulos, alcanzando los mismos aprendizajes en los mismos plazos y siguiendo los mismos procedimientos.

Bajo este código, anónimo y uniforme, nacen los sistemas educativos y más de dos siglos después, pese al significativo incremento del conocimiento que hoy exhibe la humanidad respecto de sí misma, de los fenómenos implicados en el pensar y el conocer, así como en el aprender en contextos y circunstancias diferentes, en el mundo escolar, siempre tan ajeno a la historia y a la ciencia, se sigue pensando igual. Por eso se cree que un mayor dominio del profesor respecto de los contenidos disciplinares del currículo es suficiente para mejorar los aprendizajes en las escuelas. Por eso se cree que la pedagogía es apenas un conjunto de técnicas instrumentales cuya aplicación indiferenciada en un aula de clases puede producir siempre el mismo resultado. Pareciera que educar muchachos es casi como criar lombrices. Si son menos que un caballo, se esperaría que los distintos modos de ser de cada niño o adolescente no jueguen ningún papel a la hora de aprender.

La conclusión pareciera ser que conectarse con la subjetividad de los alumnos, con todo lo que son, saben, viven y sienten, para conocer con mayor certeza qué tipo de lenguajes y oportunidades son los que necesitan para aprender mejor o cuáles resultan contraproducentes, constituye un ejercicio innecesario, una distracción inútil del valioso tiempo del profesor, un prurito teórico. No me cansaré de reiterar que la docencia parece ser de las pocas profesiones, por no decir la única, que no requiere construir respuestas en base al conocimiento de las características de cada caso que afronta, algo obvio e ineludible en la profesión médica, en la arquitectura, en la ingeniería, en la administración, en la psicología, en la contabilidad. Incluso en la profesión militar, tan apegada a la uniformidad, pues cada acción militar se diseña en base al estudio de las características del adversario, asumiéndose con lógica elemental que ningún enemigo es igual al otro.

Fíjense que el diccionario de la Real Academia define la palabra ternura como una cualidad que se asocia a lo delicado, afectuoso y amable. Es decir, a comportamientos que toman en cuenta de manera atenta y respetuosa los sentimientos del otro. No se demuestra ternura a una masa anónima de estudiantes, sino a grupos humanos con rostro y con nombre, con quienes se puede entablar relaciones y compromisos personales. Alejandro Cussiánovich, maestro peruano de numerosas generaciones y sobre todo un hombre sabio, empezó a hablar desde fines de los años 80 de la imperiosa necesidad de educar en las escuelas desde una «pedagogía de la ternura». Casi veinte años después, Alejandro ha convertido las agudas intuiciones de aquellos años en un importante ensayo que ha bautizado con el sugestivo título: «Aprender la condición humana», algo que según Edgar Morin se propicia cada vez menos desde la educación escolar, atrapada en el limitado código de la enseñanza de las disciplinas, pero menos todavía fuera de sus muros.

El ensayo de Alejandro no evade los temas de fondo. Una pedagogía que busca fundar la enseñanza y el aprendizaje en un vínculo auténtico con la identidad y los sentimientos de los estudiantes, es analizada desde la semántica del discurso que propone y desde su epistemología, desde los sentidos comunes capaces de sostener una manera de vivir genuinamente basada en el amor, pero deteniéndose también a reflexionar sobre el significado de la pedagogía misma. Con una lucidez que hoy se extraña en nuestro medio cuando se habla de la formación docente y los aprendizajes escolares, Alejandro afirma que frente al ropaje racionalista de la pedagogía, que vuelve predominante la razón analítico instrumental, se hace necesario recuperar sus sentidos más elementales: «si la educación está centrada en las personas y en éstas como sujetos con autonomía, el reencuentro con el eros, la philía y el ágape no es un mero retorno –por la ley del péndulo- a la subjetividad», sino a la comprensión de nuestra identidad como seres ontológicamente fundados en los afectos. Una idea fundamental que comparte con Humberto Maturana, quien afirma que fueron los sentimientos de aceptación e inclusión del otro los que hicieron posible a nuestra especie vivir en comunidades basadas en el acuerdo antes que en la violencia, la apropiación y la imposición, diferenciándose así de nuestros antepasados primates en la primera edad del homo sapiens.

Alejandro reconoce que la pedagogía de la ternura «es apenas una modulación de lo que las ciencias de la educación y en particular la pedagogía como reflexión teórica ha desarrollado a lo largo de su historia», formando parte del conjunto de pedagogías «unidas por el núcleo fuerte de aportar a la formación de de cada ser humano como sujeto de su historia», propósito fundamental que se pierde de vista cada vez que insistimos en reducir la enseñanza a la instrucción y a ésta al aprendizaje de la lectura y las operaciones matemáticas básicas. Formar personas como sujetos activos capaces de insertarse en su historia para cambiarla, no sólo para dejarse llevar por ella hacia destinos decididos por otros, exige inevitablemente una educación que posibilite a los estudiantes reconocerse a sí mismos en todas sus posibilidades y aspiraciones, confiar en ellas, así como en su capacidad para trazarse metas y cumplirlas, modificando cualquier circunstancia en vez de limitarse a padecerlas.

Nada de esto se consigue a través de un sistema que instruye a los docentes a seguir al pie de la letra una programación curricular uniforme y a avanzar a toda prisa hasta agotarla, sin vincularse con nadie ni detenerse a recoger los muertos y heridos del camino. Alejandro Cussiánovich afirma con claridad y convicción que «la labor educativa, el hecho educativo, se funda en la condición relacional de todo ser humano», condición invisible e irrelevante, sin embargo, para quienes creen que educar es informar, sin hacerse cargo en absoluto de lo que pase al otro lado de la sala.

Pero la pedagogía de la ternura no es apenas una etiqueta para renombrar la amabilidad y el buen trato en el aula de clases. Para Alejandro, «en lo relacional se juega no sólo lo subjetivo sino (también) lo cognitivo, lo que dice relación al pensamiento y al conocimiento», pues la mutua necesidad entre afectividad y racionalidad ha sido demostrada ya por la ciencia contemporánea. Paul Watzlawick, conceptualizando los hallazgos de las investigaciones de Bateson en el campo de la comunicación humana a mediados del siglo XX, señalaba que en toda situación de comunicación, los aspectos relacionales definen y encuadran los aspectos de contenido, lo que quiere decir en buen castellano que el canal de la comunicación racional queda interferido cuando no registramos en los mensajes no explícitos de nuestro eventual interlocutor, las mínimas señales de aceptación, aprobación e inclusión que requerimos para abrirnos a su influencia.

Ahora ya sabemos que si el caballo en que cabalgamos se altera y corre, antes de elegir una manera de atajarlo necesitamos entender el motivo de su inquietud o atenernos a las consecuencias. Si conectarnos con los sentimientos de un animal es tan esencial para lograr que las mutuas voluntades coincidan, no debiera serlo menos cuando se trata de seres humanos a quienes tenemos la responsabilidad de educar. Una manera de arraigarse en esta convicción, tan ajena al sentido común de muchos, podría requerir por ejemplo un transplante de cabeza. Una vía menos dolorosa puede ser leer el libro de Alejandro. Recomiendo de corazón esta segunda opción.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
Fotografía © Miguel Roa Guzman/ www.flickr.com (caballos de terracota en Xian)
Lima, 21 de abril de 2008

 

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

3 Comments

  • Tania Maria Anaya Figueroa

    Yo empezaria diciendo que la ventaja del buen jinete es tener un animal irracional, en cambio un maestro tiene que trabajar con un ser racional que realiza un conjunto de procesos cognitivos, afectivos, sociales, motrices, volitivos, etc. Además cada uno con su propia individualidad.
    Lamentablemente no existe en ningun libro, tampoco centro de formación docente donde se les de las pautas para trabajar.
    Creo que es una utopía llegar a entender a todos los estudiantes de un aula, pero muchos no dejaremos de perseguir nuestra utopía.

  • Anónimo

    al comentario de tania le agregaría que -igual que las personas- entre los caballos hay una gran variedad de racionalidad-irracionalidad. No es que los humanos somos racionales y los animales no.
    Respecto a la escuela, no hay que olvidarse que su función es preparar al estudiante para su inserción en la sociedad. Y mientras que vivamos en una sociedad principalmente industrial, eso significa una enseñanza anónima e industrializada. ¿Recuerdan la escena de la escuela en la película “The Wall”? Es eso: la escuela como anonimizante picadora de carne …
    Saludos desde Argentina
    patora (bibliotecóloga)

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    luisguerrero

    Si fuéramos racionales, cada uno de nuestros actos cotidianos, desde los más simples hasta los más complejos, estaría guiado por la razón. Se han hecho importantes investigacionales al respecto y se ha llegado a la sencilla conclusión que ni siquiera los profesores de lógica más renombrados de las universidades de élite a nivel internacional, se abandonan a la razón las 24 horas del día, ni aún delante de decisiones de gran importancia. Lo que sí es evidente es que en el principio de todo quehacer científico están las emociones. La curiosidad y el interés del investigador son procesos que pertenecen al campo de los sentimientos humanos y que no obedecen a la voluntad, sólo suceden… o se suscitan. Este tema ha sido muy estudiado y ya salio hace rato del terreno de la ‘doxa’, pero los profesores -y los diseñadores de políticas educativas- seguimos pensando que en un aula eficiente las emociones sobran. Ahora, no se si los caballos sean racionales, lo que sí se es que su lado no racional no es una zona oscura y representa para nosotros una zona común, que también forma parte de nuestra identidad como especie. Comparto con Alejandro la idea de que seguirla ignorando nos servirá no sólo para seguir fracasando en la tarea educativa, sino para dar licencia a los niños y jóvenes de nuestro país para pasar por encima de los sentimientos de las personas cada vez que crean tener la razón. Pienso más bien, a diferencia de Tania, que creer posible educar sin tener en cuenta las emociones de la gente, es una utopía que hemos venido persiguiendo hace 250 años sin que nadie nos despierte hasta ahora de este mal sueño. Gracias Tania y Patora por sus comentarios.

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