Docencia

Mil novecientos noventa y seis

Mil novecientos noventa y seis, recuerden ese año. En 1996 el Sporting Cristal, por primera vez en la historia del fútbol peruano, gana el campeonato nacional por tercer año consecutivo. En 1996 muere François Mitterrand, ex-presidente socialista de Francia y nace la Oveja Dolly, el primer mamífero clonado en la historia de la ciencia. En 1996, cómo no recordarlo, un comando del MRTA toma la Embajada de Japón en Lima, haciendo rehenes a más de 100 personas. Ese mismo año, en momentos en que Los Del Río estrenaban «La Macarena», con gran suceso, 200 mil jóvenes peruanos estaban matriculados en programas de formación docente, estimándose en 40 mil los nuevos maestros que egresarían ese y cada uno de los próximos años[1]. Felipe estaba entre ellos.

Entonces se sabía que ocho de cada diez alumnos matriculados en Institutos Superiores Pedagógicos y en Facultades de Educación venían de familias con ingresos bajos y que nueve de cada diez habían estudiado su secundaria en colegios estatales de su provincia. Cuatro de cada diez, además, eran hijos de padres que sólo terminaron la primaria. No sorprendería saber que un tercio no tenía el castellano como lengua materna y que otro tercio trabajaba a la vez como ambulantes o campesinos o en labores domésticas no remuneradas. El 30% habría intentado ingresar a otra carrera sin éxito antes de postular a la docencia, una opción de segunda para muchos, pero a la vez fácil y barata en comparación con otras. Salvo esto último, el caso de Felipe calzaba en todos los anteriores.

Por entonces también se sabía que había 9 mil docentes formadores en todo el país, en los Institutos y Universidades, y que cerca de la mitad de ellos se formó en una escuela normal o un instituto superior pedagógico. Por tanto, la primera formación de la mayoría fue la de maestro de escuela, sólo un 5% tenía un grado académico superior al bachillerato. En general, se llegaba a ser formador sin mayores dificultades, satisfaciendo requisitos formales, como la presentación de certificados de estudios superiores y la acreditación de la experiencia laboral. En promedio, era un oficio que pagaba 432 soles ó 186 dólares al mes y al que se dedicaban en exclusividad cuatro de cada diez formadores. La mitad de ellos, además, complementaba ingresos dictando clases en algún colegio.

En 1996 ya se tenía evidencias del pobre nivel de la enseñanza en estas instituciones. Según Felipe, eran patentes las limitaciones de sus formadores para comunicar ideas con coherencia o posibilitar la adquisición de habilidades, formulándoles demandas sin enseñarles cómo responder a ellas. Eran igualmente inocultables sus dificultades para interpretar y sintetizar textos o para explicarlos en sus propias palabras, limitándose a repetirlos; la costumbre de improvisar clases, de hacer dictados en la pizarra o clases no relacionadas con las anteriores, de mezquinar bibliografía y hacer constantes apologías de la superioridad de la experiencia; o de devolver los trabajos de los estudiantes sin observaciones. Felipe recuerda, además, la frecuente impuntualidad de sus profesores, el pobre uso del tiempo, la complicidad para abreviar las horas de dictado y la gran cantidad de horas libres.

Por si fuera poco, desde el inicio hubo evidencias de sus dificultades como estudiantes de pedagogía para identificar las ideas centrales de un texto y resumirlas, así como de su costumbre de copiar literalmente y con notorios errores, párrafos extraídos de alguna separata, sin aportar mayor análisis y sin que a ninguno de sus formadores causara sobresalto. No obstante, Felipe y los 40 mil que empezaron estudios de docencia en 1996 se graduaron sin dificultad al inicio del tercer milenio y ya tienen más de 6 años ejerciendo. Considerando que es desde 1996 en adelante que vinieron recién las reformas en el currículo de formación docente, entre otros intentos de renovación, es de suponer que quienes estudiaron la carrera antes de 1996 –el 80% del magisterio nacional- hayan padecido condiciones por lo menos similares, si no peores, que las vividas por Felipe.

Por eso no sorprende que, durante la Evaluación Nacional del 2004, Felipe y la mayoría de maestros de 6º de primaria y 5º de secundaria evaluados voluntariamente, sólo pudiera resolver preguntas relacionadas a un nivel de lectura literal –como extraer ideas textuales del escrito- o resolver problemas matemáticos muy simples. Tampoco sorprende comprobar que una enorme proporción del currículo no sea enseñado ni que el 90% de los estudiantes que acaban la primaria tenga serias dificultades para leer y comprender un texto escrito. Ni que sólo el 1% pueda distinguir un sistema democrático de uno autoritario o reconocer y enunciar sus propios derechos y responsabilidades.

Felipe, como buena parte de los maestros peruanos, es conciente de sus serias limitaciones y en mayor medida de lo que podría suponerse. Pero sabe también que en esas condiciones le fue entregado un título a nombre de la Nación y que ha podido hasta ahora ejercer la profesión y recibir regularmente un sueldo del Estado, sin que nadie hiciera escándalo por eso. Por tal razón, una nueva ley de Carrera Pública que dice que los va a evaluar y a sacar si desaprueban tres veces, por más que suene justo, le mueve el piso. Felipe lo siente razonable, pero le incomoda igual. Piensa en su familia y no puede dejar de preguntarse ¿no es mejor dejar las cosas como están?

Felipe tiene en su escuela colegas suyos que ya perdieron la voluntad de hacer bien su trabajo o que se formaron sin la convicción de tener que trabajar en serio alguna vez. Que escogieron el oficio en la certeza de que así nomás como se concluyó el colegio, así nomás se hacían de una profesión y así nomás la ejercían, sin mayores exigencias ni controles. Idea alentada o reforzada en sus años de formación inicial, penosamente, gracias al ejemplo de muchos de sus formadores y a la pobre calidad ofrecida por los centros de formación. Docentes que ya eligieron no comprometerse o, peor aún, sacar las máximas ventajas posibles de su posición ante sus alumnos y sus padres, más allá de lo que diga la ley o aconseje la ética. Son los mismos que no tienen reparo en refugiarse en las legítimas luchas sindicales para apedrear o incendiar, insultar o amedrentar a otros colegas, dando testimonio irrebatible de su virtual abdicación de la docencia.

Pero Felipe no está en ese grupo, como no lo está una inmensa legión de maestros que invirtieron cinco años de su vida sentados en una carpeta sin poder formarse más en serio, pero que aman lo que hacen y que están dispuestos a aprender a hacerlo mejor cada vez. Por eso no le gusta que lo traten como si fuera igual que los otros y cuando eso ocurre y lo lee en los diarios o lo escucha de sus autoridades, se irrita contra el poder y aumenta su desconfianza en las intenciones de sus leyes.

Felipe ya va a cumplir 30 años y, aunque está joven, no ve las cosas igual que cuando acabó la carrera. A el le preocupa menos ser evaluado que no tener oportunidades de prepararse bien. En verdad, quisiera que el Estado se rectifique y repare el daño que le hizo, a él y a toda la promoción de 1996, más aún a las anteriores, en vez de hacerse el sorprendido por las consecuencias de un abandono en que el Estado mismo ha tenido la primera responsabilidad. Felipe necesita ver que a las autoridades les preocupa tanto los procesos de evaluación de su desempeño como su formación. Pero, si no les causó desvelo la mediocridad de su formación inicial ¿Cómo saber que la formación que se le brinda ahora que ya egresó, será más seria? ¿Cómo saber que no se encontrará con un ritual vacío, efectuado por cumplir, el mismo que padeció en sus años de estudiante?

Para Felipe y muchos de sus colegas, esto es lo fundamental. El ha participado en años anteriores de capacitaciones oficiales, que no lo dejaron plenamente feliz. Cuando los talleres o seminarios terminaban, el debía regresar a la soledad de su aula y no tenía a nadie al lado a quien consultar sus dudas o confirmase si sus esfuerzos de cambio iban por buen camino. En el local de la capacitación, lejos de su escuela, todo sonaba bien. Pero a los días, ya en su aula, la incertidumbre regresaba. Justo cuando todos se habían ido. La capacitación no partía de su salón de clase ni llegaba hasta él. Por eso Felipe mezcla lo que comprendió a medias con lo que siempre ha hecho. Por eso sus alumnos siguen sin aprender, a pesar que ya sumó en seis años más de 200 horas de capacitación. Si Felipe pudiera sugerir un sistema de capacitación de este tipo a la autoridad, que enfatice la asistencia directa a los docentes en su aula y su centro educativo, la respuesta sería contundente: muy caro. En el fondo, ese ha sido el signo de muchas políticas educativas: lo simple, rápido y barato es siempre preferible a lo más eficaz, si acaso es más complejo y exige más inversión.

Una nueva ley de Carrera Pública acaba de ser promulgada en el Perú. La ley es buena y recoge en gran medida ideas que han venido conversándose reiteradamente años atrás, con distintos sectores y organizaciones, incluido el sindicato magisterial. Pero tiene algunas zonas oscuras que necesitan ser despejadas para no reforzar las previas desconfianzas. Una de ellas tiene que ver con las normas sobre capacitación docente, un conjunto de generalidades del mismo rango de las directivas anteriores del Ministerio de Educación sobre la materia y que se limitan básicamente a distribuir responsabilidades. La formación docente tiene funestos antecedentes y nefastas consecuencias. No se trata, entonces, de un tema menor, que pueda resolverse administrativamente. Encargarlo a terceros –como ya ha ocurrido antes- sólo es útil para después, cuando no funcione, señalarlos a ellos y exonerarse de toda responsabilidad. No es así que conseguiremos que Felipe y todo la promoción del 96, por lo menos, vuelvan a confiar en el Estado y sus leyes, como todos queremos.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
Fotografía © Proyecto AprenDes-USAID Perú
Lima, 27 de Julio de 2007

[1] Los datos de este artículo se basan en un estudio sobre la formación docente efectuado por GRADE en 1996: ARREGUI, Patricia, HUNT Bárbara y DÍAZ, Hugo. Problemas, perspectivas y requerimientos de la formación magisterial en el Perú: Informe final del diagnóstico elaborado a solicitud del Ministerio de Educación y la GTZ. Lima, 1996.

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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