Docencia,  Pedagogía

Pedagogía, clima de aula y evaluación docente

Para el inicio del año escolar los profesores vienen debatiendo cómo asegurar un clima de aula propicio para sus alumnos. Las propuestas que más acogida han tenido son: promover múltiples canales de comunicación al interior de las aulas de clase, leer con los alumnos el reglamento escolar establecido por la institución educativa, asumir el método de trabajo cooperativo en todas las áreas, de modo que se refuerce el sentido de unidad entre los estudiantes, evitar que surjan conflictos entre los estudiantes, dar la oportunidad de asumir el liderazgo situacional entre los estudiantes. ¿Cuáles son las que deberían implementarse para lograr tal propósito?

Tal fue, literalmente, una de las preguntas incluidas en la prueba rendida por 180 mil maestros peruanos el pasado 9 de marzo, bajo el rubro “Conocimientos pedagógicos generales”. Ocurre que la capacidad de construir un clima de aula propicio no es sólo un principio pedagógico interesante, como tantos otros, sino una norma de desempeño docente, exigida por el reglamento de la Ley General de Educación del año 2003 y por la Ley de Carrera Pública Magisterial, de reciente promulgación. Que tenga el estatuto de una obligación legal, significa que para la autoridad la existencia en las escuelas de climas acogedores, integradores y estimulantes –así está adjetivado en las normas- es una cuestión de importancia indiscutible e innegociable. De lo contrario, no estaría allí sino sólo en los libros de pedagogía. Para que a nadie le queden dudas, el tema hasta fue incluido en el examen del 9 de marzo.

Lo curioso es que la competencia pedagógica para generar climas de relación y comunicación positivos en un aula repleta de niños o adolescentes, con personalidades, aptitudes, intereses, estilos y experiencias de vida muy diversas, así como para cultivarlo y sostenerlo a lo largo del año, constituye una habilidad compleja que requiere mucha ejercitación, pero que no tiene un lugar significativo en la formación profesional que reciben los maestros, ni en sus años de preparación inicial ni en los programas, pasados y presentes, de formación en servicio. Más curioso aún es que asumamos posible medirla a través de una prueba de lápiz y papel.

La formación que recibimos los maestros no nos prepara, por ejemplo, para el conflicto. Es decir, no desarrolla en nosotros habilidades básicas para el manejo exitoso, pero a la vez positivo y constructivo de las dificultades en la relación humana al interior de un aula inevitablemente heterogénea, sobre todo de sus episodios más críticos. El conflicto constituye una noción que evoca instantáneamente otras como agresividad, problemas, sufrimiento o caos. Por lo mismo, se asume como un suceso no deseable, inconveniente, necesario de evitarse o eliminarse. Es el caso de los funcionalistas, que definen el conflicto «como una desviación del estado normal de las actitudes y los comportamientos humanos, que puede ser eliminado y debe serlo mediante la educación y la formación». Según Gabriel Aguilera, ex investigador de FLACSO y ex viceministro de Relaciones Exteriores de Guatemala, la postura funcionalista propone el conflicto como «un remanente del estado primitivo de las relaciones humanas, es fruto del mal funcionamiento del sistema social».

Esta noción ha tenido mucha influencia entre los educadores y en la pedagogía misma, siendo expresada de manera muy clara por los pedagogos europeos del siglo XVIII. «Aconsejo a todos aquellos cuya tarea consista en educar a niños que conviertan en su labor principal la eliminación de la testarudez y la maldad» escribía J. Sulzer en 1748 para los educadores alemanes. «Si cedemos una primera vez ante su obstinación, la segunda vez se habrá robustecido…Toda la educación no es otra cosa que el aprendizaje de la obediencia». En otras palabras, proponía evitar los conflictos a cualquier costo, combatiendo y despojando a los alumnos sin contemplaciones de su voluntad.

La idea de que la igualdad no exige la eliminación artificial de las diferencias y de que la diversidad es una potencialidad antes que una barrera, ha empezado a ganar terreno y a introducirse con más fuerza en el sentido común de muchas sociedades del planeta en el último tercio del siglo XX con la caída del muro de Berlín. No obstante, este consenso ha encontrado resistencias en una poderosa mentalidad que, aún aceptando las diferencias, las jerarquiza y persiste en valorar la uniformidad en torno a un patrón dominante, ideológico, cultural, conductual, como condición de posibilidad para una auténtica ciudadanía. Trasladado al terreno del aula, no importaría mucho qué crea, sienta, necesite o desee un conglomerado heterogéneo de alumnos, pues formar parte de una escuela les exigiría alinearse a una misma manera de pensar y actuar.

Esta mentalidad, como se observa frecuentemente en los noticieros, conserva una extraordinaria vigencia en numerosos países y sociedades, en movimientos políticos y religiosos, tanto como en instituciones típicamente verticales y jerárquicas por naturaleza como las escuelas. Allí adentro se sigue creyendo, como en el siglo XIX, que todos los alumnos deben lograr una misma meta, en el mismo plazo, bajo los mismos procedimientos, en las mismas condiciones, realizando las mismas actividades. Por eso se insiste tanto a los maestros en los programas de capacitación en el diseño de una programación curricular uniforme, que parta del falso supuesto de un aula homogénea. Cuando alguien empieza a diferenciar sus intereses o simplemente su personalidad y a actuar en base a expectativas y motivaciones distintas a las del profesor, surge el conflicto. Y todos los esfuerzos del sistema se orientarán a descalificar, patologizar, penalizar y suprimir esta diferencia.

Ya ingresados al siglo XXI, no son poco los que se siguen sorprendiendo cuando alguien se revela distinto en sus deseos, valoraciones y necesidades de actuación en un aula de clases. Un aula profunda y legítimamente diversa no forma parte del paradigma en que se forma a los maestros. Por eso no sabemos cómo actuar en ella de otro modo que no sea a través de procedimientos uniformes. La imagen de un aula homogénea, en cambio, se asume naturalmente como premisa y como ideal. Para lo que sí tenemos repertorio, sin embargo, es para extirpar las diferencias.

Ciertamente, la sola existencia de diferencias en un aula no nos lleva de modo inevitable al conflicto o la confrontación recurrente. Según la forma, la oportunidad y el contexto en que se ponen de manifiesto las distintas percepciones, opiniones, valoraciones y sentimientos de los alumnos es que puede surgir la pluralidad (baja interrelación, alta aceptación mutua), la complementariedad (coordinación consensual de metas y medios diferentes) o el conflicto (incompatibilidades e interferencias). Pero leer como conflicto cualquier diferencia o colocarse en guardia frente a cualquier desencuentro –desplegando todas las armas que concede al adulto su posición de poder en una escuela- es insistir en considerar los conflictos como episodios indeseables y en valorar la anónima y gris uniformidad de la escuela como un valor supremo.

A estas alturas de la vida deberíamos haber aprendido que el conflicto es un suceso inevitable y natural de la convivencia, un hecho común en el que nadie debiera sentir culpa sólo por verse involucrado. Pero si eso es difícil de aceptar, lo es también el reconocer que disponemos de repertorios muy amplios para afrontarlos y que nada nos obliga a restringir nuestras opciones a una sola ni siempre a la misma. El conflicto no es un drama o un baldón, como lo señalaban Kathryn Girard y Susan Koch en su importante estudio sobre el conflicto en las escuelas publicado en 1997, puede incluso ser productivo, ayudándonos a mejorar el conocimiento de nosotros mismos y de los otros y a mejorar nuestra propia capacidad de comunicación. Asumir estas premisas es condición indispensable para aprender a afrontar los conflictos y construir climas de confianza en las aulas, con una actitud distinta a la habitual, preocupados por hallar fórmulas que reconozcan e incluyan los intereses y perspectivas de todos los involucrados; y no simplemente por aplicar el reglamento.

Joice Hocker y William Wilmot definen el conflicto como una pugna entre dos partes que de pronto perciben sus objetivos incompatibles y advierten que no pueden lograrlos sin interferirse. Esto quiere decir que para resolverlo, los maestros necesitan aprender a evaluar cada situación y a sí mismos en ellas. Es decir, a reconocer con indispensable serenidad lo que los alumnos, tanto como ellos, están realmente necesitando y sintiendo, así como a expresarlo de manera clara y directa, sin agredir, amenazar o descalificar a nadie. Roger Fisher advierte que los conflictos suelen provocarse o agravarse por tres deficiencias en la comunicación: cuando una vez identificados, no buscamos explicar nuestras necesidades y motivos de una manera comprensible; cuando una o ambas partes no se están prestando atención; cuando los mensajes están siendo expresados deficientemente y se están malinterpretando. Generar climas apropiados en el aula y manejar los conflictos que lo interfieran exige, entonces, habilidades comunicativas y sociales bien específicas.

¿Qué conspira contra el esfuerzo por resolver constructivamente un conflicto y favorecer climas positivos en un salón de clases? Justamente, numerosos defectos de la comunicación cotidiana, muy habituales en las interacciones entre docentes y alumnos, y que afectan negativamente las emociones y sabotea sus mejores intenciones: interrumpir, juzgar, burlarse, criticar, dar consejos, cambiar de tema, dominar la discusión, utilizar el engaño deliberadamente y negarse a negociar. Defectos que podrían ser corregidos a través de programas de formación que no se limitaran tercamente a trabajar sobre las habilidades lingüísticas y matemáticas de los docentes y que aceptaran que cultivar el saber pedagógico del maestro es en verdad tan esencial para mejorar aprendizajes en las aulas como fortalecer sus conocimientos sobre las proposiciones de la ciencia.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
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Lima, 30 de marzo de 2008

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

One Comment

  • Susana Frisancho

    Además de irrelevante tal y como está formulada, la pregunta me parece muy mala. las alternativas son un desastre, y no tiene una sola respuesta correcta (y si varias a todas luces incorrectas, como la del conflicto, auqnue parece que los que hicieron la prueba creyeran que s una alternativa viable). He escrito algo tambien sobre la evaluación docente en mi blog: http://blog.pucp.edu.pe/item/20907

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