Escuela

Reforma de la escuela: trazando una ruta

«Y digo a cualquier hombre o mujer: que tu alma se alce tranquila y serena ante un millón de universos» escribió Walt Whitman, destacado poeta norteamericano del siglo XIX. Hemos pensado siempre que el universo es infinito y en uno que otro arrebato de poética nostalgia hasta nos hemos sentido pequeños en medio de tanta inmensidad. Hace más de 100 años, sin embargo, Withman ya intuía que había más de uno. Sorprendentemente, Martin Rees, astrónomo inglés y Premio Mundial de Ciencias 2003, afirma más bien la existencia probable de un número infinito de universos en el espacio exterior. Universos con atributos diferentes y que combinan sus partes cada uno de una manera distinta. En el caso del nuestro universo, la vida tal como la conocemos se hace posible sólo porque las cosas se armonizan de una determinada manera y no de otra. Por ejemplo, el hidrógeno se convierte en helio transformando siete milésimas de su masa en energía. Un leve descenso de ese valor no desencadenaría ningún cambio y sólo habría hidrógeno en el universo. Un ligero aumento de ese valor, en cambio, agotaría el hidrógeno y el universo que conocemos no existiría.

Ocurre que el universo, como todos los sistemas existentes, incluidos los sistemas sociales –tal es el caso de los sistemas educativos y de las propias escuelas, una de sus instituciones más típicas- se comporta como un todo inseparable y coherente. Sus partes están relacionadas entre sí de tal manera que son estrictamente funcionales unas con otras y, en principio, un cambio en alguna de ellas podría provocar un cambio en las demás y en el sistema total.

Las cuatro partes de una totalidad llamada escuela

Las escuelas, que a decir de Noel McGinn, profesor emérito de Harvard, son curiosas antigüedades que sobreviven fuera de su tiempo útil, también constituyen sistemas donde sus partes se relacionan entre sí de una manera típica para garantizar su función principal: ofrecer educación en dirección a un determinado propósito. Las partes universalmente reconocibles de una escuela convencional son cuatro: el gobierno de la institución, el aula, la convivencia interna, y las relaciones con el entorno.

Al interior de las aulas transcurren los procesos principales, los de enseñanza y aprendizaje. Afuera de ellas, estudiantes, docentes y directivos se relacionan cotidianamente entré sí en base a determinadas reglas explícitas e implícitas. En conjunto, la institución se vincula con las familias y la comunidad local de una cierta manera y en función a determinados objetivos. Y que todo esto funcione y fluya sin contratiempos es la tarea de la gestión escolar a través de diversos canales, procedimientos y regulaciones.

Ahora bien, quienes han hecho sociología de las instituciones concuerdan con McGinn en ubicar a las escuelas en el grupo de instituciones más conservadoras de las sociedades contemporáneas. Con una historia de más de dos siglos a cuestas, las escuelas constituyen sistemas complejos, cuyas partes tienen a su vez componentes y características no menos alambicadas que las convierten a cada una en subsistemas, es decir, en pequeñas totalidades compuestas de sus propios componentes y con cierta independencia, habituadas también a funcionar de una misma manera.

El aula, por ejemplo, representa en sí misma un universo, donde la enseñanza, el manejo del tiempo, el uso de los recursos, la conservación del orden y la organización del espacio y los roles a su interior se relacionan entre sí de una manera particular para producir una determinada consecuencia, que se supone es el aprendizaje.

Lo mismo podríamos decir de las relaciones con el entorno, donde el vínculo con las familias, con las autoridades locales, con las entidades existentes, con los lugares, las actividades y la cultura local, pueden organizarse de una cierta manera según los resultados que se busque de esas relaciones, que se supone es la colaboración.

En el ámbito de la convivencia, a su vez, las relaciones entre estudiantes de un mismo grado o de diferentes grados y niveles; entre éstos, sus maestros y la autoridad, así como entre maestros y con su director o entre todos ellos con el personal de apoyo, si acaso existe, configuran otro universo, que se asocian de distintas maneras con el objetivo y las reglas establecidas, que se supone apuntan al orden y la subordinación a la autoridad.

Otro mundo es la gestión de la escuela, que requiere montar un conjunto de procedimientos para poder manejar el presupuesto, el personal, los servicios, las relaciones con la autoridad educativa local y, sobre todo, para asegurar que los procesos característicos en el aula fluyan con la normalidad esperada, y alrededor de ellos, la convivencia y las relaciones con el entorno.

La escuela en el microscopio

Es muy importante tener en cuenta que los sistemas complejos, en particular, pueden soportar cambios en su estructura y en sus subsistemas, sin perder estabilidad necesariamente y autocorrigiéndose del modo más convenientes posible para no desviarse de su finalidad. No obstante, superados los rangos soportables de cambio, entran en una dinámica de cambio profundo, reorientándose hacia una nueva finalidad.

Por ejemplo, los desplazamientos de las placas terrestres a consecuencia de los sismos, que generan una gran energía cuando se mueven, pueden desplazar a su vez –dependiendo de su magnitud- el eje de rotación de la tierra. Cuando esto ocurre, varía la posición del planeta respecto al sol, lo que desencadena a su vez cambios en el ritmo de las estaciones, pudiendo acelerar además la velocidad de rotación y acortar en consecuencia la duración de los días. En alguna medida, esta cadena de cambios ya se produjo durante el reciente terremoto en Japón. Si estos desplazamientos, sin embargo, sobrepasan ciertos límites y el eje de rotación se mueve más allá de cierto rango, el cambio climático se aceleraría a niveles catastróficos poniendo en peligro las distintas formas de vida, redirigiendo al planeta a un nuevo ordenamiento de las cosas y de las especies supervivientes.

Es por eso que resulta indispensable poner a la escuela en el microscopio, para constatar y comprender de qué manera funciona como totalidad y cuál es la dinámica de cada una de sus partes, tanto hacia dentro de sí mismas como entre cada una de ellas. No hay otro camino para hallar el modo más eficaz de redirigirla hacia objetivos cualitativamente superiores y más ajustados a un momento histórico tan diferente al que le dio nacimiento formando parte de sistemas nacionales.

Nuestras escuelas funcionan de un modo bastante convencional, en sus distintos componentes y en conjunto, porque sus premisas y sus propósitos se instalaron hace mucho tiempo en el imaginario colectivo y se transformaron no sólo en sentido común sino en un mandato cultural. La escuela que está en la cabeza del ciudadano promedio es la que debe formar individuos que reciban, reproduzcan y mantengan la vigencia de la cultura nacional y universal, adaptándose a las costumbres, valores y modos de pensar de la sociedad a la que pertenecen en el ámbito público, laboral, político y familiar.

Para cumplir esa misión, las escuelas se organizan en compartimentos rígidos donde los estudiantes se agrupan por edad para recibir de manera secuencial, dosificada y en plazos uniformes, cuotas de información sobre distintos campos del saber humano, a fin de homogenizar su perspectiva del mundo y se preparen a desempeñar el rol que acabamos de describir. Esto orienta su finalidad funcional al estricto cumplimiento del programa de clases. Tal es el corazón de la escuela, lo que justifica socialmente su existencia.

Para que esto marche sin interferencias y en los plazos normados, se necesita una autoridad que garantice la continuidad de las rutinas de enseñanza, la estabilidad de los procesos, su flujo continuo, obligando a cada actor a cumplir el rol que tiene asignado. Esa es la tarea de gobernar la escuela y para eso se organiza de manera piramidal, centralizando el poder. Cumplirla requiere, a su vez, un clima de orden y control, basado en la desconfianza y, por lo tanto, vigilado y controlado a través de premios y castigos, concentrando la información y administrándola de manera selectiva y restringida. Esa es la función del clima institucional y el tipo de convivencia que propicia.

Finalmente, requiere mantener alejada a las familias y a la comunidad de los asuntos internos y subordinada a las necesidades institucionales, sobre todo a las materiales y a la cobertura del programa de clases. Una desconfianza profunda en sus posibilidades de aportar algo relevante a la manera como se enseña y se aprende al interior de la escuela es coherente con la muy antigua premisa de que la escuela es la llamada a civilizar a una sociedad ignorante, atrasada y desviada.

Electrocardiograma de la institución escolar

Por todo lo expuesto, es evidente que el corazón de la escuela está en el aula. Es lo que ocurre al interior del espacio donde maestro y alumnos entran en relación para producir aprendizajes el eje de la organización escolar. Es el núcleo del sistema, el que da sentido a la función que cumplen todas sus partes, justificando la manera como están estructuradas y como se vinculan con las demás. Y lo que ocurre en el aula de una escuela promedio puede resumirse en tres palabras: enseñanza, homogeneidad y repetición.

Es decir, en el corazón mismo de la escuela lo que se observa con nitidez son tres fenómenos. En primer lugar, una organización consistentemente centrada en sus rutinas de enseñanza, independientemente de que se cumplan o no a plena satisfacción, lo que quiere decir que no se hace responsable en absoluto por los aprendizajes. En segundo lugar, una organización que imparte una enseñanza homogénea, bajo la presunción de que todos los estudiantes necesitan lo mismo y pueden aprender de la misma manera, lo que quiere decir que no se hace cargo de la diversidad existente en el salón de clases. En tercer lugar, una organización que confunde aprendizaje con repetición y que se limita a entregar información de manera sistemática con la única finalidad de que sea fielmente copiada, recordada y reproducida, lo que quiere decir que cualquier opinión, interpretación o debate resultan no sólo innecesarios sino incluso perturbadores.

Esto es tan claro, que las escuelas pueden introducir cambios de distinta naturaleza e intensidad en sus otros componentes sin alterar en lo sustantivo el funcionamiento de su núcleo. Puede, por ejemplo, introducir mejoras significativas en la infraestructura y equipamiento escolar, en servicios complementarios para los estudiantes, en actividades formativas para los padres, aplicar metodologías activas e incluso enseñar en la lengua materna del alumno si esta no fuese el castellano. Puede, así mismo, entregarle información sobre los contenidos de su propia cultura, sobre el cuidado del medio ambiente o los valores cívicos, y todo eso sin alterar en absoluto la configuración del aula y la naturaleza misma de una enseñanza homogénea y repetitiva, que responsabiliza de antemano a las familias por el eventual fracaso de sus hijos en el aprendizaje.

La escuela podría incluso hacerse más participativa y estar conducida por un director competente, sin que eso implique necesariamente un giro radical en el carácter de los procesos pedagógicos que se promueve, gestiona y protege al interior de las aulas. La escuela convencional puede tolerar incluso un cierto grado de organización y participación estudiantil, y de democratización de sus formas de gestión, mientras en las aulas se sigue impartiendo una enseñanza uniforme orientada al copiado y la repetición.

Hasta una escuela rural multigrado podría evolucionar hacia estos estándares y ganar el aplauso de la comunidad, pero seguir enseñando como si todos los estudiantes fueran iguales e insistir en confundir aprendizaje con la repetición ritual de las palabras de sus maestros. Como a la mayoría de personas le resulta normal esa forma de concebir la enseñanza y el aprendizaje, las mejoras introducidas serán aprobadas con entusiasmo y nadie notará que algo falta ni que se está dejando afuera lo fundamental. El corazón de esta escuela anacrónica –incapaz de desarrollar capacidades en sus estudiantes- es por eso «duro de matar» y sigue latiendo con vitalidad aun en una escuela equipada, ordenada, eficiente y emprendedora.

EL PROGRAMA

Por todos los argumentos expuestos hasta aquí, se deduce que un programa de reestructuración o, mejor dicho, de refundación de las escuelas necesita transitar por la ruta de cuatro grandes reformas estructurales, siendo la primera la más retadora y definitivamente la más trascendente.

1. Transformando el corazón de la escuela

Es muy sencillo confundir un plan de mejora de servicios con un programa de reforma estructural de la escuela. El primero puede darle a las escuelas ciertos estándares de calidad de atención de los que ahora carece y que están en línea con las expectativas de todos, pero sin poner en riesgo necesariamente el corazón de la organización escolar, es decir, el aula y sus procesos pedagógicos convencionales. El segundo, sin embargo, pretende reinventar las escuelas, empezando por su núcleo: la naturaleza de las relaciones que se dan al interior del aula.

La reforma de las escuelas implica principalmente lograr que su eje deje de girar alrededor de la enseñanza, para empezar a responsabilizarse genuinamente por los aprendizajes, sin utilizar la pobreza como una excusa. Esto supone, además, aceptar a sus estudiantes en toda su diversidad, haciéndose cargo de las diferencias, y reorientar la enseñanza al desarrollo de la creatividad en todos los campos del conocimiento.

Si esto no ha ocurrido después tantas décadas de ser postulado, exigido y hasta normado, es sencillamente porque ninguna de estas tres expectativas ha estado en el imaginario social. Es por eso que se hace indispensable construir nuevos consensos sociales sobre qué es lo que se requiere aprender hoy en las escuelas y sobre cómo es que se aprenden las capacidades que hoy se necesitan, haciendo evidente que el dictado y la pizarra ya no nos son útiles para aprender. Hay información producida por la ciencia desde hace décadas que no se difunde socialmente, que no ingresa a los medios de comunicación y no forma opinión pública.

En segundo lugar, se necesita hacer una promoción enérgica, cuidadosa y perseverante de la investigación y el trabajo colaborativo en las aulas. Se puede aprender a dominar la lengua escrita y la matemática, tanto como las habilidades asociadas a la ciudadanía y la ciencia, investigando, produciendo, contrastando y sintetizando información, utilizando diversas fuentes, aportando ideas, trabajando en equipo, colaborando y complementando roles para afrontar sucesivos retos planteados en clase. Pero el docente necesita cultivar otras capacidades pedagógicas, acceder a nuevos instrumentos didácticos, enterarse de las ventajas comparativas de esta otra ruta y contar con acompañamiento constante para emprenderla con la confianza necesaria.

En tercer lugar, hay que ofrecer estrategias, instrumentos, normas y orientaciones para la evaluación de competencias en el aula, tanto como para la autoevaluación del desempeño pedagógico que requiere el logro de tales competencias. Evaluar competencias es evaluar las capacidades de uso creativo y pertinente de saberes diversos para lograr un objetivo o resolver un problema. No obstante, una de las principales barreras que enfrentó la reforma curricular en el país desde los años 90 fue justamente la ausencia de un enfoque claro de evaluación de aprendizajes cualitativamente distintos a los clásicos contenidos de información que las escuelas estaban habituadas a entregar.

En cuarto lugar, necesitamos producir protocolos sencillos y muy efectivos de diagnóstico de las capacidades, necesidades y saberes del estudiante, así como del uso pedagógico de esa información para la planificación y el desarrollo de las clases. Hemos insistido por años en que ambas cosas son indispensables hoy en día, pero no hemos sabido generar rutas y mecanismos claros que faciliten la tarea del docente. Recordemos que, en principio, el maestro está muy desacostumbrado a recoger información sobre su aula y más aún a hacer uso de ella, pues ni en sus años de preparación profesional ha visto a sus formadores hacer algo semejante.

En quinto lugar, se requiere crear en las escuelas más oportunidades de encuentro, análisis y discusión de la práctica pedagógica. Maestros que entran y salen de sus clases a toda prisa hasta que se acaba la mañana o la tarde en un dos por tres, sin oportunidad para conversar sobre qué hicieron en clase, cuánto éxito tuvieron, que dilemas enfrentaron y cómo los resolvieron, nunca podrán aprender de su propia experiencia y estarán condenados a reiterar errores, quizás sin conciencia de ellos. La extensión de la jornada laboral y una propuesta claros de criterios de buen desempeño profesional, pueden ser sumamente útil para esa evaluación continua de la propia práctica.

2. Una gestión para el cambio y no sólo para la mejora del servicio

Los cambios en el aula no bastan. Se necesita que el director y su equipo de gestión, cuando éste exista, asuman la responsabilidad de hacer posible todo lo anterior. Esto tiene una importancia capital, pues se tiende a pensar que la capacitación de los directores es buena en sí misma. Pero contar con directores bien seleccionados, mejor capacitados, más autónomos y hasta con incentivos especiales al buen desempeño puede resultar importantísimo para un programa de reforma escolar, sí y sólo sí se preparan para gestionar fundamentalmente el proceso de cambio de las prácticas pedagógicas predominantes al interior de las aulas, centrando a toda la organización en los aprendizajes, en el respeto a la diversidad y en el desarrollo de la creatividad.

Una de las primeras medidas que debiéramos emprender en este campo es desarrollar una oferta de especialización en gestión escolar que forme a los directores como líderes pedagógicos de sus escuelas. Hasta ahora, el sistema ha puesto más interés en prepararlos para su función administrativa, pensando en la conveniencia del flujo de procesos administrativos que vienen desde el nivel nacional hasta las instituciones educativas. Ahora toca prepararlos para su función más importante, que es liderar el cambio institucional hacia una organización genuinamente centrada en los aprendizajes. Para eso va a ser importante, además, ampliar la agenda de la estrategia de acompañamiento pedagógico a las escuelas, incluyendo el acompañamiento al director.

Una segunda medida es establecer criterios y mecanismos de selección para el cargo, así como incentivos que reconozcan las buenas prácticas de gestión, justamente las mejor orientadas a la reforma institucional y al cambio de los procesos pedagógicos. Mucho ayudaría a este propósito que los directores pudieran tener incluso una organización orientada a su desarrollo profesional, que propiciara espacios frecuentes de encuentro, autoevaluación y debate a nivel nacional, en el marco de una agenda común.

Una tercera medida debiera consistir en diferenciar modelos de gestión que sean pertinentes a los diversos tipos de institución educativa, así como a la variedad de contextos –urbanos, rurales, costeños, andinos, amazónicos- en que se distribuyen a lo largo del territorio nacional. En todos los casos, sin embargo, estamos hablando de modelos democráticos, centrados en los aprendizajes, en la reforma institucional y con autonomía para tomar decisiones adecuadas a las necesidades de los estudiantes.

Una cuarta medida, muy asociada a la anterior, es el desarrollo de una estrategia de fortalecimiento democrático de los CONEI u otras formas de gestión participativa que hayan podido surgir en las escuelas, pero centrándolos en una agenda de cambio institucional, que ponga en el centro de la gestión escolar los aprendizajes, el respeto por la diversidad y el desarrollo efectivo de competencias en el aula.

Una quinta medida es el desarrollo de una estrategia de redes escolares territoriales en todo el país, tanto en zonas rurales como urbanas, apoyadas en Centros de Recursos para el Aprendizaje y en equipos de acompañamiento Pedagógico, que presten apoyo continuo a las instituciones educativas de un mismo territorio, sean de educación inicial, primaria o secundaria. Una estrategia que se despliegue progresivamente, empezando por las zonas más pobres de cada región, y que vaya constituyéndose en un espacio de intercambio e interaprendizaje permanente, e incluso de cogestión a fin de hacer más eficiente la administración de las instituciones de una misma red.

Finalmente, habría que desarrollar una estrategia concertada con el Instituto Peruano de Evaluación de la Educación Básica (IPEBA) para promover la acreditación de instituciones educativas en base a los criterios de buena gestión que han sido concertados a lo largo del último año, e ir instalando como hábito tanto la práctica de autoevaluación institucional como de elaboración de planes de mejora continua. Lo deseable es que esos planes cuenten con apoyo técnico y financiero del sector, pues se trata se entidades públicas sobre las cuales el Estado tiene directa responsabilidad.

3. Una escuela amable, acogedora e inclusiva, que motive al aprendizaje 

Una escuela centrada en los aprendizajes debe ser además un lugar donde se respire respeto, acogida e inspiración en todos sus rincones. La tercera reforma, entonces, es la de los patios y pasadizos de la institución, y la de todo espacio donde se produzca encuentro interpersonal. Allí tendría que evidenciarse la calidad de la convivencia. Un clima de respeto incondicional y de inclusión, de confianza genuina en las posibilidades de aprender de todos los estudiantes –alejado de todo prejuicio- es indispensable para que se produzca la revolución pedagógica en las aulas. Un clima que visibilice a los estudiantes y los reconozca como protagonistas y sujetos, con derecho a una buena educación.

Que esto ocurra, sin embargo, depende no sólo de normas y campañas sensibilizadoras. Se necesita desarrollar un programa multidisciplinario de promoción de la convivencia en la escuela, que desarrolle capacidades e instrumente y oriente a directores, docentes y estudiantes. No perder de vista que el resultado buscado en este ámbito se juega en los detalles de la vida cotidiana y tiene en contra la antigua subestimación cultural de la infancia y la adolescencia que distingue al mundo adulto de las escuelas. Este programa, además, debe tener un componente de prevención y contención del acoso, el abuso y el maltrato, que deberá diseñarse intersectorialmente con extremo cuidado.

En segundo lugar, se necesita formar acompañantes pedagógicos para que puedan prestar asistencia técnica a las escuelas en el ámbito de la convivencia y el clima institucional. Esto significa que puedan apoyar tanto a docentes y tutores como a los estudiantes mismos, a éstos últimos en particular en la promoción de Municipios Escolares u otras formas de organización propiamente estudiantil. Sería estupendo, por ejemplo, tener Encuentros Nacionales anuales de Alcaldes Escolares.

En tercer lugar, necesitamos replantear las formas de participación y de organización estudiantil en las escuelas, no sólo para que pueda surgir y multiplicarse en todo el país, sino también para que emerjan como instancias autónomas, no digitadas, genuinamente de los niños o los adolescentes, con voz propia y canales para expresarla sin censuras ni cortapisas.

4. Una nueva alianza entre escuela y comunidad centrada en los aprendizajes

La cuarta reforma pasa por la calidad y la naturaleza de las relaciones entre la escuela, las familias y la comunidad. Necesitamos promover instituciones educativas de puertas abiertas a la vida social, cultural y productiva de su propia localidad, que expandan el espacio del aula hasta las fronteras mismas de cada pueblo o ciudad y aún más lejos. Instituciones que renueven su alianza con las familias y demás actores locales, centrándolas ya no el apoyo material a la escuela o al trabajo del profesor, sino en el cambio pedagógico e institucional que se requiere impulsar.

Esto significa renovar el pacto implícito entre la institución educativa y las familias. Si la misión es reinventar las escuelas y no sólo elevar el estándar de sus servicios e instalaciones o la eficiencia de su administración, aliarse en función de procesos de cambio institucional redefine roles, compromisos y derechos. Hacer que las escuelas se hagan responsables de los aprendizajes, la persidad y el desarrollo de la creatividad de los estudiantes, supone una comunidad que hace suya esa necesidad, la demanda y se compromete con ella.

Lo segundo que hay que hacer es generar instrumentos y metodologías que hagan realmente posible que la comunidad, sus lugares, sus personajes, sus historias, sus actividades más típicas, se conviertan de verdad en un lugar de aprendizaje. Se necesita para eso, por ejemplo, un mapeo de sus saberes más importantes y la identificación de formas de representación de las familias y la comunidad que recojan las prácticas organizativas locales. Se necesita así mismo que la escuela desarrolle capacidades para hacer gestión efectiva de ese conjunto de saberes y experiencias a favor de la formación y el aprendizaje de los estudiantes.

Lo tercero es incentivar la participación y el compromiso de persos actores locales en el esfuerzo de cambio de las instituciones educativas, a través de distintas formas de diálogo y encuentro que tengan como eje los aprendizajes. Todos necesitan ser conscientes del tamaño del reto, percibir su necesidad y tener claro el rol que pueden desempeñar.

En cada uno de estos cuatro ámbitos, sin duda alguna, hay experiencias auspiciosas que mostrar a lo largo del país, que necesitan ser identificadas y visibilizadas, pero también estudiadas, protegidas y fortalecidas para que el sistema no las «normalice» cuando las instituciones o las personas que eventualmente las promueven o sostienen dejen de hacerlo. Todas y cada una de estas medidas, además, necesitan ser desarrolladas y gestionadas de manera descentralizada, pero en base a convenios claros que fijen  su sentido, sus resultados, sus metas, sus prerrequisitos y los criterios básicos de calidad que necesitan exhibir, para que nada se desvíe o desvirtúe en el camino.

Finalmente, la reforma de la escuela requiere también de otros procesos convergentes, como el de una renovada política curricular, que oriente mejor al docente en el logro de los aprendizajes más importantes; el de una política docente más efectiva en sus estrategias de formación y mucho más justa en el reconocimiento de las condiciones salariales y laborales del maestro; así como de un modelo de gestión educativa más descentralizado, al servicio de las instituciones educativas y genuinamente orientado a resultados, una transformación colosal que debiera empezar por el propio Ministerio de Educación.

La reinvención de las escuelas, planteada con claridad en el Proyecto Educativo Nacional, es uno de los retos mayores de la actual gestión ministerial en el Perú. Es esa clase de reformas que nadie ha querido emprender porque no se hacen en seis meses ni lucen tan esplendorosas como un colegio reconstruido con estadio y piscina olímpica. Es, además, menos popular que un aumento general de la remuneración docente y es, de hecho, bastante más laboriosa que la tercerización de un servicio de capacitación docente.

No obstante, como la experiencia lo demuestra, si no empezamos a transformar el carácter opresivo, excluyente y regresivo de la institucionalidad escolar –que nadie se engañe- la educación seguirá jugando en contra y no a favor del desarrollo, la equidad y la democracia en nuestro país. Si de algo estamos convencidos es que si la gran transformación de la educación no empieza por las escuelas y los aprendizajes, terminará en ninguna parte.

Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Foto: José María Moreno/ flickr.com
Lima, lunes 12 de diciembre de 2011

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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