Se podía llorar a gusto porque eran lentos los rincones María Elena Walsh |
Nunca la vi crecer. Desde que abrí los ojos a la vida la higuera siempre estuvo allí. Recuerdo a mi padre echando con aspavientos a los pájaros y a los niños del vecindario al terminar la primavera. A veces era muy tarde y su voracidad o su curiosidad llegaban primero que nosotros a la cosecha. Pero no hubo un solo verano que hayamos dejado de comer aquellos higos inflados y redondos, rebosantes de miel, casi siempre servidos de las manos de mi madre en una fuente de metal, recubierta de porcelana blanca y bordes azulados.
Esa higuera fue testigo de una infinidad de canciones ingenuas, juegos bobos, llantos ocasionales y candorosas perplejidades, casi siempre asomando entre las hojas de las flores o bajo la tierra húmeda. Mis canciones, mis juegos, mis lágrimas, mis asombros, y también los de mis hijos. En invierno se arrugaba como un capullo asustado, para reverdecer en diciembre con enternecedora arrogancia. Estaba justo en la puerta de acceso al jardín, tieso y sereno, como un centinela de la felicidad.
Había otros árboles. Uno ofrecía pequeños duraznos en verano, otro rebosaba de papayas de vez en cuando, el más alto nos daba paltas, siempre duras e inaccesibles. El durazno nunca pudo prosperar ni defenderse del acecho de los gorriones y terminó derribado. El frondoso palto echaba sombra sobre la casa y mi madre lo hizo cortar varias veces, tantas como volvía a crecer con admirable obstinación. La papaya corría la misma suerte de vez en cuando, por precaución a sus raíces decía mi padre. Alguna vez hubo una vid, con enormes y tenebrosas arañas ocultas tras sus racimos, que de vez en cuando nos visitaban en casa.
Pero a la higuera nunca la molestaron. Nadie se sentía incómodo con ella y por el contrario, todo parecía indicar que, valgan verdades, era la reina del jardín. De un jardín perpetuo y fabuloso, sembrado de risas y confianzas, como el del gigante generoso de Wilde.
Pero el amor no es para siempre. Al pasar los años y al asomo de la vejez de mis padres, la casa se vendió. Todos nos fuimos. Poco después, aquella higuera murió de tristeza.
Lima, 13 de febrero de 2012
Impactos: 20
One Comment
Magaly
Pero lo que nunca murió es el recuerdo de esa higuera, cuando trepados con tus hijos nos robábamos los higos para comerlos sin lavar y a escondidas de la abuela… Qué delicia!!
Esa higuera también fue mi remanso y cómplice de varias generaciones…
Qué recuerdos, muchos que no caben en mi mente, no quiero que se escapen de mí… tanto así que he corrido a la cocina a ver esa fuente de metal, recubierta de porcelana blanca y bordes azulados que aún conservo… Gracias por hacer esta noche especial al leerte!!!