Evaluación,  Gestión

Siete razones para tomar decisiones sin información

Los sistemas de evaluación del rendimiento escolar en Latinoamérica vienen produciendo, desde hace varios años, mucha información sobre cuanto aprenden los niños y adolescentes en las escuelas. Los enfoques y los instrumentos se han ido perfeccionando progresivamente, logrando que los resultados de estas evaluaciones sean cada vez más precisos y que puedan ser comparados unos con otros. Han empezado incluso a ofrecer información sobre las condiciones en los que unos aprenden mejor que otros y las posibles causas de sus fracasos. Sin embargo, esta especie de termómetro de la eficacia de nuestros sistema educativos, no parecen haber tenido hasta la fecha demasiada suerte en su posibilidad de influir en las decisiones de política educativa.

A primera vista y a pesar de sus límites e imperfecciones, su utilidad parecería obvia y deberían haberse convertido rápidamente en una herramienta muy apreciada por las autoridades educativas. Más aún si tenemos en cuenta que son los propios Estados los que deciden crearla y financiarla. Sorprendentemente, no ha sido así. ¿Cuál podría ser la razón de este aparente sinsentido?

Una primera constatación podría situarse en el nivel del lenguaje que se elige para comunicar los datos que arrojan estas evaluaciones. No son muchos los funcionarios y autoridades que se muevan con soltura en el lenguaje estadístico y, en general, en los códigos de la psicometría. De acuerdo, toda ciencia tiene un universo simbólico que le es propio y además necesario para posibilitar la comunicación dentro de una determinada comunidad científica. Lo que si puede discutirse es que sus miembros le hablen a personas ajenas a esa comunidad en los mismos términos en que se hablan entre sí. Pero no es un problema de mala fe. Sucede que los expertos muchas veces no encuentran otra forma de dar cuenta de sus hallazgos que no sea apelando a su lenguaje especializado.

Quienes tienen alguna experiencia psicoterapéutica en el campo del psicoanálisis, quizás se hayan tropezado, una que otra vez, con un analista que elige empezar el tratamiento con una generosa alfabetización al paciente en los conceptos freudianos. Molestia que se toma probablemente para que el paciente aprenda a hablar en el lenguaje que él le hablará, si acaso quiere comprender algo de lo que quiera decirle. Pero esto nos puede pasar también con el cirujano que nos explica lo que nos pasa en términos completamente ininteligibles fuera del gremio médico. O incluso con el vendedor de una ferretería que se empeña en que le nombremos el tornillo que estamos buscando con el término exacto que corresponde a la clase y tipo que menciona el manual.

No obstante, cuando uno tiene claro cuan necesaria nos es la información que se nos ofrece, uno se esfuerza por entenderla. Más aún si es información por la que uno paga. Y uno puede demandarle a su analista, a su médico o al vendedor, que se dirijan a nosotros de una forma que podamos comprender lo que dicen. Siendo innegables, entonces, los problemas de comunicación, no parece ser razón suficiente para explicar por qué los Estados tienden a prescindir de los datos en cuya producción ellos mismos invierten regularmente de sus propios recursos.

Esto nos lleva a una segunda constatación, que no por conocida deja de sorprendernos: en el mundo de la educación el hábito de tomar decisiones basándose en información, es en general muy escaso. Lo importante, sin embargo, no está en la evidencia del hecho, sino en sus motivos.

Para empezar, hay que admitir que periódicos reportes públicos que evidencien lo poco que aprenden los estudiantes, más allá de las políticas oficiales, la inversión o las promesas hechas a la ciudadanía, incomodan a cualquier autoridad política. Sobre todo si no están en condiciones de distinguir -ni menos explicar- ante la opinión pública los problemas que pueden resolverse en el corto plazo y los que necesitan más tiempo para dar fruto. Luego, como hacer uso de esa información podría resultar comprometedor y políticamente riesgoso, eligen soslayarla o relativizarla. Y hasta pueden llegar a decir, como se escuchaba en pasada la década de los 80, que en el fondo los aprendizajes no son tan importantes como la culminación de la escolaridad.

Un segundo motivo podría ser de carácter, digamos, ideológico. Muchas veces los decisores en educación son personajes bien intencionados pero cuya larga experiencia y trayectoria profesional les hace sentir poseedores de todo el saber necesario para tomar buenas decisiones. Luego, la información sobra. O, en todo caso, concurre a reforzar, de un modo u otro, sus ideas previas sobre los males y los remedios de la educación nacional. Si creen saber lo que se debe hacer y han convertido su convicción en prédica y en una obvia verdad, no habrá realidad que los desmienta, ni fuente lo suficientemente creíble, ni instrumentos sobradamente confiables, ni expertos mínimamente solventes, que les hagan modificar sus certezas. Ni sus decisiones.

Un tercer motivo lo podríamos encontrar en la costumbre o en la fuerza de la inercia. Luhmann advierte que las decisiones tienden a rutinizarse en las organizaciones, aún si en algún momento fueron adoptadas en base a alguna consideración racional. Es así como, en algún punto de la línea de tiempo, alguien asumió por ejemplo que lo que corresponde a las instancias superiores de la gestión educativa es ocuparse del currículo, de los materiales educativos y de la capacitación del personal, además, por supuesto, de la administración general del sistema. Si los resultados de las evaluaciones señalan que nada de eso está siendo útil para mejorar los aprendizajes, su agenda no se modificará. En todo caso, se inclinarán a decir que la mejor solución… es más de lo mismo.

Un cuarto motivo tiene que ver con el sistema organizacional. El aparato público de educación está diseñado de tal modo, que vuelve sumamente lento, incómodo y engorroso cualquier cambio significativo en las decisiones. Es una cadena larga de procedimientos la que se afecta y que puede llegar a amenazar incluso los a veces difíciles equilibrios internos entre distintos grupos de interés y de poder al interior de un Ministerio. Luego, puede ser más cómodo sostener, como se le dijo a Galileo, que la tierra no se mueve, mal que le pese al telescopio. Naturalmente, todo se mueve cuando llega una orden expresa del más alto nivel, pero la organización termina siempre arreglándoselas para cumplirla sin modificar sus agendas en esencia, aún si la decisión lo implicara.

Una quinta razón, asociada a la anterior, reside en el carácter básicamente ejecutor de los aparatos de gestión educativa. Los planes anuales y multianuales suelen elaborarse a toda prisa, en medio del vértigo de un sinnúmero de actividades pendientes y en plazos usualmente perentorios, tendiéndose, pragmáticamente, a dar continuidad a lo que se venía ejecutando en años anteriores. No hay tiempo ni tranquilidad para detenerse a analizar y discutir mayor información de la que cada uno tiene en mente ni para sentarse a leer los informes de la evaluación nacional o los reportes de las mediciones internacionales. Pero si alguien lo intenta, más pronto de lo que supone puede ser acribillado con demandas operativas, todas urgentes, que lo harán desistir con resignación.

Una sexta razón nos la recuerda Santiago Cueto, cuando señala que quienes toman las decisiones, no suelen tener el tiempo ni la experiencia suficiente para analizar y digerir cuerpos complejos de información, que le exigen muchas veces establecer relaciones a varios niveles y dimensiones entre distintos aspectos de una realidad. Considerando cifras por añadidura. Ciertamente, el actor político no tiene que hablar necesariamente el lenguaje del investigador. Pero la evitación de la complejidad, la prisa y la poca familiarización con el tipo de información que se le presenta, puede derivar en simplificaciones tan arbitrarias como inútiles para resolver los problemas y a las que podría haberse llegado, además, sin mirar dato alguno.

Una séptima causa estaría en la necesidad que tiene el decisor de considerar otras cuestiones, a las que atribuye mayor peso que los resultados de una evaluación nacional. Es el caso del presupuesto. Si las cifras indican, por ejemplo, que los problemas principales de rendimiento están en los primeros grados de la primaria y se concentran en las áreas rurales y más pobres del país, asignar recursos especiales a una intervención dirigida a esas escuelas puede suponer reacomodos en el presupuesto que le van a generar conflictos con quienes no quiere o no le conviene pelearse. Otra cuestión pueden ser la consideración a normas que hacen más difícil lo que se tiene que hacer. Modificarlas siempre es posible. Pero intentarlo le abre un frente de trabajo laborioso, que puede distraerle demasiado. Luego, la vida se simplifica tomando con pinzas los datos de la evaluación.

Cueto también nos recuerda que quienes toman decisiones y quienes producen información son actores que pertenecen a «culturas» separadas con intereses y lenguajes distintos. No es que no puedan entenderse, pero hay demasiado ruido en su comunicación. Volvemos entonces a la pregunta inicial: ¿Qué hacer para que las evaluaciones del rendimiento escolar y las condiciones asociados a él, sean realmente útiles para tomar mejores decisiones? Si las siete razones aquí expuestas son válidas, habrá que construir una agenda para empezar a resolverlas hasta donde sea posible o para considerarlas cuidadosamente a la hora de entregar información. Lo que no nos exonera del esfuerzo de construir un lenguaje capaz de conciliar ambas racionalidades, eligiendo como espacio de encuentro la construcción de políticas más eficaces, que sirvan para que nuestros niños y jóvenes aprendan de verdad lo que necesitan saber.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Parménides
Fotografía (c) Portal Educativo Huascarán
Santiago, 30 de mayo de 2007

 

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

One Comment

  • eklektiko

    Lucho hace gala de su reconocida capacidad de analisis multi-dimensional para identificar los factores detrás de este problema central en la gestión de las políticas educativas.
    Lo ideal para resolver este engorroso asunto, seria cambiar el perfil real de los decididores de política de una buena vez y reemplazarlo por un perfil ideal, pero dado que por el momento esta propuesta es tan irreal como enviar al hombre a visitar Ganimedes, será necesario que las instituciones que tienen el rol de vigilar que las políticas no sean productos teratogénicos, pues cumplan su rol como es debido. Pero como en el pais incluso las instituciones que deberian hacer tal vigilancia no cumplen su rol a menos que exista una demanda social articulada, pues creo yo que habría que trabajar para articularla y hacer que se exprese. Algo así escribi el 29 de julio del año 2000 despues que aspiré gas neurotoxico en la esquina de La Colmena y Abancay y fijensé que ocurrió, se produjo un efecto mariposa. Entonces en este instante para ayudar a recobrar el sentido de urgencia es necesario llamar a las cosas por su nombre. Por mi parte me limito a decir que la educación pública es la estafa mas grande y mejor organizada que ha existido jamás en el Perú.

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