entonces su sonrisa
si todavía existe
se vuelve un arco iris»
(Mario Benedetti)
El arcoiris que dijiste que yo era, aquella noche amable y generosa en que tus palabras dulces acariciaron mi alma, había sido sólo un espejismo. Te lo dije. No era tal. O no tenía, en todo caso, olla de oro. No podías deslizarte en él. No duraba eternamente.
Un arcoiris resulta siendo siempre, irremediable, el volátil fruto de esa extraña conjunción entre la risa frágil de los hombres que alucinan con su felicidad y el pertinaz llanto de los cielos. Quizás lo que tú advertiste fue apenas el rápido fulgor de este ocasional fenómeno, extraño, absolutamente ajeno a mi naturaleza.
Pero si algo de color pudiste percibir con gran esfuerzo en mi gris mirada, es bueno y oportuno hacerte esta aclaración: nunca me propuse hacer méritos para alcanzar el beneficio de tan hermosa metáfora. De haberlo hecho, sin embargo, de haber tentado alguna vez asemejarme a ella, jamás se me hubiera ocurrido -desde esa identidad incomprensible- hurgar ni perseguir con mis colores la vida inabarcable de una mujer inmensa.
Has de saberlo, los arcoiris son discretos. No conozco de alguno que, desafiando las leyes celestiales, haya osado alguna vez meterse al dormitorio de alguna dama hermosa, bañando de colores su obstinada soledad de las mañanas.
Aunque quizá sí lo hice. Tal vez con el violeta, que es un color tierno e impregnable. Pero no con el rojo, el azul o el amarillo. Es decir, ningún representante de la ortodoxia arcoiriscil habría cometido tamaño atrevimiento. Tal vez con el naranja intenso, que suele penetrar las pupilas húmedas de las mujeres nostálgicas a la hora rutinaria del ocaso. Pero con el blanco y el negro, desafortunada metáfora de esa inmensa hilera de abismos que divide el mundo o que separa a los seres que se amaron con cautela alguna vez, con esos jamás.
Tal vez con el rosa, que envuelve el cielo de melancolía cualquiera de esas tardes solitarias en que los ojos de uno distraen por error el blanco gris de su mirada terrena, para lanzarla hasta las nubes que dibujan tu rostro sonriente. Pero con el sepia depresivo y añorante hasta el delirio, que encadena los recuerdos de las gentes, bien al borde de la noche, al presente de sus culpas no resueltas, con ese, ni hablar.
Tal vez con el verdeclaro, que alimenta el terco sueño de una mañana sin escándalos ni arrepentimientos ni puñales ni deberes conjugados con el odio exacto del reproche. Sí, tal vez fue con ese. Con el verdeoscuro no. Sería como lanzarle la piel de un sapo desollado a una princesa.
Y entonces, tal vez tengas razón. Arcoiris nacido de raíces tan humanas, al fin y al cabo, ¿cómo podría haber evitado esta pertinaz vocación de dualidad que distingue a los de nuestra raza?. Y entonces, tal vez tengas razón. Algunos colores traviesos pudieron permitirse atravesar, sin mi solemne permiso, el cálido umbral de tus sentimientos en alguna de aquellas breves e inolvidables noches de amistad sencilla, en que cruzaste el alegre sol de tu mirada con la triste lluvia de mi alma.
Lima, marzo de 1990
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