El grito de esa niña mezclaba sentimientos de euforia, travesura y pánico. Quizás reflejaba el itinerario de los hechos: el desafío de trepar el metálico arco de fulbito, el esfuerzo desplegado, la alegría de la hazaña cumplida, el desconcierto del retorno a tierra, el impulso que la lleva a sostenerse del poste transversal, el equilibrio perdido… y el terror de sentirse colgada a metro y medio del suelo, el doble de su estatura.
Tal vez fue aquel el único episodio de ternura que pude presenciar esa mañana. Mientras yo terminaba de descifrar el significado de aquel extraño alarido (estaba distraído en la oficina de la directora de esa escuela terminando una entrevista), tú ya atravesabas el patio a toda carrera para evitar la inminente catástrofe. Fueron segundos. El golpe, de haberse producido, no iba a ser memorable. Técnicamente hablando, no había riesgo de desastre, no había un abismo sin fondo ni un estanque de cocodrilos bajos sus plantas. Pero la intención que movió tus pies no fue evitar un porrazo. Desde el momento en que la viste, lo sabías. Corriste para aliviar el miedo, para espantar la incertidumbre, la soledad del vacío y la impotencia. Y la abrazaste. La tuviste en tus brazos por un extenso minuto, colocando tu mejilla sobre su cabecita temblorosa y húmeda.
Ella callaba, luego murmuraba, después reía. No hubo llantos ese día. Sólo el disfrute del sorprendente regalo de amor que llegó en lugar de la vergüenza.
Lima, 21 de marzo de 1998
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Nicolas Aviles
Luis, me gusto mucho su manera tan especial de relatar una situacion cotidiana, sin embargo su estilo la hace especial, bueno por eso. Nicolés Avilés desde culiacán, sinaloa, Mexico.