Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio |
Su mano jugaba con el lápiz y tenía clavada su mirada sobre el cuaderno que había atiborrado de garabatos. La voz del profesor sonaba distante como una música de fondo más bien ajena y deslucida. Fue cuando le llegó la primera nota. De parte de Elena, le dijo Toño en voz baja y con una sonrisa cómplice. El pequeño sobrecito no tenía el nombre del destinatario, pero la nota era de ella. No estaba dirigida a él sino a Arturo, su rival más odiado. Era obvio, ella quería que él sepa que ahora andaba con él.
La clase estaba por terminar, los estudiantes empezaban a guardar sus libros y sus apuntes de clase, mientras el profesor escribía en la pizarra el correo electrónico donde debían enviar sus trabajos. El interés por la estadística se le había ido extinguiendo en las últimas semanas y no quería volver a escuchar sobre variables discretas y continuas ni sobre la media y la mediana. Ésta y todas las clases se habían convertido en un murmullo insípido, monótono e irritante desde que Elena decidió terminar con él.
La nota, escrita a mano, era directa y procaz. El tono y cada una de las palabras elegidas no dejaban dudas acerca del tipo de relación que ahora tenía con Arturo. Alejandro sintió un dolor intenso en la boca del estómago que en vano trató de disimular mientras salía del salón.
Qué te pasa, le dijo Toño, ¿te sientes mal? No, no, todo está bien, respondió Alejandro. Se trata de Elena, ¿verdad?, replicó Antonio. Elena y yo terminamos hace tres meses, reaccionó él, y te suplico que no me vuelvas a alcanzar notas de ella. En efecto, desde que esa relación acabó, Alejandro se había aislado. Toño había regresado a ocupar su lugar de amigo más próximo para sacarlo de la soledad en la que se había vuelto a sumergir y que parecía protegerlo del mundo. Pero no imagino que el contenido de la nota fuera a golpearlo así.
Alejandro era un muchacho sencillo, destacado en los estudios, guapo y admirado por las chicas, pero algo tímido, siempre ajustado de plata y de vida más bien solitaria. Elena, una chica linda, deportista, muy sexy y bien extrovertida, encontró sin dificultad la forma de acercarse a él. Cuando pasaron de ser amigos que se juntan a estudiar, a ser una pareja ostentosamente enamorada, Alejandro provocó la envidia de sus compañeros, pero también la preocupación de sus amigos más cercanos. A la susodicha no le habían visto nunca dar la vida por nadie y se sabía en cambio que dominaba con maestría el delicado arte de romper corazones.
Una semana después, en la cafetería de la universidad le entregaron la segunda nota. Se la dio Raúl, el empleado que recoge el servicio de las mesas. Alejandro abrió el pequeño sobre con nerviosismo. Escrita con bolígrafo de punta fina sobre un delicado papel seda, la carta estaba firmada por Elena y dirigida al profesor Carreño, el de estadística, haciendo un pormenorizado recuento de su último encuentro sexual en el almacén de la facultad.
El muchacho había tenido enamoradas, pero nunca había experimentado la crueldad o el sadismo en ninguna de sus relaciones. Elena era adorable, pero también exigente e impulsiva. No salirse con la suya la sacaba de sus casillas y él la había hecho enojar más de una vez negándole algún capricho, las más de las veces por falta de plata o de tiempo, pues a él sí le importaba no perder clases. Pero esto era excesivo. Es verdad, ya lo había amenazado antes con enamorar a los chicos que él más odiaba, pero eran berrinches, jamás imaginó que lo haría. Él no había dejado de quererla, ella lo sabía, y por eso usaba esas notas para hacerle daño.
Esta relación comenzó con una apuesta. La timidez de Alejandro y su ingenuidad contrastaban con su prestigio de nerd, lo que llamaba aún más la atención de ciertas chicas. Elena les dijo a sus amigas que ella se lo metería al bolso con solo tronar los dedos. Eso fue exactamente lo que pasó, uno días después de pedirle ayuda para el curso de estadística.
Un lunes por la tarde, Alejandro entró a la biblioteca como habituaba hacer después de almorzar para gozar de una siesta discreta. Fue cuando uno de los bibliotecarios le entregó la tercera nota. Él guardó el sobrecito en su casaca sin abrirlo y se dirigió al cubículo más aislado y lejano. Se sentó, dejó la mochila en el piso, colocó el libro sobre la mesa, sacó el sobre de su bolsillo, lo puso encima de sus papeles y lo contempló por largo rato. ¿Por qué Elena estaba haciendo esto?
Es verdad, él le había pedido una tregua hace tres meses, no porque hubiera dejado de quererla sino porque no podía soportar tanta presión. Elena lo asfixiaba con sus demandas. Ahora era una fiesta, luego un paseo, después el cine, más tarde sexo, en seguida un chifa, mañana otra fiesta y otra vez más sexo. Se sentía invadido, necesitaba un respiro. Pero Elena no aceptaba un no. A mí nadie me deja, fue lo último que le dijo cuanto terminaron, a modo de amenaza.
Dos semanas después, en la clase de Lógica I, Alejandro se dormía. Justo cuando el profesor explicaba el significado de las paradojas y el dilema del prisionero, Marta le pasó la voz por detrás. Oye, no te duermas, te va a ver el profesor. Alguien me dio esta cartita para ti antes de la clase. El muchacho tomó el sobre, se paró y salió del salón, agitado. Se fue directo a los baños. Aún tenía en la mochila la tercera nota sin abrir. Sudoroso, apoyado sobre las losetas frías, la abrió y leyó una encendida declaración de amor erótico que Elena dirigía a un desconocido. No quiso abrir la cuarta carta.
Alejandro temblaba. Se odió a sí mismo, se sintió indigno de amor, despojado de la gracia de dios, como decía siempre su madre cuando pasaba algo terrible. Si alguien como Elena era capaz de humillarlo así, pensó que quizás lo merecía. Pero luego sintió bronca, lo invadió una furia infinita y decidió ir a buscarla.
Elena solía estar a esas horas en el gimnasio y él llegó justo cuando terminaba su entrenamiento en la máquina elíptica. Alejandro –exclamó ella con sorpresa al verlo- ¿leíste mi última carta? De eso quiero hablarte, le dijo, por favor vamos a conversar aquí atrás. Los dos jóvenes salieron por la parte posterior de las instalaciones, donde guardaban las máquinas en desuso, en busca de soledad.
Alejandro, le dijo Elena, todo lo que te he dicho en mi última carta es la pura verdad, créeme. Lo suponía, respondió él, recostado sobre el muro y cubriéndose el rostro con las dos manos. Vine a decirte que nunca conocí a un ser tan maligno como tú. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué quieres hacerme daño?
No sigas, le dijo Elena, intentando retirarle las manos de la cara. ¡No me toques!, gritó el chico, disimulando sus lágrimas. Ella insistió en descubrirle el rostro, pero él la alejó con furia empujándola con sus dos manos. Elena trastabilló y fue a caer sobre una vieja máquina de remo. La muchacha cayó pesadamente y se golpeó fuerte la cabeza en los fierros de ese oxidado armatoste.
Alejandro se asustó y corrió a auxiliarla, pero ella no reaccionaba. Su cabeza sangraba. La sacudió, le echo aire, la besó, le pidió perdón, le rogó que despierte. Agachado, llorando y tembloroso, junto al cuerpo inerte de la chica, sacó su celular y llamó a Toño para pedirle que venga con urgencia. Cuando Toño llegó, Elena empezó a abrir los ojos lentamente. Alejandro la ayudó a incorporarse. Lo siento, lo siento, no dejaba de decirle. Vamos al tópico para que te curen. Pero una vez de pie y con la mirada extraviada, Elena le gritó déjame. Lo insultó y se retiró tambaleante del lugar. Él quiso seguirla, pero Toño lo detuvo. Déjala que se vaya, le dijo, está furiosa. Después la buscas.
Ella insistía en saber si había leído su última carta, dijo Alejandro, pero la última es la que no quise abrir. Metió entonces las manos en su bolsillo y sacó el cuarto sobre. En esa carta Elena le pedía perdón por las notas anteriores. «Todas son falsas Alejandro, no estoy con nadie, he actuado como una chiquilla engreída y vengativa, siento vergüenza. Solo quería darte celos. Si me perdonas, te prometo que todo será diferente».
Alejandro se agarró la cabeza y corrió a buscarla. Antonio corrió tras él. Pero al llegar a la salida del depósito, a unos veinte metros del lugar en el que habían estado, encontraron el cuerpo de Elena tendido boca abajo sobre el piso. Tenía los ojos abiertos y un copioso hilo de sangre se deslizaba sobre su sien derecha.
Lima, 16 de diciembre de 2014
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