El filósofo Henry Thoreau escribió alguna vez: “Me fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella me tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido”. Esta filosofía de Thoreau me acompañó desde que un quince de febrero del año 2018, en medio de algarabía y fiesta, conocí el nombre del pueblo donde pasaría los siguientes dos años de mi vida, siendo maestra de una pequeña escuela.
Mi nuevo hogar estaba a 10 horas de camino en bus desde Lima, a 3500 msnm. En ese momento lo que sabía de la República de Uchuhuayta, cuyo nombre en castellano significa “hoja de ají”, es que era un centro poblado de no más de seiscientos habitantes. Con un clima tan complejo, como su geografía.
Llegué a Uchuhuayta el 03 de marzo del mismo año, a las cinco de la tarde, en pleno aguacero, como diría el escritor César Vallejo, un día del cual ya tengo el recuerdo. La fuerte lluvia con la que me recibió el pueblo y la mirada del pequeño niño, que desde la puerta de su casa me observaba sin parpadear me ayudaron a comprender que, al terminar los dos años de servicio, la Ana que había llegado, no sería la misma que se iría.
“Hola”. Sonrió y muy despacio respondió a mi saludo con una interrogante — ¿Quién eres? — “Soy Ana, y voy a ser maestra del colegio…”
— ¿De qué grado? — “De tercero”, y la llamada de mi colaborativa interrumpió nuestra conversación. Sin saberlo, había conocido a Lucas, uno de mis estudiante. Algunos días después supe que solo un par de meses atrás, las hermanas de Lucas habían fallecido ahogadas en el río, que su papá trabaja en la mina 25 días al mes, y que su mamá sufría de epilepsia.
La noche en Uchuhuayta empieza a las 6:00 pm, por lo que al sentir que la tarde cae, las personas caminan presurosas hacia sus hogares, para guardar a las ovejas, cubrir a los pollos, y alimentar por última vez a los cerdos. Uno que otro grupo de personas se queda afuera de su casa, departiendo con sus amigos, algún tipo de macerado. Esa noche, dormí de manera profunda, acurrucada entre las “frazadas peruanitas” que amablemente me prestó la dueña de la casa. No tuve frío, tampoco miedo; sentía que las paredes de adobe me protegían el corazón. Estaba emocionada.
La imagen del pueblo a la mañana siguiente era otra, Uchuhuayta sin la neblina, y la incesante lluvia lucía distinta, no puedo decir que mejor, porque creo que los climas fríos y el aguacero tienen un tipo de magia que sin poder evitarlo te trasladan a la melancolía, como si esta fuera un universo alterno, un lugar donde tu corazón se alimenta de nostalgia y por la naturaleza del sentimiento tus labios se enmudecen, pero jamás tu alma. Esa primera mañana, ese primer despertar mío en la comunidad, significaba el inicio de cambios profundos en mi forma de ver la vida, en mi forma de entender mi propósito en este universo. En la radio sonaba: “…Como quisiera tenerte, tenerte aquí en mi pecho, y así poder abrazarte y entregarte todo mi amor…” y lo recordé, pensé en él, por primera vez en dos días.
Al abrir las puertas del balcón, observé los caminos oreados y pude escuchar el cantar de las aves. Uchuhuayta brillaba como un pequeño paraíso natural; los cerros despejados me permitían apreciar la inmensidad de las áreas verdes, el movimiento lento de las hojas de los pinos, y el sonido del caudal del río que atravesaba el pueblo, eran parte de mi nuevo hogar y muy pronto parte de mí. Salí de la habitación, rumbo a la cocina de doña Yolanda. El olor a caldito de gallina era inconfundible y el humo de la leña ya se había metido en mi habitación. Todo ahí conspiraba para sentir que en alguna vida anterior yo había sido de ese lugar, no sé si una persona, un árbol o agua del río, pero, sin lugar a dudas, el universo me traía de regreso al que siempre, siempre fue mi hogar. Eran las 6:15 de la mañana, tenía tiempo para disfrutar el desayuno antes de ir a conocer la escuela. La doña me sirvió el caldito con esa amabilidad que solo la gente que ha entendido lo que importa en la vida puede hacerlo. Colocó en la mesa ajicito y cebolla, y un poco de canchita con harta sal. Yo no era una Waiyra Warmi, así que sin remordimiento sazoné mi plato. Pero un desayuno jamás llega a ser tan bueno si no va acompañado de una conversación donde escuchar importa tanto como hablar.
La doña me contó que su esposo se había ido a la puna a ayudar a parir a su vaquita, y que en unos días su hija entraría a estudiar a inicial. Que ella tenía cien borregas y que los fines de semana estaba invitada a almorzar en la casa de su suegra. Conversamos de todo un poco, y al terminar no solo había disfrutado del caldito de gallina con ajicito, cebollita china y canchita, sino también había ganado una buena amiga. El colegio estaba a sólo quince metros de la casa de la señora Gladys, así que llegar ahí no me demoraba más de dos minutos, pero al abrir la puerta me topé con Canela, la perrita bizca que se volvió mi amiga y confidente durante mis años ahí. ¡Le falta un ojo! Me gritó desde su cocina doña Yolanda. “¡Vamos, Canela!”, le dije, y con gran familiaridad, empezó a caminar conmigo hasta el día en que me tocó despedirme, de ella y de aquella comunidad donde aprendí que era capaz de vivir con aquellas cosas esenciales que la naturaleza tenía para ofrecerme.
Huaraz, enero de 2024
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