Daniela sabía que Rubén ese año la miraba más que otras veces. Sería la edad. Sus cuerpos habían cambiado mucho. Tenía además gestos amables con ella todo el tiempo, al llegar y al salir del colegio, la bienvenida, la compañía, los adioses, siempre con una sonrisa. No desperdiciaba ocasión para buscarle conversación sobre cualquier tema, un profesor, el examen próximo, el viento inesperado de la mañana o el sabor del jugo que su madre le puso en la lonchera. Solía preguntarle por las cosas que a ella le interesaban, aunque a él no, había aprendido a conocerla bastante bien. Tenía que llegar el día en que le propusiera algo más. En pocos meses terminarían las clases y dirían adiós para siempre a esa etapa de su vida para empezar otra, quien sabe si por caminos separados, hacia universidades distintas o a diferentes ciudades, a otras rutinas. Era ahora o nunca. Y ese día llegó.
A la salida del colegio, ese viernes por la tarde Rubén le propuse caminar por el parque que estaba a dos cuadras del colegio y después de tartamudear un rato, le preguntó si quería ser su novia. Daniela ya lo intuía y a pesar de haber estado esperando esa confesión desde hacía varias semanas, la asaltaron miles de dudas. Daniel era su amigo, su viejo amigo, su buen amigo, y lo quería mucho, pero este giro en su relación la tenía muy confundida. No sabía si decirle sí iba a malograrlo todo. Eran tan distintos.
Ella era una chica de pocos amigos y la multitud la aturdía, él era muy amiguero y disfrutaba el tumulto, por eso le fascinaban los conciertos al aire libre. Ella más bien los detestaba. Prefería verlos en video. A ella le encantaban los dulces, moría por la torta de zanahoria, a él no les llamaba la atención ningún postre. A Daniela le gustaba pasear por el campo, las montañas y los lagos; él, definitivamente, prefería la playa. Curiosamente, a ella le gustaba ver fútbol, él era un nerd, ningún deporte le interesaba. Adoraba a Ronaldo, Rubén lo odiaba. Ella era reguetonera, escuchaba y bailaba a solas la música de Maluma, Bad Bunny y Daddy Yankee, Rubén, por el contrario, los detestaba y prefería la salsa dura, como la de Ismael Rivera y Johnny Pacheco. Gracias a su profesor de literatura, que los había metido en un club de lectura, ambos gustaban mucho de las novelas, pero ella se volvió fanática de los escritores latinoamericanos. A él en cambio le interesaban más novelistas como Tolkien y Rowling y los leía en inglés, un idioma que ella nunca quiso ni pudo aprender y que él amaba.
A sus diecisiete años, Daniela era además una chica independiente, que sabía marcar distancias con una madre tan controladora como la suya, él en cambio adoraba a su madre y no perdía ocasión de mencionarla. Y, bueno, Daniela era de pocas palabras, él en cambio no dejaba de hablar ni un instante, seguirle la conversación no le era fácil por la cantidad de temas que iba hilvanando, varios de los cuales le eran desconocidos o aburridos.
- Dani, respóndeme
Qué difícil decisión. El silencio de Daniela era mortal para él, para ella en cambio le era indispensable pensar bien antes de hablar. Su cabeza le aconsejaba no arriesgarse a arruinar una bonita amistad en una aventura romántica. Iniciar algo con él podría tener mal pronóstico. Podía perderlo todo. A la vez, Rubén le agradaba, era atento y amable, la hacía sentir bien, la acompañaba. ¿Cómo sería de novio? Le daba curiosidad. Ella tenía claro que ni muerta se comería un sánguche de nabos encurtidos con él, aunque se lo pidiese de rodillas, pero ¿jamás podría escuchar a Maluma cuando estuvieran juntos? ¿Hasta dónde sería capaz él de ceder, de complacerla a ella? Entonces recordó una canción cursi que su padre, fanático del rock argentino, cantaba en casa de vez en cuando: «Decir que si, decir que no, el que decide es tu corazón…».
- Si te digo que sí, ¿bailarías “Agua de Jamaica” conmigo?
- No sé qué es eso, pero sí.
Lima, 17 de agosto de 2021
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