Pedagogía

Usted es lo que enseña

Un hábil y exquisito gourmet hizo fama a través de una columna periodística, tan leída como temida, donde daba cuenta regularmente y haciendo gala de una vasta erudición culinaria, de la fascinación, la aflicción o la ira que le suscitaban los platos que degustaba en su recorrido por los mejores restaurantes de la ciudad. Lo que quería decir que cualquier establecimiento podía tocar la gloria o descender a los infiernos, con sólo una palabra del gourmet. Conciente de su poder, el envanecido especialista, un virtual devorador de reputaciones, tenía a todo el mundo en sus manos, excepto a la dueña de un singular restaurante que se negó a revelarle el ingrediente secreto de sus deliciosas empanadas. La columna que el gourmet publicaba cada semana en un famoso diario se llamaba «Usted es lo que come». Esta es mi versión del guión de una de las notables películas que Alfred Hitchcock produjo en 1987 para la televisión, «The specialty of the house», protagonizada por John Saxon, en su segunda temporada. Somos lo que comemos, que duda cabe.

Se ha escrito mucho acerca del docente como modelo para sus alumnos, enfatizándose el valor de la relación personal. Cuando un personaje de la talla de Carl Rogers, hacia mediados del siglo XX, mencionaba la autenticidad del maestro como una condición esencial para el desarrollo de su labor pedagógica, es porque asumía que lo que entraba principalmente en juego en un aula no eran discursos ni conocimientos abstractos, sino seres humanos vinculándose entre sí desde sus afectos y no sólo desde la información o desde sus operaciones cognitivas. Y porque asumía, además, que el propósito de la educación no era que el estudiante sepa más sobre algo, sino que se comprometa a aprender y se haga cargo de lograrlo apoyado en sus propias capacidades y confiando en ellas.

Todo esto suena bien, pero no es lo que comúnmente se cree ni lo que, por lo general, se hace. Por eso hasta hoy, los programas de formación dirigidos a docentes en servicio han enfatizado tanto las técnicas de planificación de clases y los métodos didácticos para el aprendizaje de aspectos específicos del currículo, sin conceder oportunidad para que los docentes conozcan algo más de sí mismos y cultiven la capacidad de establecer vínculos más sanos con sus estudiantes. Vínculos basados en la autenticidad y en la confianza, nada fáciles de lograr en aulas heterogéneas, como lo son cualquier aula en cualquier escuela de cualquier clase social, donde cada niño o adolescente va a desplegar, con todo derecho, de manera abierta y a veces desafiante su propia personalidad.

Por lo que sabemos, lo frecuente es que el docente esté más atento a su plan de clases, a su reloj y a su calendario, que a lo que está ocurriendo delante de sus ojos todos los días a consecuencia de las clases que imparte. Es decir, a los rostros de sus alumnos, a las señales a veces ruidosas, a veces silenciosas, de malestar, aburrimiento, incomodidad, angustia, exasperación o resignado desgano que pueden provocarles sus interminables discursos o las pizarras que les obliga a copiar.

Cuando participa de cursos o talleres en los que se le enfatiza la importancia de ceñirse a una planificación y a un método estandarizado para aprender cualquier cosa, lo que se le dice entre líneas es que el aprendizaje en un grupo humano es el resultado automático de la aplicación de una plantilla prediseñada, igual para todos. La calidad de las interacciones que establezca con el grupo, como si tal cosa fuera lo de menos, no está en la agenda. Si esto es así ¿qué necesidad habría de formar docentes en la capacidad de conocerse a sí mismo y de vincularse con otros muy diferentes?

Un visionario Marshall McLuhan conmocionó a la sociedad contemporánea hace más de 40 años con su famosa frase «el medio es el mensaje», asumiendo que todo medio de comunicación es una prolongación de nuestro propio ser, una extensión del ser humano capaz de impregnar cualquier mensaje con su propio sello. Y asumiendo todo mensaje, a la vez, no como un simple contenido de información, sino como una influencia dirigida a provocar cambios en las personas. Desde esta perspectiva, McLuhan afirmaba también que «somos lo que vemos», pues los mensajes de un medio como la televisión no son sólo portadores de datos ni carecen de intencionalidad, y estimulan en la gente una particular manera de ser, de un modo distinto además a como lo hacen otros.

Más atrás, a inicios del siglo XX, Albert Einsten revolucionó el paradigma científico demostrando el rol activo del observador en la producción del conocimiento, revelándolo como un sujeto tan involucrado en el proceso del conocer que era capaz de influir en lo que conocía, discutiendo el antiguo mito platónico del ser humano como testigo ajeno e imparcial de la realidad, que se limita a dar cuenta de la verdad que observa y a registrarla de manera fidedigna a través de los sentidos.

No obstante, en el mundo real de la educación escolar, es decir, en las escuelas y en el lenguaje regulador del sistema, no necesariamente en los currículos, la historia se ha detenido en tiempos anteriores a los de Rogers, Einstein y McLuhan, pues se sigue asumiendo de manera obvia que el profesor es sólo un vehículo neutral de conocimientos, un humilde aplicador de técnicas específicas, un mensajero aséptico del saber universal, sobre todo lingüístico y matemático, un ejecutor deseablemente eficiente de planes y programas prefabricados. Punto.

Ustedes percibirán que en este esquema de docencia, el medio no es el mensaje y sólo el mensaje importa. Lo que el docente sea, crea, piense o sienta, sus fobias y manías, sus talentos ocultos, las miserias o tesoros que habiten en su alma, los ángeles o demonios que pueblen su mente, el brillo o la oscuridad que se esconda en su corazón, no importan tanto como que sepa de lo que habla, haga lo que se le dice y lo haga bien. Es decir, el ser puesto en paréntesis. ¿Qué diría Jaques Delors?

Nelly Chong y Roxana Zevallos, apreciadas amigas y experimentadas terapeutas de familia, me enseñaron que el principal y virtualmente único instrumento que un terapeuta tiene a mano cuando está delante de una familia que acude por ayuda, es él mismo. Las implicancias de esta sencilla afirmación son enormes, pues si somos el instrumento, nada resulta más esencial que aprender a conocerlo y a dominarlo de manera experta. Un terapeuta que no conozca los límites de su sensibilidad o el tipo de situaciones que le hacen perder la calma, le malogran el humor o exacerban su ansiedad, caerá en esos hoyos sin darse cuenta una y otra vez. Un terapeuta que no conoce bien sus habilidades, los lados más fuertes de su personalidad, los estilos de relación más eficaces que posee, dejará pasar oportunidades para influir y aportar a la solución de los problemas.

Este escaso conocimiento sobre sí mismo, esta inhabilidad para hacer el mejor uso de los recursos personales en las relaciones con los demás, esta torpeza involuntaria en el manejo de los conflictos y en la comunicación con los otros, significa para cualquier terapeuta barreras a sus posibilidades de ayudar. En su inconciencia y en su frustración, sin embargo, podría terminar atribuyendo a las familias las causas de su mal desempeño y de sus magros resultados. ¿Suena conocido?

Salvador Minuchin, notable psicoterapeuta argentino y pionero de la terapia de familia, publicó en 1984 un libro de «Técnicas de terapia familiar» en colaboración con Charles Fishman, donde describe con pulcritud un amplio repertorio de técnicas y tácticas psicoterapéuticas, apoyadas en abundante casuística. Lo más simpático de este texto, sin embargo, pueden ustedes encontrarlo en su última página. Allí el autor invita al lector a deshacerse del libro. Es decir, a obsequiarlo, destruirlo o arrojarlo a la basura. Y la razón que invoca es muy sencilla: cuando se entra a trabajar con una familia, lo último que un terapeuta debe traer a la mente es su repertorio de técnicas. Eso distraería su mirada de lo esencial: la familia, el relato que hace de su historia, la realidad que revelan sus interacciones. Las técnicas, dice Minuchin, vendrán por sí solas cuando se necesiten.

Lastimosamente, esa no es la lógica de trabajo de un profesor. Por formación y por el refuerzo de sucesivas capacitaciones posteriores, su atención está puesta principalmente en sus técnicas y sus medios, es decir, en su programación curricular, su plan de clases, sus libros de texto, su pizarra, los discursos que preparó, los textos que eligió para mandar copiar, sus mapas, sus láminas, su reloj. Los niños, sus interacciones, sus reacciones, sus expresiones, sus emociones manifiestas, no son materia que el docente se detenga a observar, registrar y menos aún a utilizar para confirmar o rectificar sus planes, revisar decisiones previas, ensayar rutas alternativas, retroceder, detenerse o avanzar o cambiar de propósito. Sus propias conductas, palabras, sensaciones, ideas, fastidios, preocupaciones o iluminaciones repentinas, que surjan en él mismo como provocación o como respuesta a las reacciones de sus alumnos, tampoco lo son.

John Saxon, el arrogante gourmet de Hitchcock en la historia que reseñamos al inicio, terminó asesinado por los dueños del restaurante que estaba dispuesto a «devorarse», es decir, a arruinar, por no revelarle el misterioso ingrediente de la especialidad de la casa. Antes de cortarle la cabeza, la propietaria, a modo de epitafio, le recordó el título de su columna periodística: usted es lo que come. Pobre gourmet. Debió aprender en el último segundo de su vida, en la antesala de convertirse en empanada, la contundencia de esa frase. Yo confío sinceramente en que ninguno de nosotros necesite perder la cabeza de un modo tan literal para poder aprender que somos lo que enseñamos. El día que nos convenzamos de eso, las políticas de formación a docentes en servicio incluirán en su agenda oportunidades para que maestros y maestras aprendan a descubrirse, a conocerse y a utilizar de brillante modo sus mejores recursos personales delante de los niños.

Luis Guerrero Ortiz

El río de Prménides
Fotografía © Proyecto AprenDes-USAID Perú
Lima, 25 de noviembre de 2007

 

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

2 Comments

  • Humanen est

    En el frontis del templo de Delfos los sabios griegos escribieron “nosce te ipsum” es decir “conócete a ti mismo” y Erasmo de Rotterdam diría mucho después que el inicio del filosofar -es decir del pensar profundo por que y para que hacemos algo- es “saber que no se sabe nada”.
    Que oportuno es tu comentario al señalar en lenguaje sencillo que nadie puede dar lo que no tiene.
    Y en ese sentido la delicada misión de educar es acercar el conocimiento con abundantes dotes de humanismo, de calor y mucho de expresividad.
    Cuántos de nosotros recordamos con cariño algún maestro que cautivaba con su pasión por el tema que desplegaba y de qué forma motivaba a seguir el sendero intelectual que trazaba con mucho arte.
    No entiendo que resultados pedagógicos se buscan si se siguen dando contenidos sin mayor sentido para los humanos en formación (alumnos) y para que se exige tanto de otro humano que no ha sido preparado debidamente para ello (profesor).
    Muy bueno tu artículo continúa con tu sencilla rigurosidad en el análisis de los temas educativos.

  • Leo

    Luis,
    Lo que escribes me ha hecho recordar una frase que cita a menudo un amigo biólogo (que es profesor de Ciencias)… “Explicamos lo que sabemos, enseñamos lo que somos”
    Y eso me hace pensar en cuánto trabajo propio e interior necesitamos los maestros para poder ‘enseñar’ mejor.
    ¡Qué grato descubrimiento ha sido esta página!
    Leo

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