Pedro no era así de niño. Su madre lo recuerda como un muchacho ocurrente y audaz, habituado a dejarse llevar de las narices por su desbordante imaginación. Una vez se le ocurrió que podía conectar el teléfono con la lámpara del velador, de modo que se encendiera la luz cada vez que se contestara una llamada nocturna. Como no sabía cómo, decidió empezar por desarmar los artefactos y escudriñarlos parte por parte. Pero lo que desbordó la paciencia de la mamá fue cuando se propuso hacer una torta y mezcló en una gran vasija de agua con harina y azúcar todos los restos de comida del refrigerador. Eran para Pedro sus tiempos de ambición y de osadía, en los que se atrevía a tener propósitos y a correr riesgos para lograrlos. Tiempos que se extendieron maravillosamente hasta su juventud.
La enfermedad le sobrevino a los 40. Todos dicen que contrajo el virus a raíz de aquella jefatura, bastante bien remunerada, que consiguió en esa importante oficina pues, curiosamente, casi todos los jefes estaban contagiados del extraño mal. Su primer síntoma fue la pérdida del sueño. No es que no pudiera dormir sino, simplemente, que un buen día Pedro dejó de soñar. Pasaron meses sin que pudiera recordar aunque fuese el último episodio del sueño más anodino. Ni siquiera una pesadilla. Amanecía siempre con la mente en blanco.
Pero el síntoma mayor, qué duda cabe, fue la pérdida de la imaginación –su don más preciado- y con ella, de la voluntad. De pronto, Pedro dejó de tener deseos. De ser un hombre ocurrente, visionario y audaz, se convirtió en un personaje timorato y cauteloso, o, como a él le gustaba decir de sí mismo, maduro, prudente y realista. Pedro se limitaba a obedecer órdenes, nunca contradecía a sus superiores, acomodaba su manera de pensar, incluso sus principios, a la manera de ver las cosas de su empleador. En otras palabras, Pedro sólo hacía su trabajo y no era capaz de desear absolutamente nada desde sí mismo ni diferente al deseo de sus jefes. Excepto una cosa, claro está: conservar su empleo.
Cada vez que constataba su terrible incapacidad para imaginar el futuro deleznable o cuestionable de sus acciones o proyectar sus consecuencias más allá del presente, Pedro se resignaba y, para no sufrir, ponía entre paréntesis sus principios y sus lealtades, refugiándose en el más encantador de los cinismos. Algo que, de paso, le resultaba útil, pues le servía para agradar o complacer a sus superiores, disimular algún error u obtener ciertas ventajas, sin sentir remordimiento alguno.
Ahora bien, Pedro era conciente de esta enfermedad y, en el fondo, lo hacía infeliz. Por eso se esforzaba mucho en disimular su mal y hacer creer a los demás que seguía siendo el mismo de antes. Así, usaba mucha energía y el poco de imaginación que aún le quedaba en mentirle a la gente y en persuadirla de que todo lo que le veían hacer, por más estrecho, necio o repudiable que fuese, era exactamente lo contrario de lo que parecía. De este modo, eran sus críticos, o sus víctimas, los que terminaban finalmente culpabilizados y desacreditados.
Cuando cumplió 60 años seguía sobrellevando su mal, pues no había encontrado hasta entonces medicina capaz de curarlo. Es verdad que el virus no le había impedido progresar, pero lo había dejado casi sin amigos. Fue entonces cuando recibió esa mágica llamada telefónica, que convirtió en segundos su trágica enfermedad en una virtud inapreciable. Una solemne voz le estaba proponiendo, de parte del Presidente, ser ministro de Estado en la cartera de Educación.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)
Fotografía © Idelura/www.flickr.com
Lima, viernes de 2010
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3 Comments
Jaime Montes
Con esta lectura tocas mis hebras asi que estoy tentado ha renunciar a mi empleo y regresar al campo, para seguir soñando que es posible aun cambiar la escuela rural.
Anónimo
Esta metáfora sobre la realidad de las políticas educativas de nuestro país, a través de una historia que sintetiza el grado de criticidad e imaginación de quienes la dirigen, nos hace reflexionar sobre cuál es también nuestro propio papel individual en esta ardua tarea y misión que es la de ser educador.
Al no mencionar tiempo ni espacio en esta narración, la colocas en un estado de ambigüedad, como si perteneciera a todos los tiempos y si en todos los tiempos de nuestra historia republicana, hayamos estado condenados a una realidad tan pobre como la de tener autoridades con pobreza crítica y capacidad imaginativa para ejercer mejoras en nuestra educación. Sin embargo, el sentido del proceso de la historia tiene un giro de 180º pues este personaje es producto también de la educación que intenta cambiar, su generación estuvo repleta de gente igual, pues incluso es el presidente, la supuesta iluminaria cultural e intelectual del país, quien lo nombra como ministro; tal vez porque no puede reconocer sus propias limitaciones en las anomalías y torpezas de su elegido. Si este señor es heredero de todos los tiempos y a la vez nosotros heredamos lo que construyen diraiamente, estaríamos entrando en un círculo vicioso del que jamás podremos salir si no buscamos formarnos y formar la imaginación y el ejercicio crítico refglexivo de nuestro entorno. Con tu historia nos invitas, yal vez inconcientemente, a cambiar nuestro presente y esto se inicia desde el desempeño de nuestro papel individual para trascender al colectivo a una totalidad que debe tener como misión preparar a los futuros ciudadanos para enfrentarse, adaptarse y generar nuevas realidades para que ellos puedan hacerlo asu vez a la generación que le sigue. Quizá este ministro de educación sea también un victimario-víctima fundido(dado) en otro periodo de la mediocridad acompañado del más grande de todos: el presidente que lo nombra (¿Tal vez porque no hay otro mejor o menos peor?), y con esta historia nos manifiestas que es hoy nuestro deber cambiar y rebuscar en nuestra conciencia la convicción de ser cada día más crítico y creativos, más sensibles y emprendedores, con valores más solidos y tenacidad firme; en fin, crear un mundo para nuestros hijos que nosotros hubieramos querido recibir.
Luis
ani guerrero
Pienso en Pedro. Creo que no puede ser posible que su enfermedad no haya dado síntomas desde antes. Y eso por el simple hecho de que el alma no se quiebra de la noche a la mañana. Ese tipo de daños van gestándose tiempo antes. Más que darme pena por un sujeto adulto enfermo en la inhibición de su deseo, lo que preocupa es que nadie haya sido capaz de ver en sus síntomas anteriores el conflicto que estaba escondiendo. Un niño puede ser muy activo en su intento por transformar el mundo pero para que eso se afirme como parte de su personalidad, tienen que existir adultos de confianza que le den sentido a sus vivencias, que nominen sus éxitos y los reconozcan, que nominen sus dolores y los contengan, que nominen sus errores y le ayuden a pensar formas para corregirlos. Esos adultos son básicamente los más cercanos: padres, tíos, abuelos… y lógicamente, los profesores. Pedro enfermó porque su contexto fue reforzándole que seriedad y responsabilidad no deja espacio para perder el tiempo con espontaneidades. Porque fueron reforzándole que mejor es quien tiene mejores notas, quien sabe obedecer, quien termina primero, quien tiene más respuestas. Pedro aprendió que el estudio lo haría un hombre de éxito y fue restándole valor a esos aspectos suyos que antes le daban pleno sentido a su vida. Aprendió el valor del "sacrificio", en esa vieja idea de que si no hay dolor de por medio las cosas "valen menos". Y así fue restándole tiempo a descansar, dejando de emprender actividades de placer y a pasar tiempo con su familia. Exitoso llegó a ministro, pero irremediablemente enfermo, no es capaz de producir cosas con calidad. Produce mucho, eso sí, pero mantiene el mismo estilo que fue aprendiendo de su contexto: sus políticas educativas están centradas en promover infraestructura y repartir libros por doquier, mientras se asegura de organizar cada cierto tiempo "actualizaciones" docentes y promover con más empeño matemáticas y lenguaje (cívica de paso para que todos seamos de bien). Pero como Pedro está enfermo reproduce su enfermedad en lo que hace. No se da cuenta que, en verdad, de poco sirve la infraestructura, que menos importa un buen libro o un docente "actualizado", mucho menos la insistencia de aprender a sacar cuentas o conocer sujeto y predicado. Nada de eso cuenta si los niños que van a ser educados ya están contagiados con su propia dolencia. Niños que son puestos en competencia, que son empujados a llenarse de conocimientos, que muchas veces en su cultura ni tienen sentido, que son premiados por su "buena conducta", que son alentados a "acusar" al que mal se porta, que son etiquetados indiscriminadamente bajo el déficit de atención o la hiperactividad… esos niños ya están contagiados y, mientras más tiempo están expuestos al virus y más demora la cura, más crónica se vuelve la enfermedad. Pedro no es víctima porque ya es adulto y debe (o debería) hacerse responsable de lo que le pasa pero sobre todo porque aceptó seriamente un cargo de alta responsabilidad. No puede ser víctima así haya tenido la infancia más desgraciada. Pedro es ministro y debe dar cuentas de su trabajo. Y asumir las consecuencias de sus actos como hombre serio y responsable que es (o dice ser). La responsabilidad para que la enfermedad de Pedro no se difumine claro que está en cada uno de nosotros. En el simple acto, honesto y cotidiano, de intentar por todos los medios de ser coherentes entre lo que pensamos, lo que decimos que pensamos, lo que hacemos y lo que creemos que hacemos. Pero bueno fuera que los países se cambian sólo sumando voluntades. Eso seria una cuota grande de ingenuo optimismo (alguien podría decir "de ceguera"). Las cosas cambian también porque las políticas cambian. Porque cuando nos hacemos honestos en nuestras personales luchas por ser coherentes, tenemos la capacidad para discernir sobre lo que esperamos de una autoridad… y para exigirlo. A eso, podríamos llamarle, un saludable ejercicio de nuestros deseos.