Cuentos

Mar y cielo

Llevaba dos días caminando sin hallar una ruta de regreso. Se había desviado de su trayectoria habitual porque le fascinaba el océano y le provocó esta vez recorrer sus orillas más allá de lo que solía hacer. Confiaba en que el retorno no le resultaría difícil. Mirar la playa desde lo alto de la colina lo llenaba de paz, las aguas color turquesa, limpias, transparentes, que humedecían en suave compás la orilla de arena blanca y dejaban ver los peces moviéndose con libertad en todas las direcciones. Un espacio desierto y callado, amurallado por una colina verde que podía subirse o descenderse sin dificultad apoyándose en sus arbustos. Un horizonte infinito y un cielo azulísimo, despejado, nítido, eran el marco perfecto para ese sol implacable que había venido acompañando sus pasos.

Había bajado a la playa en más de una ocasión y se había refrescado en sus aguas, pero nunca se había atrevido a caminar hasta doblar colina, recorriendo sus bordes. Ese día la dobló. El espectáculo que ofrecía allí el acantilado era muy diferente, sin playa, con el mar golpeando cada tanto las inmensas rocas y cuyos bordes dejaban solo una pequeña senda a sus cansados pies. Una senda estrecha y peligrosa pero que se animó a seguir, empujado por la emoción del descubrimiento.

A unos cien metros de la orilla se levantaba un trozo elevado y enorme de piedra y vegetación, seguramente desgajado de la colina por la erosión a lo largo del tiempo. Las olas que reventaban en la orilla lo empapaban y atenuaban su sofocación, a la vez que amenazaban con llevárselo. Pero no sentía miedo. Sí mucha sed y hambre. Solo que no encontraba un remanso que le diera tregua y oportunidad para atrapar peces o calamares. Volver ya no era una opción. Debía seguir adelante.

Al doblar por segunda vez el acantilado, al cabo de un trecho angosto y difícil que parecía no tener fin, sus ojos se tropezaron con otro paisaje. Había playa de nuevo, pero de arenas negras y más estrecha que la anterior. Suspiró aliviado. Podía hacer un alto, descansar, pescar, comer. Era su tercer día y estaba deshidratado. Para su suerte, descubrió un tenue hilo de agua que bajaba discretamente entre las rocas en una de las esquinas de la escarpada colina. Puso su boca debajo y bebió, bebió y bebió hasta terminar con la cara mojada de alegría. Luego se tendió en el suelo para recuperar fuerzas y esperar la noche. El atardecer ya estaba llegando a su fin. La noche trajo también el despertar de los crustáceos, que salieron de la arena para buscar alimento, sin sospechar que ellos mismos serían alimento de su depredador mayor. Una luna inmensa y roja fue ubicándose en el centro de ese cielo oscuro, despertando sus miedos por primera vez. Jamás había visto una playa de arenas negras ni una noche iluminada por una luna de sangre ¿Qué significaba eso? ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí, lejos de su aldea y de su hogar? No tenía respuestas, pero sí un soberbio cansancio.

Despertó con más energía y un poco más de optimismo. Entonces decidió escalar. Si no había abajo un camino que lo devolviera a sus parajes rutinarios, de seguro lo hallaría arriba. No era fácil trepar las rocas. Ahora no había arbustos en las laderas y la inclinación de la colina era leve. Pero había que intentarlo. Entonces subió, agarrándose en cada tramo lo mejor que podía, y siguió subiendo sin mirar atrás. A pesar del sobresfuerzo, sintió que podía lograr ascender, pero que le sería imposible descender. A sus espaldas, un cielo cubierto de nubes negras y grises oscurecían el azul diáfano que había estado reflejando la atmósfera hasta hacía poco. Y más atrás, el mar, de sur a sur, algo agitado ahora, trazando la línea final del mundo conocido.

Casi sin aire y rasguñado por las rocas, llegó al fin a la superficie, una meseta verde y despejada que no le resultaba familiar. Se tendió en el pasto silvestre a descansar por un instante. Pero algo llamó su atención. Unos metros más allá, cerca al borde mismo del acantilado, había un extraño objeto clavado sobre la tierra. Dos tablones gruesos y lisos, de unos seis pies de largo, sin duda de madera, estaban sostenidos por cuatro patas que se hundían en el pasto. Las patas, duras y frías al tacto, parecían hechas de piedra, pero no, estaban también alisadas y brillaban, se prolongaban hacia arriba para sujetar otros dos tablones laterales, del mismo tamaño de los otros. Nunca había visto algo así. Instintivamente, se sentó allí, como si estuviese hecho para eso. Entonces levantó la vista y sus ojos redescubrieron el paisaje que el ascenso no le permitió ver. Desde allí se veía cómodamente el océano en toda su inmensidad, solo que ahora el cielo estaba iluminado por relámpagos lejanos, que empezaban a devolver sus primeros estruendos. Una lluvia feroz empezó a caer y le limpió el sudor y los hilos de sangre que le brotaban de los pequeños cortes que se hizo al escalar.

Sentado en ese raro artefacto, completamente mojado, empezó a barrer el entorno con la mirada. Entonces descubrió más objetos como ese en el que estaba sentado, todos al borde y de cara al horizonte, rodeados de sendas que los comunicaban entre sí. La luna roja lo había asustado mucho. Pero ahora se sentía perdido, solitario, en un mundo ajeno y desconocido, sin ruta de retorno.

Lima, 04 de noviembre de 2021

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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