Descubrí este libro de casualidad en 1973, en la librería Las Paulinas, que no sé si todavía existe. Yo acababa de salir del colegio. Nunca podría haberme imaginado en ese instante como ese libro me cambiaría la vida, cómo es que su autor terminaría siendo mi mentor ni cómo es que terminaría yo, años más tarde, siendo editor de una de las numerosas reediciones de su obra prima, en el pequeño taller gráfico de mi padre. Gracias a él descubrí la fuerza de la imagen de un dios que elige no solo hacerse humano, sino, además, pobre, discriminado, marginado y perseguido por el poder, para darle una señal al mundo sobre cuál sería en adelante el verdadero lugar de lo sagrado. Gracias a él descubrí que son tus obras y no tus palabras las que te definen, y que el valor máximo de una religión podía no estar en los rituales sino en tu compromiso con la gente, en especial con aquella que sufre la injusticia. Gracias a él descubrí que ningún credo puede oponerse a la razón, que no puedes cambiar un mundo que no entiendes y que el cambiarlo depende de nuestra voluntad y de ninguna fuerza sobrenatural. Este libro me llevó a Gustavo y a sus clases magistrales de teología política y a ese pequeño café de la avenida Sucre donde tuvimos nuestra primera charla. Y aquí sigue en mi biblioteca, con la pasta descolorida y ajada y sus páginas maltrechas, llenas de evocaciones de un tiempo decisivo en mi vida.
Lima, 27 de julio de 2020
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