Contaba Augusto Monterroso, en uno de sus célebres relatos breves, la historia de una mosca que todas las noches soñaba que era un águila y que volaba por los Alpes y los Andes. Al principio esta sensación la volvía loca de felicidad, pero después le causaba gran angustia, pues teniendo las alas tan grandes, el cuerpo tan pesado, el pico tan duro y las garras tan fuertes, no podía posarse con comodidad sobre los alimentos o inmundicias a los que estaba acostumbrada, ni darse de cabezazos contra las ventanas. Entonces descubría que no quería andar en las grandes alturas ni en los espacios libres. Pero cuando despertaba, lamentaba mucho no ser en verdad un águila para poder remontar montañas, y se sentía tan triste de ser sólo una mosca, que volaba mucho y con gran inquietud, dando vueltas y vueltas, hasta volver a quedarse dormida.
En el umbral de dos tiempos, uno que concluye y el otro que se inicia, suele ser común hacer balances y trazar planes, animados por nuevos o renovados propósitos. Lo hacen muchas organizaciones respecto de su funcionamiento, lo suele hacer la prensa respecto del país en sus persas facetas, lo hace mucha gente respecto de sus propias vidas. Pero no todo el mundo. Hay instituciones que no tienen el hábito de evaluar su año ni de invertir tiempo en pensar de cuántas maneras distintas necesitaría ser el siguiente, básicamente por una razón: les parece tan obvio que en la nueva etapa seguirán haciendo lo mismo, que sentarse a hacer el inventario de aciertos y errores cometidos les resulta ocioso.
Suele ser el caso de muchas escuelas. En la medida que la programación anual se basa comúnmente en el currículo oficial, en los temas y secuencias preestablecidos de los libros escolares o en planificaciones anteriores que se repiten ad infinitum, y no en los avances, estancamientos o retrocesos de los estudiantes, en las fortalezas y debilidades evidenciadas por ellos durante el año anterior, menos aún en los éxitos y fracasos de las distintas maneras de enseñar ensayadas por los profesores, evaluar se hace innecesario. No importa cuál sea la realidad ni cuántos cambios o no se hayan producido en ella ni a consecuencia de qué, porque este tipo de instituciones están sólidamente convencidas de que el año siguiente harán lo mismo. Salvo, claro está, que la autoridad disponga lo contrario. En ese caso harán -o simularán hacer- lo que se les pide, pero como se darán cuenta, se tratará sólo de obedecer, para lo cual tampoco será necesario hacer balances ni trazarse nuevos propósitos.
Suele ser el caso de muchas personas también. En la medida que su vida laboral se basa por lo general en los roles, tareas y rutinas adjudicadas por su centro de trabajo, así como en las urgencias y prioridades de la institución en cada coyuntura, mas no en los progresos o involuciones de su propio desempeño, en la mayor o menor efectividad demostrada, en el logro de determinadas metas, ni en su propia satisfacción con la actividad realizada, evaluar también se les hace innecesario. No importa lo bien o lo mal que se sientan haciendo lo que hacen, su acuerdo o desacuerdo con las decisiones institucionales ni con sus usos y costumbres, pues están convencidas de que el año que se inicia será como el anterior: sea lo que fuese, hará lo que le indiquen y lo hará sin hacer ni hacerse preguntas de ninguna clase.
El propósito y el desafío nacen de la insatisfacción, así como de la íntima necesidad de superar ese estado de ánimo. Pero nadie puede saberse satisfecho o insatisfecho de su experiencia si no se atreve siquiera a tomar una cierta distancia crítica de lo que hace. David Kolb, investigador norteamericano, sostiene que las personas aprendemos en cuatro fases: experimentando sensorialmente algo, observando reflexivamente esa experiencia, pensándola con mayor detenimiento y, finalmente, actuando en consecuencia.
Lamentablemente, no son pocas las personas e instituciones que se instalan para siempre en la primera fase. Como en el cuento de Monterroso, hasta podrían atreverse a soñar en algún momento con volverse un ave capaz de remontar cordilleras. Pero como imaginarse águila supone romper con su situación actual para asumir nuevos retos y horizontes, preferirán regresar a su rutinaria y monótona vida. Propongámonos iniciar este nuevo año ofreciendo a los niños y jóvenes que tenemos la responsabilidad de criar o educar, un testimonio lo más alejado posible de la triste filosofía de la mosca común.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en El río de Parménides
Fotografía © José Carlos Soto/ www.flickr.com
Lima, lunes 10 de enero 2011
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