Cuentos

Esperando bajo la lluvia

Hay tantas muertes como teologías, pero todas se juntan en la espera
Mario Benedetti

Era agosto de 1994 y por diversos encargos del estudio jurídico en el que trabajaba, tuvo que dirigirse al centro de Lima. El semáforo detuvo al taxi en la esquina de los jirones Moquegua y Cailloma. El tímido sol de ese día se acababa de ocultar y el invierno empezaba a hacerse más oscuro. Miguel reconoció el lugar y, aunque aún no había llegado a su destino, pidió al taxiste no proseguir el viaje. Le pagó el servicio y bajó del auto. Él estuvo allí, hacía diez años, parado exactamente en esa vereda, esperándola por largas horas. El lugar lucía casi igual. Parecía que el tiempo se hubiese detenido en esa esquina. Suspiró y permaneció inmóvil por unos minutos mirando hacia todos lados, luego clavó la vista en el bus que acababa de detenerse a dejar y recoger pasajeros.

¿Cuánto tiempo esperarías a la persona que amas? Esa pregunta se la había hecho cada dos minutos, es decir, una sesenta veces mientras la aguardaba en esa precisa esquina. Habían acordado encontrarse a las seis de la tarde y ya eran las ocho de la noche. Ella venía desde el Parque Chicama, en San Miguel, él la esperaba para ir al pequeño cuarto que acababa de alquilar en una vieja casona cerca de allí. No era el mejor lugar para vivir, pero era lo que él podía pagar. Vivirían juntos por primera vez y eso era todo lo que contaba para ambos. Ese día, entonces, era especial, ella traería su maleta y juntos lo estrenarían. Pero no llegaba. Miguel no entendía por qué.

Era agosto de 1984. El invierno había traído más frío del habitual. Él cargaba en su mochila todo lo que necesitaba, es decir, ropa, libros y su cepillo de dientes. Le había dicho a su tío que un amigo le había dado alojamiento cerca de la universidad, le agradeció por haberlo acogido y se marchó ilusionado a vivir su aventura de amor. Total, a sus veinte años ya era mayor de edad y sus padres vivían en Huancayo, demasiado lejos de la capital como para hacer seguimiento de sus pasos. De todos modos, la mochila era enorme y pesaba demasiado para tenerla dos horas sobre sus espaldas. Tampoco podía ponerla en el piso, las veredas estaban empapadas por la lluvia. Luego, la ponía sobre sus pies por un rato, en el hombro derecho otro rato y en el izquierdo después.

La primera media hora de espera le pareció tolerable. Un retraso lo tiene cualquiera. Pero cuarenta y cinco minutos ya encendieron sus alarmas. ¿Se habría arrepentido? ¿Le habría pasado algo malo? Maricarmen vivía con unas amigas, alquilaban un cuarto en San Miguel, cerca de la universidad. Ella estaba decidida, pero ¿acaso sus amigas la habían desanimado? Bueno, ellas no lo conocían, podían haberla llenado de advertencias. No había forma de saberlo. Pero él sabía que no podía irse, si ella llegaba no sabría dónde dirigirse. El trato era ir juntos a su nuevo hogar.

A las siete de la noche, Miguel se frotaba las manos con desesperación. La ansiedad, el frío, el miedo. No había teléfono público cerca como para llamarla, no podía alejarse a buscar uno, cada bus que paraba a dejar pasajeros podía traerla a ella, tenía que verlo allí, esperándola, en eso habían quedado. En cada muchacha delgada, alta y de pelo castaño que bajaba creía verla. Pero el bus partía sin cumplir su expectativa y cada ocasión era motivo para aumentar su angustia. Parado al pie de esa casa antigua, de paredes raídas, pintarrajeadas, y ventanas coloniales oxidadas, pensaba que ese viejo y deteriorado jirón de Lima, construido en el siglo dieciséis, no aportaba entusiasmo a la idea de un nido de amor. La casona donde había alquilado el cuarto no era esa, pero se le parecía mucho.

Ambos se conocieron en la universidad, en la facultad de derecho. Por entonces, Maricarmen estaba saliendo con un alumno cuatro años mayor que ella, un chico afectuoso pero posesivo, que además era su paisano, ambos eran de Mollendo, de Arequipa. Pero no lo dudó dos veces cuando conoció a Miguel. Fue fulminante. El traspatio de las facultades fue el escenario de su furtivo amor, pero después, fue creciendo la pasión y decidieron darle curso sin restricciones. ¿Te mudarías conmigo? Sí Miguel, ¡ahora mismo! Ella tenía 19 años y estaba muy enamorada, tenía claro que a su edad casarse no era una opción, pero le emocionaba la idea de vivir juntos, al menos «hasta donde estire la cuerda».

Siete y media de la noche. Miguel estornudaba continuamente y ni siquiera tenía algo con que limpiarse la nariz. Todo era un desastre. No sé qué hago aquí parado como un imbécil se decía a sí mismo. A esas alturas estaba claro que ella no vendría. El cuarto que alquiló estaba apenas a dos cuadras, estuvo a punto de irse más de una vez, pero la culpa lo detenía. ¿Y si venía? Era absurdo suponerlo, pero no podía descartarlo. La gente que se paraba a su lado para esperar el bus solo veía a un muchacho tembloroso y solitario, al que la lluvia le hacía el favor de disimular sus lágrimas.

Ahora estaba en cuclillas y contra la pared con la mochila en el piso, qué más daba ya si se mojaba aún más, todo estaba arruinado. Faltando pocos minutos para las ocho de la noche, Miguel se dispuso a irse. Ya la vería en la universidad o la llamaría más tarde. Si tuvo un percance, lo entendería. Si acaso se desanimó y dio marcha atrás, también lo entendería. En eso asoma un bus. Inevitable imaginar que allí podría venir ella. Se sentía un tonto por pensar así, pero decidió darse la última oportunidad. Si no baja aquí me largo, pensó.

Pero esta vez, una Maricarmen refundida entre una decena de pasajeros bajó del ómnibus. No traía maleta y la capucha de su casaca azul le cubría la mitad de la cara. Se abrazó fuerte de Miguel por largo rato, llorando en silencio. ¿Qué ha pasado?, preguntó él. Cuando pudo verle el rostro notó que tenía el ojo derecho hinchado. Ella le contó que el chico de Mollendo se había presentado en su casa y la había golpeado para obligarla a regresar con él. Que sus dos amigas cuando llegaron la defendieron y amenazaron con denunciarlo si no se iba. El sujeto se fue, pero se llevó su maleta para impedir que se mude. Ellas le curaron las heridas, le dieron agua y la obligaron a descansar un poco por el estado de agitación en el que se encontraba. A su insistencia, la acompañarían después hasta el paradero, aunque se lo desaconsejaban, dudaban que Miguel estuviera todavía allí. Maricarmen quiso ir de todos modos, él me está esperando, decía, él me esperará.

¿Cómo sabías que seguía aquí? No lo sabía, pero lo deseaba con todas mis fuerzas, respondió ella. Permanecieron abrazados y en silencio bajo la persistente llovizna varios minutos más. Ella tenía su rostro hundido en su cuello, él le acariciaba la cabeza repitiéndole lo mismo que le decía su madre cuando el dolor de alguna caída lo hacía llorar: ya pasó, ya pasó, ya todo está bien.

Lo que ocurrió aquella noche los unió más. No solo persistieron en sus planes y se mudaron contra viento y marea, sino que estuvieron juntos durante ocho años. A él le gustaba cantarle cada agosto, en memoria de ese episodio, la canción de Percy Sledge, When a man loves a woman, he’d change the world for the good thing he’s found. En ese cuarto estuvieron hasta terminar la carrera, una vez graduados se mudarían a un mejor lugar en Magdalena, muy cerca del malecón. Esos tres años posteriores les sirvieron para hacer sus posgrados, él en México, ella después en Madrid. Esa experiencia les sirvió también para ampliar su círculo de amigos y hacer crecer su lista de contactos más allá de lo imaginado. Cuando se conocieron al inicio de sus carreras, recién llegados a la capital, no conocían a nadie.

A sus treinta años, Miguel lucía una tupida barba negra. Ese detalle y su impecable terno gris lo hacía ver aún mayor. En ese instante empezó a llover sobre Lima. Pero nada comparado al frío y la lluvia de aquella noche. Nada como la ansiedad, la incertidumbre y también la ilusión de aquella espera. Nada como el abrazo largo, interminable y tembloroso de esa muchacha, cuyo calor todavía podía sentirlo atravesándole el saco, el pulóver, la camisa y la piel hasta quemar sus huesos.

Lima, 8 de abril de 2023

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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