Cuentos

No pestañear

El tiempo, esa invención de Satanás
Antonio Machado (1875-1939)

El jueves asomaba fatal. Era la fecha de entrega del trabajo del que dependía la aprobación de ese curso. El profesor dejó en claro que no habría prórroga. Pero aún no estaba listo. Ese mismo día se graduaba mi hijo. No le había sido fácil terminar la carrera, pero lo había logrado y ese evento era especialmente importante para él. Ese mismo día debía viajar a Trujillo a dar una conferencia en la universidad nacional, el evento era internacional y mi presentación era la inaugural.

Las tres fechas habían sido programadas a lo largo del mes casi en automático sin darme cuenta de cuán desafortunada terminaría siendo la coincidencia.

Mi salud, además, no estaba en su mejor momento. Los mareos se habían hecho más frecuente y la causa era todavía inexplicable. Era fin de año y el estrés de la oficina estaba en grado cien. Cerrar pendientes, reuniones, informes, reprogramaciones, rendiciones de cuentas, correos, visitas, cada actividad llamaba a otras y no toda la gente se movía con el mismo apremio.

Ese jueves me dirigí al aeropuerto a las 3.30 am. El vuelo partía a las cinco, la conferencia era la primera del día y empezaba a las ocho y media de la mañana. No había podido dormir nada, hasta antes de subirme al taxi estaba ajustando detalles a mi exposición. La ceremonia de graduación de mi hijo era a las ocho de la noche y el vuelo de retorno aterrizaba en Lima a las siete y media. Desde el aeropuerto Jorge Chávez hasta el campus de Monterrico había no menos de noventa minutos. Si bajábamos bordeando las playas y con suerte podríamos hacerlo en una hora. Mejor tarde que nunca.

La ceremonia de graduación terminaba a las diez, estaría en casa a las once. Una hora antes de la medianoche no me alcanzaría para cerrar el proyecto de tesis. Tenía seis observaciones por levantar y eso eran cuando menos tres horas de trabajo. Pero bueno, haría lo que pudiera.

Heidegger decía que la angustia era una puerta hacia la nada. Un buen epígrafe para mi tesis. No, no pondría eso. Pero ese día me sentía parado en ese umbral. La cabeza sabe que no se puede hacer todo a la vez, pero el poder del deseo es un gigante al costado de la razón.

De madrugada, ya en el aeropuerto, cumplí con los registros de rigor y me senté a esperar en sala 10 la llamada a abordar. Los veinte minutos siguientes, con los ojos semiabiertos, a punto de ser derrotado por el sueño, repasaba en estado semiconsciente las imágenes y las ideas de mi exposición.

Pasajeros del vuelo 1202 con asiento de la fila 1 a la 15 por favor colocarse a la derecha, se escuchó decir por el altavoz de la sala. Me froté los ojos, tomé aire invocando fuerzas al cielo y me puse de pie. En ese instante el mundo empezó a girar. Los rostros empezaron a volverse borrosos, las luces de la sala se volvieron más tenues, el tiempo se volvió más lento. Fue un segundo. Entonces caminé despacio hasta ubicarme detrás de unas veinte personas que hacían fila delante de la puerta 10. Eran las 4.40 am. El cielo de Lima se dejaba ver por los ventanales y lucía aún muy oscuro. La fila no avanzaba. Empecé a desesperarme. Mi cuerpo no resistía estar de pie un minuto más.

Necesitaba partir de una vez, llegar al hotel a bañarme, desayunar rápido, imprimir mi ponencia y coordinar el traslado al lugar del congreso. Tenía después entrevistas pactadas en la radio y con un diario local. Un almuerzo protocolar con el rector de la universidad y en la tarde, la ceremonia de clausura. Luego, correr al aeropuerto. Quizás en el vuelo de retorno podría ir pensando cómo responder a algunas de las observaciones de mi asesor.

Cerré los ojos un instante. Era una forma engañosa pero efectiva de descansar la mente, por un minuto al menos. Avance señor, me dijeron desde atrás. La fila empezaba a moverse. Tomé mi maleta y empecé a caminar hacia la puerta. Al fin. Nos dirigimos al avión a paso ligero y en pocos minutos ya todos estaban ubicados en sus lugares. A mí me costó llegar hasta el asiento 14-c, caminaba despacio y en zigzag por mis mareos. Pero ya sentado, dormí durante todo el vuelo.

El avión aterrizó en Trujillo a las 6.20 am. Llegué al hotel, me bañé, desayuné, me llevaron a la sede del congreso, di la conferencia, estaba inspirado, me gané muchos aplausos, cumplí abnegadamente la agenda del día, escuché la clausura en feroz batalla contra el sueño, para luego correr al aeropuerto. De regreso a Lima, un taxi me llevó hasta Monterrico y llegué justo en el momento en que mi hijo subía al estrado. Luego de los abrazos y las fotos de rigor volé a mi casa a corregir mi proyecto y puede ponerlo en el correo un minuto antes de las doce. Dios mío, todo en orden. Qué sensación de paz.

Entonces abrí los ojos. El frío de las losetas me había entumecido la espalda. Me dolía la cabeza. El techo de la sala 10, gris y borroso, fue lo primero que vieron mis ojos. Luego aparecieron los rostros desconcertados de los pasajeros que me rodeaban, me miraban y no dejaban de preguntarme ¿Se siente bien señor? ¿Puede hablar? ¿Puede levantarse? ¿Sufre usted del corazón?

Lima, 23 de marzo de 2024

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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