Cuentos

El forastero

Hasta su forma de hablar nos molestaba. Siempre tan educadito, pronunciando cada palabra como si fuera un locutor, usando términos raros a veces y haciendo gestos exagerados cuando quería ponerle fuerza a las cosas que él decía conocer y que a nosotros nos irritaba que supiera. Podía contarte, por ejemplo, que nuestro cerebro le debe mucho a los insectos y babosas que comían nuestros antepasados, por las grasas y proteínas que tenían, o que Proust practicaba el sadomasoquismo solo para documentar sus novelas. ¿Qué nos importaba a nosotros? ¿A qué venía ese alarde?

Por supuesto, también comentábamos sus jeans Levi’s y sus casacas Diesel, sus polos Lacoste o sus zapatos náuticos Triton Sport. Hasta su pelo, que era medio castaño. Todo en él era tan distinguido en contraste con nuestra forma perezosa de hablar o nuestro estilo simple y barato de vestir. Nunca dejamos de preguntarnos qué hacía Abel en una universidad nacional, codeándose con marrones de clase media o popular salidos de colegios públicos.

Nunca lo molestamos, pero lo rajábamos duro y no nos juntábamos con él. A veces era inevitable su presencia y no podíamos evitar hablarle, pero no lo invitábamos a nuestras fiestas, no lo buscábamos para almorzar ni caminábamos con él para tomar el ómnibus. No era de nuestro círculo. Tampoco era un solitario, algunos le conversaban, sobre todo chicas bobas, embelesadas con su estilo. Los profesores lo apreciaban también, era estudiosito, sabía todo, una razón más para aborrecerlo. Alguna vez tuvimos que comernos el orgullo y enviar a algún emisario a pedirle, como cosa suya naturalmente, que le explique algunos temas para el examen. Él nunca se negaba. Es verdad, comía lo mismo que todos en el comedor universitario y se trepaba a los micros como cualquiera, pero era tan distinto que no lo sentíamos parte de los nuestros. Hasta vivía en Miraflores.

Qué horrible fue enterarnos, ya en el último año de la carrera, que estaba saliendo con mi mejor amiga. Ella no me había dicho nada. La primera vez que lo encontré en casa de Lucy me quería morir. ¿Qué hacía ese tonto allí? Como siempre, muy bien vestido, con su polo Cat color negro, su jean verde Levi Strauss y sus zapatillas Le Coq Sportif Sue, también verde, y claro, oliendo a colonia. Me saludó así como es él, todo galante, yo le devolví la sonrisa con las justas y se me salió decirle ¡qué sorpresa! ¡Nunca pensé encontrarte por aquí! Entonces Lucy se le acercó y lo tomó de la mano. Estamos saliendo desde hace una semana, me dijo.

Al principio se lo reproché a Lucy. Era una traición. Se suponía que nada que ver con los blanquitos como Abel, en eso estábamos todos unidos y ella era una de las líderes del grupo. Era absurdo, irracional, pero me di cuenta que estaba realmente enamorada. Al fin de cuentas, era mi amiga, no la iba a botar de mi vida, pero tarde o temprano tendría que abrir los ojos. Y ahí estaría yo, para decir “te lo dije” y recuperar a mi amiga. Tuve que hacer de tripas corazón, mostrándome como amiga de la parejita. De tanto en tanto salíamos los tres, nos íbamos al cine o de paseo o a su casa a comer o ver películas. En el grupo de amigos sabían que si yo estaba haciendo esto era sólo para cumplir una misión.

Tres meses después ocurrió algo inesperado. Abel empezó a caerme simpático. Ese tiempo fue suficiente para descubrir cosas que no sabíamos de él. De cerca, no parecía ser el pituco que todos odiábamos. Era un muchacho como nosotros, de clase media, su padre era comerciante mayorista de ropa en Gamarra y, por eso, le era fácil vestir prendas que imitaban a las de marca y que se hacían pasar por ellas, pero que en verdad no lo eran. Siendo hijo único, su familia había hecho esfuerzos por hacerle estudiar la secundaria en Barranco, en un colegio privado de buena reputación, pero él eligió ir a una universidad pública para no obligar a sus padres a mayores sacrificios. Así fue como llegó aquí. Era culto el muchacho, era gentil, no era un creído, yo estaba sorprendida de la imagen que habíamos creado de él durante casi cinco años.

Ese viernes por la noche Abel me llamó. Su voz sonaba agitada, como si acabara de subir diez pisos por la escalera. Sandra, me dijo, Lucy acaba de terminar conmigo. ¿Qué ha pasado?, le pregunté, no te siento bien. Es largo de explicar. Ahora su voz se apagaba. ¿Quieres que vaya donde tú estás? Se sorprendió de mi ofrecimiento ¿Puedes hacer eso?, estoy en Jesús María, en la plaza San José. Eran más de las once.

Demoré veinte minutos en llegar y lo encontré sentado en una banca frente a la iglesia. Vestía un polo blanco, sus consabidos jeans y un bléiser de color negro, cuyas marcas no podían distinguirse en la penumbra. Tenía los ojos hinchados, el pelo desordenado y una expresión sombría. Nunca lo había visto así.

Abel me contó que Lucy se sentía confundida, que no estaba segura de querer continuar con él, que quería sentirse libre ahora que estaban próximos a terminar la carrera. Ella le había jurado que no había otro chico en su vida. Estaba desolado y yo paralizada ¿Qué podía decirle? Hace tres meses, esta escena me hubiera parecido imposible de imaginar, sentada a solas en esta banca con este tipo que habíamos despreciado tanto durante años, y ahora se suponía que hasta debía servirle de apoyo emocional.

Vámonos de aquí, le dije. Hace frío y no me gusta conversar de estas cosas en la calle. Vamos al Bolivarcito. Un buen Pisco Sour nos ayudará a pensar mejor.

Abel lo dudó un poco, parece que no estaba acostumbrado a la vida bohemia como yo, pero necesitaba hablar. Hasta me llevó en un taxi, algo totalmente fuera de mis hábitos. Durante todo el trayecto el chico estuvo mudo. Yo le hablaba y le hablaba sobre Lucy, me esforzaba por disculparla, le prometía que hablaría con ella, que esto de seguro se superaría. Abel permanecía tieso, con la mirada clavada en la ventanilla del auto.

Llegamos al lugar cerca de la una de la madrugada. Nos pedimos un chicharrón de pollo y dos pisco sours catedral. Ahora cuéntame Abel qué ha pasado realmente entre ustedes. ¿Has hecho algo que la ha molestado? La conversación se prolongó hasta las 2.30 de la mañana, en que cerró el bar. Nunca había intimado tanto con nadie como con ese muchacho. Tanta sinceridad terminó por hacerme llorar. Tenía tres pisco sours en el cuerpo, Abel sólo uno, pero parecía más alcoholizado que yo. Quizás mi llanto se debía también a la culpa, no podía entender cómo habíamos podido odiarlo. Qué estúpida la Lucy, se estaba dando el lujo de dejar ir a un chico que no iba a poder reemplazar fácilmente.

A la hora en que salimos, la Plaza San Martín lucía fría y solitaria, aunque todavía deambulaban por sus esquinas algunos zombis como nosotros. Abel estaba algo inquieto, yo estaba más acostumbrada a estos escenarios. Tuvimos la suerte de encontrar pronto un taxi y una vez dentro nos sentimos más aliviados.  Debía dejarme a mí en Pueblo Libre y a él en Miraflores. Me recosté entonces sobre la ventana, pues mi cabeza no paraba de girar. Él hizo lo mismo y quizás cerró los ojos también, pues no notó que el taxista en vez de subir por el jirón de la Unión había bajado por Ocoña para estacionarse en una esquina solitaria.

¡Bajen del carro!, nos dijo con una pistola en la mano, llenándonos de insultos. Yo me preparaba para lo peor, eran cerca de las tres de la mañana, no había nadie a quien pedir ayuda y los dos estábamos borrachos. Bajamos de inmediato y me abracé fuerte de Abel, pero él me rechazó. No me abraces, me gritó enojado ¡Todo esto es tu culpa!, ¡ahora haz lo que te dicen y no me vengas con llantos! No podía creer lo que escuchaba. No conforme con eso, me empujó y me metió al auto a la fuerza, mientras le decía al maleante, ¡llévesela si quiere, pero a mi déjeme ir! Yo lo insulté, le dije que era un cobarde y grité de desesperación. El ladrón parecía divertirse con la escena.

En ese instante, Abel hace un movimiento inesperado, sujeta del brazo al relajado asaltante, lo derriba y lo desarma. En el forcejeo la pistola se disparó dos veces, una bala atravesó el brazo izquierdo del ladrón, quien huyó despavorido. Por suerte no tenía cómplices. ¡Vámonos Sandra!, me dijo nervioso. Salí del auto, al que Abel me obligó a entrar en verdad para protegerme, y corrimos por esas calles oscuras hasta salir a la avenida Tacna. Allí tomamos otro taxi directo a mi casa. No nos volverá a pasar, me susurró, me quedé con la pistola.

Durante el trayecto nos abrazamos fuerte, yo seguía sollozando, tan concentrada en mi miedo que no noté que Abel sangraba. La otra bala le había caído a él, la tenía alojada algo más arriba de la cadera izquierda y no me había dicho nada para no ponerme más nerviosa. El color negro de su bléiser disimulaba bien la herida. Pedí al taxista que cambie de rumbo y nos dirigimos al Hospital Santa Rosa, que era el más próximo en ese momento. Por fortuna la bala no había comprometido ningún órgano vital.

Me hice cargo de él. Llamé a sus familiares, hice la engorrosa e inútil denuncia policial y hasta lo acompañé en su postoperatorio durante varias semanas, poniéndolo al día en las clases que se estaba perdiendo. Me enternecía verlo inerme sobre esa cama rústica, embutido en esa reusada bata blanca, oliendo a alcohol y no a lavanda.

Lucy nunca se enteró del incidente sino hasta algunas semanas después, él no quiso contarle nada y me hizo jurar que yo tampoco lo haría. No quería su lástima. Pero alguien se lo contó finalmente y para entonces Abel ya estaba más restablecido. Ella lo visitó, fue amorosa con él, pero se mantuvo firme en su decisión. Aún así, se molestó mucho conmigo. Nunca entendió que aquella noche solo estuve tratando de salvar su relación con él. Ese día se terminó nuestra amistad.

Han pasado doce años ya, pero ese episodio fue decisivo, me enseñó muchas cosas. Me siento muy satisfecha de lo que he hecho con mi vida desde entonces. Tengo un hogar tranquilo, un hermoso dogo alemán y una profesión que me ha permitido viajar mucho dentro del país. Mi marido es un hombre bueno y me siento muy acompañada en mis proyectos. Claro que algunas de sus costumbres se me han pegado un poco y ahora mis viejos amigos se sorprenden de verme vestida con camisas Tommy Hilfiger, jeans Strech Pionner y botines western style de Call It Spring. Por cierto, a nadie tiene que importarle si las prendas son o no originales, sino lo espléndidas que lucen en mí.

Lima,  febrero de 2014

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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