Cuentos

Esquizosaurus

Ahí está Lucas, sentado en esa sillita verde de madera forrada en formica que alguna vez fue de su desaparecida hermana, con estas horribles hojas impresas delante de él. Ha estado allí casi toda la tarde, como todas las tardes, practicando el trazo sobre la línea punteada en zigzag, ordenando los números de un trencito de mayor a menor o coloreando de amarillo las manzanas que tienen la hojita del tallo mirando hacia la izquierda. Al principio, cuando todo esto empezó, a Lucas le era divertido. Ahora le duele en la boca del estómago pasarse horas encerrando en un círculo las vocales de un texto sobre el elefante Orlando o trazando líneas que unan de manera correcta nombre e imagen del Triceratop, el tiranosaurio, el mamut y el pterodáctilo. Esto último se le hace fácil porque todos esos animales los tiene entre sus juguetes. Pero a Lucas le cansa estar en lo mismo cada día, le fastidia sentirse vigilado y apurado, le avergüenza ser amonestado cada vez que se distrae.

El padre acaba de llegar. Lucas se levanta para dirigirse a él. El papá lo contiene y le dice ¿Terminaste tus tareas? Sí, responde sin titubear. No, dice la madre, le falta un poco. Entonces no te pares hasta acabar, le dice con seriedad. Lucas quiere sollozar. El padre se acerca y le recuerda las reglas de la casa: no juegas, no comes, no te levantas de la mesa hasta terminar tu tarea. Después, todo lo que quieras. Luego se va.

La mamá se aproxima ahora y le dice que, en efecto, no jugará mientras no acabe. Pero que sí comerá, se bañará y después se acostará. El niño le dice que quiere jugar. La madre le dice acaba de una vez. El niño llora. La madre le dice cállate. El niño llora más fuerte. El padre interviene, se acerca y lo amenaza. La madre, mortificada, lo encara con energía, le pide que no se meta. Se inicia una discusión. Entonces Lucas se levanta de la silla, agita los brazos y dice con voz robusta: ¡soy un Tiranosaurio! y empieza a correr en dirección a su cuarto, derribando lo que encuentra a su paso con su cuerpo.

La madre no se inmuta. La escena es conocida, se reitera casi a diario desde que Lucas entró al salón de 5 años en ese Nido. Reprocha al padre por entrometerse y va por el niño a su habitación. Lucas, como ya es habitual en estas crisis, está en el piso jugando y haciendo luchar a sus dinosaurios de plástico. La mamá recoge a su hijo sin decir palabra, le sirve su comida, lo baña, después lo acuesta, tal como le anunció. A Lucas le agrada que su madre lo atienda. También le gusta que lo defienda de la impaciencia del padre. Pero le da rabia que lo siente todas las tardes a llenar esas benditas hojas, pero no dice media palabra. Ya en su cama, solloza discretamente hasta quedarse dormido.

Es sábado. El papá ha sacado a Lucas al parque a patear la pelota un rato. Corren, ríen, ruedan por el pasto. Lucas es feliz. Al regresar a casa, los espera una mamá muy enojada: qué bonito, con el pantalón mugriento, ¡ese pantalón estaba recién lavado! ¿Quién crees que lo va a tener que lavar de nuevo? No me digas que tu papá, porque él no mueve un dedo en esta casa. ¡Sácatelo de una vez! Lucas se entristece. La mañana había sido divertida, pero ahora debía sentirse culpable porque su disfrute ha sido a costa de perjudicar a su madre. Él le temía a su padre. Pero esa mañana se había mostrado amable y cariñoso. Lástima, al parecer, eso también estaba mal. La madre lo había desaprobado.

El padre, acostumbrado a estas escenas, se da la media vuelta y se dirige a la televisión. Su indiferencia enfurece más a la madre. Ahora le ordena a Lucas sentarse de una vez a hacer sus tareas de fin de semana, mientras se dirige a la cocina lanzando ironías contra su marido. El hombre no se inmuta. Ahora ve una película. La madre se enoja más y sus frases suben de tono. Quién es el que ensucia y quién es el que limpia en esa casa, ese era el tema del dií. Lucas se paraliza. El niño tiene sus hojas de aprestamiento en la mano. Ahora las lanza por el aire y corre a su cuarto a jugar con sus dinosaurios.

Es martes. El pequeño ya almorzó y está nuevamente sentado en su sillita haciendo las tareas. Ahora debe completar las patas de seis ciempiés dibujando las líneas de arriba abajo de forma simétrica, unir con el lápiz la línea punteada del dibujo para completar la imagen de un gatito, realizar trazos de izquierda a derecha siguiendo las señales de un lapicito graciosamente antropomorfizado, entre varias tareas más. Lucas está aburrido y enervado, pero no puede interrumpir la actividad. Quiere jugar, quiere hablar, quiere echarse en el piso, y sabe a la vez que desear eso no es bueno, hará sentir mal a su madre y le traerá problemas. Lucha contra sus sentimientos, pero las ganas no se le van, se pone ansioso, su respiración se acelera.

Lucas se encuentra ahora en la cima de una colina, contemplando con fascinación un misterioso valle poblado de gigantescos reptiles. Megalosaurios acechando Iguanodontes, Triceratops comiendo hierba en perfecta paz al lado de gigantescos Braquiosaurios de cuello largo, y Estegosaurios pastando con desaprensión al pie de un inmenso río.

¡No has hecho nada hasta ahora! Grita la madre. Lucas reacciona: sí he hecho mamá, sí he hecho. Yo soy una mentirosa entonces. No mamá, no eres mentirosa. Entonces por qué niegas lo que estoy viendo, estoy mirando las hojas. He hecho los ciempiés. ¿Y lo demás? ¡Lo voy a hacer ahora mamá! No me grites Lucas. No he gritado mami. ¿Tú me quieres a mí? Si te quiero mamá. Pues no parece, si me quisieras no me harías renegar todos los días de esta forma, eres igual que tu padre. Si te quiero mamá ¡si te quiero! ¡Entonces obedece y haz la tarea de una vez!

Lucas llora en voz baja, contiene su rabia. La madre lo acaricia, le dice que deje de llorar y que se apure en terminar antes que venga su papá. La alusión al padre lo pone más ansioso. Solloza. ¡Ya cállate niño! Le grita la madre con impaciencia. Lucas se levanta de la mesa de forma intempestiva. Da un grito, bota las hojas al piso y empuja a su madre. Ahora corre hasta su habitación y se encierra en ella. La madre va detrás de él. ¡Abre la puerta! grita. Al chico se le escucha dar rugidos. Se ha puesto a jugar. La mamá, furiosa, golpea la puerta insistentemente. Pero es inútil. Lucas la ha asegurado y no abre. Entonces ensaya persuadirlo. Luquitas abre, no me hagas perder el tiempo hijito con todo lo que tengo que hacer. Ven y me acompañas a la cocina a preparar gelatina.

El padre llega de pronto y se sorprende de la escena. Pregunta qué está pasando. Una vez enterado, exige a Lucas con tono imperativo que abra la puerta. La madre se pone nerviosa y le dice que por las malas no. Una vez más, se produce una discusión muy agria en la puerta de la habitación de Lucas. Se actualizan viejos reproches. El juego es conocido. Alguno de los dos tiene que aceptar la culpa de todos los problemas con Lucas. El que acepta pierde y por eso, ninguno puede hacerlo. Pero quien que deje de atribuir la culpa al otro también pierde. Al niño ya no se le escucha.

Los padres finalmente logran abrir la puerta, pero Lucas no está. Se ha salido por una ventana. Está en el parque. Se le puede ver desde la ventana de su habitación. Ya no llora. Se le nota más tranquilo. Sus padres corren hacia él, pero al acercarse se detienen. Hay algo distinto en su expresión. Sus ojos, hay algo muy raro en sus ojos. Sus pupilas ahora son verticales y vidriosas. Su mirada ya no es la misma. Es una mirada penetrante, aguda, aterradora. Además, está masticando algo muy grande, el movimiento de su boca deja entrever sus dientes, son realmente enormes.

Hay un viejo debate entre los especialistas sobre el Tiranosaurio. Unos postulan que fue un depredador, es decir, un animal feroz que cazaba a sus presas haciendo uso de su velocidad y su enorme fuerza, respaldada en sus seis toneladas de peso. Otros, en cambio, sostienen que en realidad fue un carroñero, digamos, un animal inofensivo a pesar de su aspecto y que se alimentaba de cadáveres. Un ser inocuo que deseaba y esperaba la muerte de los otros, pues la había convertido en condición para su propia supervivencia.

Lima, 09 de diciembre de 2012

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

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