Cuentos

Extinción

Hasta esa tarde de abril, la última del mes, todo transcurría con la normalidad que ambos habían ido diseñando para ser felices. Ella trabajaba en una pequeña oficina de compra y venta de terrenos. Tenía un escritorio grande, de color verde, ornamentado en su amplia superficie de vidrio con pinturas y dibujos de Van Gogh en miniatura, y con vista a un jardín interior organizado al estilo san-shui, con pulcro arte japonés. Todos los viernes pasaba a recogerla al final del día, casi siempre para ir a comer a un simpático restaurante de comida orgánica, que quedaba a pocas cuadras de allí, pero otras veces para ir al cine o al teatro, y después a pasar la noche en casa de él o de ella.

Alrededor de una mesa habitualmente abarrotada de jugos multicolores, yogurts frutados, panes artesanales y toda clase de quesos, solían invertir horas en diseñar y rediseñar sus vidas. Ambos desbordaban en aspiraciones y proyectos, pero la vida no les dejaba tiempo para ordenarse y convertirlos en un plan, menos aún, en un compromiso firme. Más adelante, solían decirse. Ya nos daremos la oportunidad.

Él era un abogado joven, muy aficionado a la fotografía, en especial a los primerísimos planos, embelesado por Laura desde hacía un año, pero sin tiempo para su propia vida personal. El estudio de abogados para el que trabajaba llevaba casos complicados con empresas importantes, que exigían al staff una consagración casi absoluta. Ella tenía también una vida intensa, trabajaba hasta tarde, practicaba tenis con disciplinada regularidad y tenía numerosos compromisos familiares –la madre, la abuela, los pequeños sobrinos- que le demandaban buena parte de su tiempo. Las salidas de los viernes eran, por eso, su mayor tesoro.

Al inicio de su relación se veían bastante más seguido y aunque eso desacomodaba sus vidas, pesaba más la ilusión. Poco a poco, sin embargo, la realidad fue ganando terreno e invadiendo sus tiempos, unas veces por el lado de ella, la mayor parte de veces por él, pues los casos no pueden esperar le decía siempre su jefe. Así fue que sus encuentros se fueron reduciendo hasta derivar en cuatro viernes por mes. Es mejor que nada, solía decirle el abogado con resignación cuando ella amagaba una protesta.

El primer viernes de mayo, Silvio llegó a la cita habitual con ciertas aprensiones. En las últimas semanas, Laura se había mostrado algo parca con él. Sus conversaciones, con más monosílabos que de costumbre, no sólo habían sido más difíciles y fugaces, sino que habían ido perdiendo alegría, un hecho que ella no negaba pero que atribuía a un aumento en la presión del trabajo. Quizás tenga razón, pensó él, son circunstancias. Lo importante es que nos queremos.

A decir verdad, lo que más empezó a llamarle la atención no fue su frialdad, sino su tamaño.

Te noto más bajita, le dijo ese día, recorriéndola con la mirada de arriba abajo. ¿Sí?, le respondió ella con una sonrisa burlona, serán los zapatos. Curioso, ella nunca usaba tacones. Ese día la conversación fue inusitadamente terapéutica. Hablaron casi todo el tiempo de Gravity, la película de Sandra Bullock, y a raíz del incidente que la separa de su compañero de viajes, del síndrome de la pérdida y la soledad que se derivaba de la tragedia. Pero fue también una plática algo extraña. Laura hacía largas pausas y se apagaba a ratos, como si su alma se fugara por segundos para después regresar y reencender su mirada.

La siguiente cita tuvo características similares. Una semana previa de diálogos poco fluidos y escasos, una Laura algo ida que, además, a los ojos de Silvio, lucía aún más pequeña.

Ella era una mujer alta, tenía un metro setenta de estatura, pero Silvio notaba que había perdido algo así como unos 10 centímetros en las últimas semanas. Laura reía ante semejante observación y le decía que estaba loco o ciego. El fenómeno, sin embargo, se acentuó en las semanas siguientes y a fines de mayo Laura ya medía más o menos un metro cincuenta.

Qué está pasando Laura, ¿estás enferma?, ¿qué me escondes?, le reprochó un día con voz enérgica. La respuesta de la muchacha era siempre la misma: qué chifladura es esa, aquí no pasa nada, todo está bien, yo me siento mejor que nunca. Deja de molestarme con eso. Ya cansas.

Silvio no sabía qué pensar ni qué hacer. ¿Era él acaso quien estaba perturbado, confundido, alucinado? ¿Cómo podía negar lo que le mostraban sus ojos? Si algo le hacía dudar de su propia cordura era el aplomo y la firmeza con que ella desmentía su percepción una y otra vez, alegando una absoluta normalidad.

Último viernes de junio, Silvio tomaba su habitual lonche orgánico con una Laura que ya sólo medía un metro. Laura, por dios, esto no está nada bien, te cuelgan los pies en la silla, la gente pensará que eres mi hija, me tienes tan asustado, hay que hacer algo por favor, vamos al médico te lo ruego. Pero qué te pasa Silvio, ¿me sigues molestando con eso?, si te fastidia mi apariencia dímelo y acabamos con esto de una vez. Fin de la conversación.

A fines de julio, Laura medía apenas 50 centímetros y a mediados de agosto, había llegado ya a los 10 centímetros. Esta última reducción coincidió con sus vacaciones, por lo que las citas de los viernes eran ahora en su casa. Silvio tenía llave de su departamento, pero entraba en puntas de pie y mirando el piso, pues no le era fácil verla ni escucharla. Laura estaba siempre sentada sobre el sofá viendo televisión. No quería comer nada, no quería salir, tampoco quería que Silvio la toque. Es decir, ya no podía besarla ni acariciarla, menos dormir juntos.

Su estatura, además, seguía siendo un tema del que no se podía hablar, pues cada vez que él lo mencionaba o insinuaba, Laura enfurecía y continuaba negándolo con determinación.

Silvio habló con los padres de ella, les preguntó si sabían a qué se debía este raro fenómeno, Laura está desapareciendo poco a poco, les dijo, jamás he visto algo así, hay que hacer algo. Ellos lo miraron con gesto de sorpresa y sonrieron. Laura está bien hijo, no sé qué le ves de raro. Además, tu sabes que ella siempre ha sido muy independiente, sabe cuidarse, si algo le estuviera pasando ya habría tomado cartas en el asunto. Lo raro aquí es tu preocupación.

El viernes 30 de agosto, Laura regresó de sus vacaciones y Silvio pasó a recogerla a su oficina como todos los viernes. Se bajó del auto, caminó despacio y se agachó para examinar con cuidado la vereda de acceso ¿Laura?, la llamó en voz baja sin obtener respuesta. Entonces tocó el timbre. Le abrió el portero automático y la secretaria lo saludó con familiaridad. Hola Silvio, ¿vienes por Laura? Se ha retrasado un poquito, pero pasa nomás, tú ya sabes dónde está su escritorio. Silvio avanzó unos pasos saludando a los empleados que encontraba en su camino. Todos sabían que venía por ella, como cada viernes. Ella está todavía ahí, alistándose, entra nomás.

Silvio atravesó el pequeño jardín alfombrado con un pasto japonés bien recortado, rodeado de aromáticos jazmines, y divisó a pocos metros el escritorio verde, un antiguo mueble de roble, de madera maciza, tallado a mano. Cuando estuvo delante de él, sin embargo, no estaba Laura. Comprendía perfectamente que podía estar ante ella sin poder verla por su pequeño tamaño, pero era incómodo preguntar a sus compañeros. No sabía si ellos habían notado lo mismo que él y no quería que lo tomen por loco.

¿Laura? preguntó en voz alta mirando para todos lados. El gerente ingresa en ese instante y saluda efusivamente a Silvio, quien lo había ayudado en un par de ocasiones con algunos temas legales de la empresa. Buscaba a Laurita, le dice Silvio tartamudeando. Pero si ahí la tienes, le dijo el jefe con extrañeza, señalando su escritorio.

Silvio asintió con la cabeza y sonrió con nerviosismo, se puso disimuladamente los lentes de leer y se acercó un poco más. Allí estaba nítida ante sus ojos una mullida silla vacía de color crema y un tablero lleno de papeles apilados y separados con marcadores de colores. Una taza de café todavía humeante reposaba en una esquina. En los costados, sobre unos brevísimos atriles de madera, podían observarse diminutas réplicas de «La noche estrellada», «Terraza de café por la noche», «El viñedo rojo» y «La casa amarilla». Dicen que fue el propio Van Gogh quien se cortó la oreja izquierda como producto de una gran frustración, pues le fue difícil tolerar no poder acercarse más y más a alguien que deseaba con locura.

Lima, 07 de diciembre de 2013

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

2 Comments

  • Angélica Ortiz

    ¡Ahhh, profesor, Lucho!
    ¡Qué buen cuento! Me ha encantado su narrativa tan amena y cercana. Esperaba con ansias el desenlace, y es que tenía la esperanza de que Silvio pudiese recobrar ese encanto -aparentemente perdido- por la que fue, su Laura.
    Esta historia es bastante común en las relaciones de pareja, sobre todo en las que llevan acumulando varios años.
    ¡Gracias por la lectura! La disfruté.
    Un abrazo.
    Anguie.

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