Yosselin Amaya

Rubén el rosado

El occiso ha sido identificado como Nicolas Chávez, es un hombre de aproximadamente 60 años de edad, es de test clara, alrededor de 1.70 de estatura, y presenta, hematomas en el tórax, y un corte profundo a la altura de la yugular. Por el estado de descomposición del cadáver debe tener aproximadamente 3 días de fallecido. Así registró el hecho el fiscal de turno en el acta que levantó ese día.

Días después, la familia de Nicolás, Rubén, el hijo mayor, Karina, la menor, Raquel, la esposa, y Doris, la madre, recibían abrazos y condolencias de amigos, vecinos y algunos colegas de difunto. En vida fue un hombre muy notado en esa pequeña sociedad, algunos lo atribuían a su trabajo de abogado, que lo llevó a conocer los más pérfidos secretos de muchas familias de la comunidad. Varias de ellas asistían ese día al velorio. Otros creían que su notoriedad se debía al hecho de haber ocupado algunos cargos públicos en su ciudad, aunque en la mayoría dejó sospechas de haber actuado taimadamente. Nicolás era conocido también por sus extravagancias. Despilfarraba dinero en las más conocidas cantinas de la localidad y sus poco discretas visitas a la “casa rosa” del lugar. Algunas de las damas que solían acompañarlo en sus noches de excesos, también estaban presentes en el velorio, despidiendo al más antiguo y generoso de sus clientes.

A excepción de Doris, la madre, ninguno de los deudos vestía de negro, lo que era bastante raro. La gran mayoría de asistentes lucían trajes de luto. Incluso las señoras de la “casa rosa” habían renunciado a sus prendas rojas por ese día, todas lucían zapatos, carteras y vestidos negros. La ambientación del lugar también llamaba la atención. Las flores que acompañaban el ataúd eran todas rosadas y el ataúd también. El mismo difunto lucía un escandaloso y llamativo traje color rosado. ¡Excentricidades! comentaba la gente hasta en voz alta.

Los más suspicaces debatían entre ellos si las sonrisas que ocasionalmente veían en Karina, la hija menor de Nicolas, eran expresión de nerviosismo, de negación ante la pérdida o, curiosamente, un síntoma de felicidad. El comportamiento de la viuda tampoco era ajeno a comentarios. El hombre que la acompañaba no se había separado de ella ni un momento, y dejaban la impresión de una suerte de complicidad, sin contar que doña Queta, la dueña del Marquet del barrio, juraba que había visto a aquel hombre alguna vez acariciándole la pierna a la viuda. ¡No inventes mamá!, le decía su hija.

De Rubén decían que no parecía normal que el único hijo hombre del finado, se la pasase trayendo y acomodando flores rosadas alrededor del ataúd. Rubén, lejos de prestar atención a los comentarios, tenía claro su propósito: ridiculizar a su padre, así como lo había hecho con él durante toda su vida. De hecho, las meretrices, ubicadas en un rincón del velatorio, recordaban una de las tantas ocasiones en que su padre, aprovechando la ausencia de su madre, llegó a casa acompañado de una de ellas, vestida con blusa y brasier rosado. Rubén era muy pequeño para notar ciertas cosas, pero la mujer llevaba prácticamente la blusa abierta. Su padre y ella, al llegar a casa, cayeron tumbados al mueble. “…luces demasiado triste” y no sé, si es tu cara o tu ropa, pero como tu cara no la puedo cambiar, cambiaré tu ropa, le dijo burlonamente la acompañante de turno de su papá. Entonces empezó a rebuscar entre la ropa de su hermana: “…a ver, que tenemos por aquí, ¡sí! ponte este, le lanzo una falda al rostro. Fue entonces cuando Karina, su hermana pequeña, casi en el acto respondió ¡Mi hermano no puedo usar mi ropa!, él tiene la suya! Nicolas la calló de una bofetada, ¿Tú qué sabes de moda?, le dijo. Y el ambiente se llenó de carcajadas. Obligaron a Rubén a ponerse la falda, luego el brasier que la mujer se quitó frente a él. Su padre hizo lo suyo y le alcanzo una vincha, mientras ella le pintaba los labios y los ojos, también de rosado. Al cabo de unos minutos había dejado de ser Rubén, y ahora su padre y la prostituta se reían y lo llamaban “Rubén el rosado”.

Para todos los asistentes al velorio, la única que actuaba como se espera en este tipo de eventos, era doña Doris, que se había vestido adecuadamente para la ocasión. No había dejado de llorar e incluso la habían tenido que separar del ataúd y traer un médico para que le tome la presión y le inyecte un calmante.

Al mediodía, antes de llevar los restos de Nicolas al campo santo, la familia y todos los asistentes se trasladaron a la iglesia de la comunidad, para la misa de cuerpo presente. La ceremonia inició con el acostumbrado hermano, sean bienvenidos a la casa de Dios.

Todos repitieron palabra a palabra la oración del cura, excepto Karina, que parecía perdida en sus pensamientos… ¡No le pegues más a mi mamá! ¡suéltala! ¡Por favor, papá, déjala! Karina recordaba esa escena como si hubiese ocurrido hace una hora, ella colgada del brazo de su padre y este apretándole más el cuello a su mamá e invadiendo el espacio con ese nauseabundo olor a licor. Ese día Karina, la pequeña niña, despertó tirada en el piso. ¿Papá? Fue lo primero que dijo. ¡Se ha ido hija!, le respondió su madre, y la encerró en la habitación. No salgas ni digas nada, escuches lo que escuches

Karina visito la casa de su padre días antes de recibir la noticia de su muerte. Entró con las viejas llaves de siempre y lo vio acostado en el mueble, ebrio, salpicado de licor y restos de comida. Por un instante pensó en hacerle daño, al costado del mueble había latas de cerveza. Podía desgarrarlas y cortarle el cuello, Pero apresuró el paso y recogió las últimas cosas que había sido su habitación por años. En el ropero tenía la muñeca vieja que alguna vez le había regalado su abuela. Quiso tomarla, pero la voz de su padre la detuvo ¡Hija! estás aquí, ven dale un abrazo a tu padre. Karina se asustó primero, pero luego la invadió la rabia. Tomó una silla y se la arrojó por la cabeza, y corrió con todas sus fuerzas. No volvió a saber más de él hasta que recibió de su madre la noticia de su muerte.

—Ahora queridos hermanos pueden darse la paz

Karina volvió en sí, al sentir el abrazo de su madre.

Días antes, Raquel también lo había dejado aprovechando que dormía en total estado de ebriedad. Le dejó en varios cajones de la casa sobres de veneno, por si su esposo se animara a acabarse a sí mismo. Sabía lo depresivo que era y lo fácil que le resultaría autodestruirse viéndose solo. Salió de la casa con sus maletas y no supo más de él hasta que la notificaron el deceso. La noticia no la tomó por sorpresa, pero sí el que la gente supusiera que fue un asesinato y no un suicidio.

El timbre de la puerta despertó a Nicolas Era doña Doris, su madre. ¡Madre! ¡Todos se han largado!, gritó cuando se dio cuenta de la situación. La señora lo hizo recostar en el mueble de la sala. Descansa, le dijo, ya volverán, lo verás. Acaricio su rostro, le dijo que cierre sus ojos, le dijo lo mucho que lo amaba, y le cortó el cuello con la navaja que traía en su bolso.

Camino al cementerio, bajo un sol despiadado, al lado de los hombres que cargaban el féretro rosado, un susurro sordo y lastimero dejaba oír un ruego: Perdóname, señor, por haber criado a un hombre cruel, por haber sido cómplice de su maldad con mi silencio.

Huaraz, febrero de 2023

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Mi nombre es Yosselin Yudith Amaya Cabello, nací en la ciudad de Casma, y volví a nacer 25 años después en un pueblo llamado Uchuhuayta, al redescubrir mi propósito en la vida: ser docente y dedicar mi vida a la enseñanza y escritura. Actualmente trabajo en diferentes proyectos educativos en el Perú desenvolviéndome cómo líder. Soy coautora del libro de cuentos "Veintitrés mundos: antología valiente de relatos peligrosos".

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