Cuentos

Corre Luciano, corre

Un hombre alto y desgarbado, de terno gris, corre desesperado por la vereda de la avenida César Vallejo, entra al Parque Mariscal Castilla y busca refugio entre los centenares de Cedros, Ficus y Álamos que abarrotan el perímetro. El pulso le va a estallar, el sudor le baña la cara, sus ojos se mueven con nerviosismo hacia todos los lados escrutando el entorno. Cae el atardecer, la luz del día se desvanece con lentitud y los autos que salen de las oficinas empiezan a embrollarse en la avenida, ansiosos por volver a casa. La calle está ruidosa, pero el bosque luce solitario. Luciano Mendiola se aferra con fuerza a su pequeño maletín de cuero, se suelta la corbata roja oculto detrás de un inmenso Eucalipto, y se seca la frente sudorosa con la manga del saco. Sus movimientos son rápidos y enérgicos. Sus músculos están en máxima tensión.

Un minuto después, como la sombra de un condenado, abandona los árboles a toda prisa y corre hasta toparse con un enorme caballo de bronce. Apoyado en el cuello de esa escultura, se detiene un momento para ubicarse mejor y calcular las distancias. Mira hacia atrás repasando sus pasos en busca de algún indicio de un eventual perseguidor, respira hondo y emprende nuevamente la carrera en medio de los Molles para alcanzar la calle más próxima.

En ese momento, un Nissan de color verde que bajaba por la calle Manuel Villavicencio, se le atraviesa y lo roza de costado arrojándolo violentamente contra la acera. El hombre cae al piso con la pesadez de una pared de ladrillos, sus lentes y el maletín vuelan por los aires y caen sobre el asfalto. Mendiola tiene ahora un corte en la frente, las rodillas raspadas, una pierna adolorida y el rostro medio ensangrentado. El aterrado chofer del Nissan baja presuroso a prestarle auxilio, pero el accidentado se pone de pie, recoge tembloroso su maletín y sus gafas, se sacude el desgarrado traje, y huye del lugar con precipitación antes de llamar la atención de los transeúntes.

Al doblar por la calle Mateo Pumacahua, rengueando y presuroso, observa un edificio en construcción. Es un buen lugar para ocultarse, piensa. Empuja entonces el portón de madera para entrar, pero el perro del guardián se abalanza sobre él con fiereza. Mendiola se defiende usando el maletín como escudo y el animal lo muerde una y otra vez. Arrinconado y horrorizado, a duras penas logra recoger una vara de fierro del suelo con la que golpea al perro, haciéndolo huir malherido. Es un edificio blanco de ocho pisos, prácticamente concluido, pero al que le faltan puertas y ventanas. Un adolorido Mendiola trepa por las escaleras con dificultad y llega jadeante hasta el último piso. Se sienta en el suelo polvoriento de aquella suite sin estrenar, se quita el saco y se suelta aún más la corbata. Sollozante, se coge la cabeza con ambas manos y deja caer algunas lágrimas sobre la sangre todavía fresca de sus mejillas.

Pocos minutos después, el sonido de pasos sobre los peldaños, cubiertos de residuos de madera, arena y cemento, se vuelve cada vez más audible. No cabía duda, alguien subía. Mendiola se pone en alerta de nuevo, empuña el fierro y se esconde detrás de una pared. Me han seguido, piensa. Me han seguido hasta aquí. Las pisadas se hacen más y más próximas. Su corazón palpita con frenesí. Sus manos transpiran copiosamente. Sus piernas tiemblan sin control. Entonces, una robusta silueta, precedida por la ahogada luz de una linterna, asoma por el dintel de la puerta de aquel departamento vacío, y antes de que pudiese tener ocasión de nada, un certero fierrazo en la cabeza derrumba al sujeto dejándolo inconsciente. Era el guardián del edificio.

El fugitivo baja entonces los cuarenta escalones y toma la calle con desesperación, conteniendo el dolor de sus heridas. En su loca carrera se le ocurre doblar por Trinidad Morán, en el preciso instante en que una camioneta del Serenazgo de Lince hace su ronda por el lugar. Los Serenos se sorprenden de ver a un hombre tan descalabrado, sucio, con el rostro cubierto de sangre, y detienen su marcha. Mendiola los mira con igual asombro, acelera sus pasos y aprovecha el preciso instante en que le abren la puerta del garaje al auto de un vecino, para ingresar atropelladamente a su domicilio en busca de refugio. Los policías municipales miran estupefactos la escena, bajan de su vehículo y le siguen los pasos a toda prisa, entran también a la vivienda y le indican al pasmado dueño de casa que mejor espere afuera.

Mendiola ahora se dirige apresuradamente al segundo piso de esa elegante residencia, en medio de los ladridos estrepitosos de un excitadísimo Shih-Tzu. Una aterrada anciana, oculta en la cocina y con una sartén en la mano, le indica a los serenos que el intruso ha subido. Pero Mendiola ya está en la azotea y ha trancado la puerta de acceso. Su corazón va a explotar, su respiración está en su máximo nivel de aceleración, tiene la cabeza empapada, pero sus manos arañadas y ennegrecidas se siguen aferrando al maletín con angustia. Sus empañados lentes no le dejan ver con claridad una ruta posible de escape.

Entonces asoma sigilosamente a la calle, nota desde arriba que la camioneta del Serenazgo está vacía y que el solitario dueño de casa sigue parado en la vereda con su auto todavía encendido. En ese instante, la puerta de la azotea se remece con los violentos golpes de los serenos, quienes le ordenan a gritos que abra de inmediato. Es cuando toma una decisión audaz: saca medio cuerpo sobre el murito de contención y se lanza a la terraza del segundo piso, para bajar luego al primero sosteniéndose con dificultad en el enrejado de los ventanales. En menos de dos minutos, Mendiola ya está en la vereda. Rengueando y fatigado pero eufórico, con el maletín aferrado contra su pecho, derriba entonces al desconcertado señor de un empujón, se trepa a su Hyundai Tucson y lo pone en tercera para agarrar la pista con mayor ligereza. En el instante en que los serenos salen a la calle, alertados por los gritos del hombre caído, Mendiola ya tenía una cuadra de ventaja y estaba doblando por Cipreses en dirección a Javier Prado.

Los serenos se suben a su pick up y van tras él a toda marcha. Un agitadísimo Mendiola ya está a punto de ingresar a Javier Prado, pero la congestión no se lo permite. Está atascado. Dos serenos bajan de la camioneta y corren hacia el auto del fugitivo aprovechando las circunstancias pero, de repente, los carros empiezan a avanzar y el Hyundai entra a la avenida junto a un grupo de autos no menos impacientes. Mendiola hunde entonces el pie en el acelerador y haciendo temerarias maniobras zigzagueantes logra ubicarse en el carril izquierdo. En pocos minutos se ha perdido de vista. Los serenos regresan frustrados a su vehículo para avisar por radio a la policía del rumbo que tomó el sospechoso.

Más adelante, en el cruce de Javier Prado con Salaverry, el tránsito se ha detenido súbitamente. Una camioneta ha chocado con un Hyundai Tucson que, al parecer, se pasó la luz roja. Un hombre alto y desgarbado, con un raído terno gris y la cara cubierta de sangre coagulada, yace inconsciente sobre la vereda. A su lado hay un maletín de cuero roto y bastante ajado por mordidas que parecen ser de perro, un frasco vacío de Clozapina y una decena de hojas en blanco esparcidas por la pista.

Lima, 10 de marzo de 2014

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Soy docente, estudié la carrera en la Pontificia Universidad Católica del Perú; una maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado (Chile); y una maestría en Educación con mención en Políticas Educativas y Gestión Pública en la Universidad Antonio Ruíz de Montoya (Perú). Hice también posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), en Periodismo Narrativo y Escritura Creativa en la Universidad Portátil (Buenos Aires). Soy actualmente profesor principal en el Innova Teaching School (ITS) y Director de la revista virtual Educacción. Soy coautor de tres libros de cuentos: «Nueve mujeres peligrosas y un hombre valiente», «Relatos valientes de mentes peligrosas» y «Veintitrés mundos: Antología valiente de relatos peligrosos». He publicado recientemente el libro de cuentos «Amapolas en el jardín» (2022).

One Comment

  • Ana Carbajal

    Me agoté con Mendiola. Cuántos Mendiolas habrán a nuestro alrededor y son causas de muchos problemas en las relaciones humanas. Ya sabemos que, puede ser un motivo patológico y no necesariamente voluntario y conciente. Un poco de más tolerancia no nos haría mal. Gracias por compartir, Luis.

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